13/09/2024
Fragmentos de un próximo libro sobre Conti
Bajo la luz de Haroldo
Por Ángela Pradelli
Además de lo que su destreza le permite recrear sobre la vida y la obra de Haroldo Conti para su próximo libro, Haroldo - del que se reproducen fragmentos - Ángela Pradelli anuda un par de anécdotas que revelan el modo muchas veces inesperado en el que aparecen el pensamiento y la escritura, que requieren una astucia más propia de un baqueano que de un intelectual.
La noche que di una clase sobre La importancia de los testimonios en la escritura, supe, por una de las participantes, que en 1994 un grupo de estudiantes de periodismo le había hecho una entrevista a Pedro Orgambide, que la habían grabado en un casete cuyo contenido no había circulado nunca y que estaba guardado desde hacía treinta años en una caja. Unos días después me llega el casete en cuyo frente decía: Orgambide habla sobre Haroldo Conti 5/94. Oro en polvo, créanme. Una segunda curiosidad: me invitan a un almuerzo, somos cuatro, cinco personas, ninguno es escritor ni tienen trabajos en relación a la literatura. Me preguntan lo que suelen preguntarnos a los escritores: ¿qué estás escribiendo? Cuento que estoy con Haroldo, entonces una de las personas comenta: éramos vecinos, vivíamos a una cuadra. El vecino (por decisión suya no aparecerá con su nombre en el libro que estoy escribiendo) nunca había hablado del tema. Como las palabras de Orgambide, que esperaron treinta años en una caja, el vecino estuvo desde mayo de 1976, cuarenta y ocho años, sin hablar del tema, pero aceptó dar su testimonio para este libro. Otro tesoro.
Me gusta mucho reflexionar sobre las facturas de los libros, incluso de los míos. Me interesa siempre el modo en que van creciendo los materiales y las posibilidades que tenemos de organizarlos. Me apasiona las maneras en que una capa y otra se suman hasta que finalmente logran crear un relato y construir un libro. Y lo que realmente me fascina es aquello que nunca podremos terminar de explicarnos sobre algunas cosas que pasan alrededor de un libro. El divino azar, que teje su trama de incógnito hasta que llega el día en que decide revelarse frente a nosotros con tanta contundencia que ya no podemos eludirlo. Haroldo es, creo, la suma de esas revelaciones azarosas que por años giraron en distintas esferas hasta que un día, finalmente, coincidieron en una misma órbita. Qué fortuna haber estado ahí para escribirlas.
Conti y su pasión por el río.
Haroldo (fragmentos)
Pedro Orgambide y Haroldo se conocieron en 1960. Es muy difícil vivir con ciertas ausencias, dice Pedro Orgambide, la de Haroldo es una de las ausencias más difíciles de soportar. Nosotros nos encontrábamos en los cafés, en algún acto político, muchas veces en la calle, nos visitábamos en nuestras casas. No recuerdo que participáramos en reuniones literarias. Yo iba a verlo al Bajo, en ese momento Haroldo vivía en un departamento cerca de la calle Leandro N. Alem. En su casa había muchos elementos de marinería: un timón, un mascarón de proa, brújulas. Tenía una biblioteca muy heterodoxa. Por ejemplo, había muchos libros de mecánica, carpintería, mezclados con libros de teología. Estamos hablando de 1960, eran tiempos de la Revolución Cubana, que tuvo un gran impacto. Cuba impregnaba nuestras conversaciones, hablábamos mucho de los cambios políticos que se estaban gestando no sólo en América Latina, un territorio que nosotros habíamos recorrido en parte, sino también en África, Asia. A Haroldo le importaban mucho los movimientos de liberación nacional. La escritura era para él una praxis, no le interesaba la especulación intelectual, sino la literatura; hacerla, no hablar sobre ella. Fue un escritor muy premiado. Ese año su cuento La causa ganó el concurso organizado por la Revista Life.
Otra cosa que nos unía en amistad era que tanto a él como a mí nos gustaba la Patagonia. Los dos habíamos tenido experiencias fuertes en el sur, y por eso a veces charlábamos sobre el tema, también intercambiamos datos sobre la zona, sobre un pueblo, un paraje. Yo había trabajado de peón desde el valle del Río Negro hasta Zapala, también fui ayudante de camionero; además caminé con unos peregrinos por la precordillera. Haroldo había recorrido las playas del sur, se había encontrado con vagabundos, con aventureros, con hombres que habitaban la frontera entre Chile y la Argentina, con mapuches, es decir, un mundo que yo creo que a Haroldo le hubiese gustado explorar más. Ese universo a veces aparece en sus relatos, sobre todo lo encontramos en Mascaró, un cazador americano.
