20/01/2023
Ocho años sin Pedro Lemebel
Escapulario de la memoria
Por Jaime Lepé (Dajmé)
Fotos Paz Errázuriz
Entre Santiago de Chile y Buenos Aires, Pedro Lemebel vuelve en la forma del recuerdo que de él tiene su amigo y compinche Jaime Lepé allá por los primeros años 80, cuando la democracia prometía futuro. En un nuevo aniversario de su partida, esta semblanza cercana y tierna del escritor y performer chileno permite adivinar su enorme espíritu de aventura y su creatividad extrema y juguetona.
Me placen las ciudades a la madrugada, vacías de gente y coches, es cuando espectros y recuerdos posesos adquieren cuerpo, surgen nítidos, sin invitación, sobre la superficie inquieta de la penumbra. Han pasado décadas, años de tortura, parricidios, derrumbes económicos, gestas libertadoras, de las que la Argentina sobreviviente dio pasos gigantes hacia los derechos, en igual medida y pendularmente, su urdimbre política avanza un par y retrocede milenios... pero Baires siempre reencanta y desabrocha secretos que el olvido vela; en cada recodo, con cada color de sus micros multicolores que enredan yardas de calles en un laberinto casi infinito. Sobre ellas encaramada, cruzando los cien barrios porteños, la memoria se menea impune a las heridas, a la linealidad ilusoria del tiempo, maquillando de juventud adjunta a su ejercicio resmas de rostros congelados. Después de más de media vida, caminar las mismas calles que recorrimos con Pedro es reencontrarse con un corazón a la vuelta de la esquina, abrir un cofre de recuerdos con retazos de un bruñido film 8mm, casero, de audio gastado, lejano, muchas veces mudo y sin olores.
Varios años en Buenos Aires, hasta el 80, significaron perderle el rastro; nos reencontramos en primavera, yo regresaba de Cuzco, él aún era profesor de artes plásticas en un liceo. Por las tardes pasaba por mi casa de Rosal junto al cerro Santa Lucía, en el centro de Santiago, Cenicienta perdía el zapatito y nosotros, la noción de la hora, siempre hablando, haciéndole escuchar vinilos que él desconocía: King Crimson, Steve Hackett, Satie, pero lo que más le gustaba era “30 minutos de vida”, de Moris. “El hombre tiene miedo de ver la verdad/De ver que él era algo que no podía definir/De ver que al fin su sexo pudo ser o no ser/Que no era absoluto, que podía ser la flor”. Lo re grabó y por años fue la banda incidental de su nido toda vez que caía una mosca a la sopa; ese discurso rock, a varios mozuelos que llevó al río, de esos que no tenían marido, les incentivo para dar el pasito y dejarse zambullir en la piscina sedienta de la trasgresión.
Democracia en el país y en el cuerpo. Pedro Lemebel reunió la diversidad sexual con la izquierda política en plena dictadura chilena. Foto: Paz Errazuriz
Yendo tras del sol, en otoño del 81 me fui a vivir a Río, a fin de año di una liscérgica pasada (pastoreando almas) por Buenos Aires de regreso hacia Chile, allí Víctor Redondo me colmó de publicaciones de Último Reino y Perlongher me regaló Austria-Hungría. En el 82, Myrna Uribe se unió a nuestra literaria tertulia sin torta, configuramos un trío obtusángulo, una rara sagrada familia, sin ningún otro lazo sanguíneo que la literatura y hambre de arte y cultura, esa cultura secuestrada, asesinada, ausente, dopada, escondida, tal como en el pasado los ricos fondeaban parientes alienados, ahora legalmente forcluida y asfixiada por la Constitución pinochetista del 80, para regirnos por sécula seculórum.
Ese año Pedro viajó a Buenos Aires, al descender de El Zonda en Retiro, fue detenido por Policía Federal, llevado al destacamento de la estación. Vaciaron su mochila, el comisario se dio el trabajo de leer todos sus papeles, entre estos su cuento “Porque el Tiempo está cerca”, premiado en meses previos, donde narra la odisea de un muchacho de diecisiete años, de clase acomodada, que se prostituye. Por un lapso prolongado, el cana lo interroga, escéptico escucha las declaraciones. Finalmente, al filo de liberarlo o dejarlo detenido por averiguación de antecedentes o imputarle el edicto policial, 2° H, el ducho policía, tras su escritorio acerca su cara casi encima a la del detenido, le mira suspicaz diciendo: “Después de leer estas inmundicias que escribe y ver sus cejas depiladas ¿qué cree que yo puedo pensar de usted?” Aún con este comedido recibimiento, Pedro pudo consumar su cometido, asistir al Ópera, al concierto de Mercedes de regreso en Argentina, realizado por gestiones de Daniel Grinbank, no sin antes negociar con la Superintendencia de Seguridad Federal, que vetó sin apelaciones el incluir La Carta de Violeta Parra en el repertorio.