Como ninguno de los dos teníamos dinero, inventábamos negocios pero nunca los concretábamos. A Haroldo le gustaba mucho el cine, y pensábamos hacer documentales sobre la Patagonia y llenarnos de plata, pero nunca lo hicimos.
También nos unía la actividad política, pertenecíamos a una generación que era muy política y no sentíamos que nuestro interés estuviera divorciado de la literatura. Hacíamos las dos cosas, participábamos en política y escribíamos. Yo por esos años estaba escribiendo un libro de relatos, Historias imaginadas de la Argentina. Y no nos importaba tanto la teoría. Nosotros hacíamos política, literatura y nos enamorábamos mucho. Éramos muy apasionados, siempre andábamos enamorados, cambiando de casa, llevando los libros de un lado para el otro. Y éramos todos muy trabajadores, escribíamos mucho, teníamos una buena producción. Haroldo; Paquito Urondo; Humberto Constantini, que en la época más dura y más difícil de la dictadura fue muy amigo de Haroldo; David Viñas, que era el emergente más intelectual, más teórico, porque además de escribir novelas escribía también ensayos; Rodolfo Walsh, que luego pasaría de la narrativa a lo que Ángel Rama llamó la novela de los pobres, es decir el documento histórico, político, periodístico, llevado a la literatura; Miguel Ángel Bustos; Roberto Santoro. Esa generación tenía un tono vital. Y aunque por supuesto algunos teníamos más afinidad con unos que con otros, no existía en ningún caso la rivalidad pequeña. Hay momentos en que la historia se hace mezquina y otros en los que se exalta. Nosotros vivimos momentos de exaltación, que tenía que ver también con lo que ocurría políticamente.
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Conti y su pasión por la escritura.
A fines de 1975, el director de cine Sergio Renán leyó la novela Alrededor de la jaula y quedó impactado porque, además de que le veía muchas posibilidades de filmarla, la encontraba bellamente escrita, lo conmovió cómo el autor lograba transmitir la emoción. Pero fue un calvario ubicarlo, nadie le daba su teléfono ni su dirección hasta que se dio cuenta de que probablemente el autor se estuviera ocultando. Por fin alguien le dio su dirección y Renán fue a verlo a su casa de Fitz Roy. Lo atendió Marta, le abrió la puerta nerviosa pero se tranquilizó cuando lo reconoció a Renán. Es después de la primera conversación que el director fue a ver a la escritora Aída Bortnik para escribir juntos el guión.
Aída Bortnik decía que ella no había leído la novela de Haroldo, Alrededor de la jaula. Cuando Sergio Renán vino a mi casa, yo lloraba mientras él me la contaba. Me dijo: “La verdad que se lo ofrecí a otros guionistas, pero cuando hablé con Conti, él me dijo, te doy los derechos si el guión lo hace Aída Bortnik”. No nos conocíamos. Yo no le creí. Haroldo Conti vino a mi casa y me lo dijo él, en mi cara. Yo estaba tan a punto de enamorarme de él ese mismísimo día que en un momento dado me dijo: “No, cuidado, eh, porque con esta misma novela me levanté a mi actual esposa”. Era un hombre grande con pinta de marinero. Delicioso. Le había gustado tanto La Tregua que por eso quería que lo hiciera yo. Cuando lo escribí y se lo mostré, lo leyó en casa. A los veinte minutos salió de donde estaba, era un departamento chico pero largo, atravesó todo el pasillo, vino hasta donde yo estaba, me dio un abrazo que me levantó del suelo y me besaba la cabeza. Y se fue de vuelta a terminar de leer. Yo me quedé sentada en mis sillones de mimbre temblando de la emoción. Era un hombre maravilloso. Dos o tres días después nos volvimos a ver. Yo había quedado en agregar una cosa al final que él me sugirió, un ruido de cadenas, aunque no hubiera cadenas en el momento en que subían al animal y lo encerraban en su jaula. Y yo lo hice y lo llevé para que lo viera. Él estaba almorzando en la fonda de la esquina con su familia. Salió cuando me vio en el auto y yo bajé y se lo di, lo leyó. Nos volvimos a abrazar y me fui. Al día siguiente lo secuestraron."