Todo comenzó después de Malvinas, para entonces ya planificaba mi regreso a Argentina. Después de lecturas y comentarios de nuestros textos, entre laxas tazas de té y otras yerbas, les arengaba conque ya nada teníamos que hacer en Chile, que debían venir a Argentina conmigo. Cuando leía al oído cómplice de Pedro algunos textos de Austria - Hungría de Néstor, no podía imaginar que a través del poeta oriundo de Avellaneda (tal como, mi hermana de muchas vidas, amiga de Spinetta, la maga Mónica Giráldez), muy lejano a esa escritura del entonces cuentista de San Miguel, Pedro Mardones, a través de esa lectura, Osvaldo Lamborghini estaba influenciando al futuro Lemebel, cronista. Pues tan fácil como entrever la impronta escritural perlonghiana en el temprano Lemebel, lo es captar en aquella Rosa de Luxemburgo de El Riachuelo el crochet neo-barroco caribeño, urdido con seda y lamé de Lezama Lima, junto al rastro espermático, rancio, macizo y devastante de Lamborghini en la lengua del saturnal Néstor.
En otoño del 83 estaba listo para la avanzada y estudiar las posibilidades de sobrevivencia, dejamos en claro que nuestro próximo encuentro sería en tierra liberada y respirar democracia bajo el gobierno de Alfonsín. Un 4 de mayo, después de casi cuatro años de vagabundeo por el cono sur e itinerarios psiconáuticos, restablecía mi domicilio en Buenos Aires para retomar mis estudios de canto lírico, esta vez con el Sistema Consciente para la Técnica del Movimiento, de Fedora Aberastury, pianista chilena discípula de Claudio Arrau y maestra de músicos. Terminado mi año de estudios, el verano del 84 viajé a la costa atlántica, no recuerdo cómo me llegó un recado que llegarían en tal fecha. Aquella tarde los fui a buscar al terminal, esperé hasta avanzada la noche, pasó todo el verano y nunca llegaron a Villa Gesell. Nunca más supe de ellos hasta marzo que volví a Buenos Aires, en el contestador había un recado informando el hotel donde estaban y que a partir de tal hora vendían en el Obelisco; ya había escuchado que en Capital un montón de artesanos se habían instalado allí sin permiso. Ahí no más, luego de una ducha, casi a medianoche me trepé en el 5 rumbo al obelisco. En medio de un jolgorio, tipo un comic freak, jamás visto en la aséptica y ordenada Reina del Plata de dictadura, entre artesanos y hippies retozando como en el jardín de su casa, divisé a Pedro y Myrna vendiendo remeras que ellos mismos pintaban en el hotel. Tenían toda una banda de amigos, entre ellos un flaco trosko muy tincudo, del que Pedro en su mejor momento y versión vestal peace&love, disimulaba lo mucho que le gustaba (depredador neto, sin rodeos ni mucho cortejo, en los días siguientes me lanzaría sobre la presa, sin dejar ni un huesito).
Al verme, nos abrazamos en una gran emoción. Fue una noche de fiesta, tal como toda Argentina vivía en un festejo perpetuo su democracia, entrada la mañana aún seguíamos sentados en la mesa junto a la vidriera de La Academia. De ahí en adelante esa esquina de Callao y Corrientes sería nuestra sede nocturna; de mesa a mesa, conocimos un pelado que conocía bien el sistema de Gurdjief, nos enfrascábamos hasta la alta madrugada en conversas filosóficas, políticas o del cuarto camino, así “la mesa” se fue extendiendo en personajes, doctrinas, géneros disidencias, también en el tiempo.
Pedro Lemebel, yegua y puño de la literatura latinoamericana. Foto: Paz Errazuriz
La vieja que regentaba el hotel Lourdes no me permitía subir a la habitación de Pedro, al final de la tarde, tomábamos la once (merendábamos) en los comedores del Supermercado Obrero, en Sarmiento, pasando el San Martín. Veníamos o íbamos apurados a la SHA, para ver ciclos completos de Pasolini, Ken Russell, Bergman o Visconti; ya los había visto en mi adolescencia en el Empire o en el Arte, pero la cosa era estar juntos y después conversar esos films prohibidos o muy cortados por la censura pinochetista.