Esa fonda se llamaba Difein, afirma un vecino de Haroldo que sigue viviendo en la misma casa desde 1969 hasta hoy. Estuvo abierta durante muchos años, dice, todavía tiene el cartel con el nombre; está cruzando Córdoba, justo en la esquina con Fitz Roy. Yo sigo viviendo en la misma casa desde febrero de 1969; estoy a una cuadra de la casa de donde se lo llevaron a Haroldo, y a menos de treinta metros de donde estaba la comisaría. Durante la dictadura los montoneros pusieron una bomba en un terreno baldío que estaba sobre la misma calle que la comisaría, Loyola entre Fitz Roy y Humbold; en esa época, ese tramo todavía no estaba pavimentado. Era un terreno grande, que se usaba los fines de semana para jugar al fútbol. No hubo muertos, por suerte, pero a partir de ese momento no se podía pasar por delante de la comisaría, cortaron la calle Loyola entre las calles Fitz Roy y Bonpland. Los que vivíamos en ese tramo que había quedado cerrado, cuando volvíamos a nuestras casas en auto, teníamos que hacer luces en la esquina para avisar, y esperar a que viniera un consigna, nos revisara el interior del auto y el baúl, y si nos autorizaba, recién ahí podíamos seguir hacia nuestras casas. Un tiempo después, los montoneros enviaron una carta a los vecinos disculpándose con nosotros por las molestias. Yo nunca vi la carta, pero varios de mis vecinos la leyeron.
Mi madre se levantaba muy temprano para ir a la panadería que estaba acá cerca y que era muy buena, todo el barrio compraba ahí. Tenía que pasar caminando por la vereda de la comisaría. Al lado de la entrada había un portón grande pero no se usaba, estaba siempre cerrado. Muchas veces mi madre me comentaba que cuando pasaba veía huellas de ruedas sobre la entrada.
-Qué raro -me decía ella siempre-, durante el día nunca se ve movimiento ahí, siempre está el portón cerrado. Tiene que ser que lo abren sólo de noche.
Muchas veces cuando yo pasaba caminando por Fitz Roy por la vereda de la casa de Haroldo, la ventana que daba a Fitz Roy estaba abierta de par en par. Solía estar con chicos adolescentes, después supe que eran los hijos de su primer matrimonio. Me llamaba la atención la pared porque tenía un ángel colgado, que en realidad era un mascarón de proa. Yo nunca conversé con Haroldo, pero cerca de su casa, casa por medio de la suya, vivía un matrimonio que lo trataron. Ella trabajaba en el taller de confección de ropa de mujer que tenía yo por ese entonces. Era la encargada de emprolijar la ropa, cortaba las hilachas, hacía dobladillos. El marido hacía trabajos de plomería. Una vez Haroldo fue a consultarlo por un trabajo menor. Tenía que limpiar los desagües. Se habían juntado hojas en esas canaletas y el agua no corría. El hombre fue a la casa de Haroldo, estuvo un par de días trabajando en los desagotes. Tal vez haya hecho algún trabajo más.
Al día siguiente del secuestro, dice el vecino de Haroldo, cuando vino la mujer al taller para hacer su trabajo, me contó que la puerta no estaba reventada ni rota, que ni siquiera estaba forzada la cerradura. Sí habían roto la puertita de la cabina del gas. Después de aquella noche, algunos vecinos tenían versiones diferentes sobre lo que había pasado, pero ninguna se comprobó nunca.
Ángela Pradelli
Escritora y profesora de Letras. Ejerció la docencia en escuelas secundarias y fue coordinadora del Plan Nacional de Lectura en la Región de la Provincia de Buenos Aires. Colaboró en diferentes medios periodísticos nacionales y escribió también notas para el periódico La Liberté, de Fribourg, Suiza y la Jornada semanal, de México. Es fundadora, coordinadora y editora junto con Alejandra Correa del Proyecto Social y Colectivo ¿Por qué llora esa mujer? Testimonios de mujeres víctimas de violencia. Publicó, entre otros trabajos, Las cosas ocultas (1996); Amigas mías (2002); Turdera (2003), El lugar del padre (2004), Libro de lectura: Crónicas de una docente argentina (2006); Combi (2008); Un día entero (2008); La Biblia: Según Veinticinco Escritores Argentinos (2009): La búsqueda del lenguaje (2011); El sentido de la lectura (2013); En mi nombre : historias de identidades restituidas (2014); El sol detrás del limonero (2016); La respiración violenta del mundo (2018) y Dos soldados (2022).
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