La secuencia de cómo estábamos en Chile nuevamente los tres, se difumina. Fue una estancia corta y puntual. Creí que hubiéramos llegado separados a Santiago, pero mientras escribo recuerdo un vagón de tren, a Pedro frente mío y a mi lado un colimba, la abrigadora frazada, un movimiento y luego de egresar del baño, de mi muñeca ya no pendía la antigua cadena de strass francés; solo que ahora no sé si el tren llevaba dirección este u oeste. Escribiendo, me apercibo de cuántas emociones vividas en un solo día. Unas horas antes de subir al tren en Mendoza, en Uspallata se apostaba un viejo psicópata, reencarnación de Torquemada (seguro no cualquier persona, detentaba poder), subía a los buses para bajar chilenos, a Pedro ya le había tocado. Estaban chequeados documentos y equipaje, el estrecho minibús de CATA prendió sus motores para partir y sube “un par de sabuesos”, esos enormes ojos saltones, celestes casi agua; avanzan por el pasillo, más que viendo, olfateando, al regreso me miran detenidamente:
-¡Vos! abajo con todas tus cosas.
El auxiliar descarga mi equipaje hasta su oficina. Allí me hace desnudar, con su vista husky me ausculta cada trecho, luego sigue con el equipaje.
-¿Qué es este paquete?
-Un cuadro que mi padre me encargó traer desde Chile. Es un regalo para Libertad Lamarque. Ahí está enmarcado el primer disco que ella grabó y fue encontrado en Chile.
Al nombrar a la Lamarque, sus ojos de cuervo ario se volvieron humanos y exclamando: ¡Yo soy fan de Libertad!, su cara resplandece. Por un momento la galaxia se detuvo y solo existió él, de pie ante el milagro de una epifanía o arrobado por un éxtasis aurático. Sonriente y desencajado, precediendo en el tiempo a alguna escena de Dirk Bogarde y Charlotte Rampling en Portero de Noche de la Cavani o de La muerte y la doncella de Polansky, dice: “Vestite y dale mis cariños a Liber”. (¿…?). Al arrancar el micro, Pedro, blanco como un papel me dice: “Menos mal que fue a ti… Yo me descargué al tiro de unos porros en la Myrna, porque este viejo es raro, solo baja hombres” -¡Eeella póh… la Marlon Brando!- Nos matamos de risa, a toda máquina descendiendo entre montañas rojas, el fresco viento entraba por la ventana, alegres y desenfadados cantábamos: “Somos las -contra-bandis-tas”
La figura de "la loca". Una forma de cuestionar lo heredado. Foto: Paz Errazuriz
Los cruces del destino y sus discursos precipitaron nuevos seres a nuestro círculo trasandino, la Font, Rosana, otros chilenos, varios argentinos. Como en nuestro encuentro con Milanés y Silvio Rodríguez, tantas otras cosas vivió la vida en nosotros, mientras duraron los duraznos del verano, duros y sangrantes, parlábamos más que chicharras scouts en fiesta de media tarde hasta que despuntaba el sol. “Acá la noche es muy corta” -me decía, mientras cada madrugada describíamos una recta que iba y repetida volvía entre Callao -su hotel- y Río Janeiro -mi depto; espejeando redundantes nuestras peripatéticas geometrías por la Alameda entre mi casa y la parada de su colectivo en La Moneda, allá en aquel Santiago y su ya laxo toque de queda. (Si aguzan el oído, seguramente aún resuenan ecos de nuestras chácharas entre la Alameda y Rivadavia).
Sin darnos cuenta, en continuada amanecida de risas y conversas inagotables, llegó el invierno porteño con sus vientos que filetean el rostro y la primastra no traía saquito, ni por chiste había tomado en cuenta la recomendación de Perlongher "llevate un saquito nena". Buscando aires más benignos, se las tomó para Chile, sin un hado que le previniera de su destino lemebeliano.
Jaime Lepé (Dajmé)
Artista multidisciplinario, estudió literatura y tiene un postítulo en Gestión Cultural en la Universidad de Chile. Estudió canto, eutonía y expresión corporal. Protagonizó espectáculos donde destaca su don para el canto y la actuación. Trabajó en escenarios de Argentina junto a Dalila y Los Cometabrass, Alejandro Urdapilleta, Batato Barea y otros. Amigo de Pedro Lemebel, actuó con él tempranamente y luego colaboró en el lanzamiento de su novela Tengo miedo torero.
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