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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

12/08/2024

A 50 años de la muerte de Raúl González Tuñón

El vino del invierno

Celebrar a González Tuñón es merodear el mundo, su vida y su obra, que son una completa aventura de humanidad. Rescatamos hoy la experiencia de una de sus crónicas periodísticas del Diario Crítica, en la que se propone visibilizar la pobreza de Villa Desocupación, el barrio que creció de modo virulento, en tiempos de la depresión.

Raúl González Tuñón nació en 1905 en Buenos Aires en el barrio de Once. Vivió en una casa de la calle Saavedra en la que habitaban sus padres, sus abuelos maternos y seis hermanos. De su abuelo paterno, heredó su afición a los viajes: Don Estanislao González, de profesión imaginero, tallaba cristos y vírgenes, al tiempo que bebía y bebía. Cierto día, le dijo “hasta luego” a la abuela Ramona, su mujer, y se fue a recorrer los caminos de España. Regresó a los seis años. Raúl no conoció a su abuelo, su imagen se forjó por los relatos de su padre, y entonces construyó a partir de allí a su “Juancito Caminador”. Su otro abuelo, Manuel Tuñón, lo llevaba al almacén donde bebían ajenjo, y cada domingo lo invitaba al puerto a comer pescaditos fritos. Raúl nombraba a sus abuelos, el Imaginero y el poeta social, y le otorgaba a esa influencia un peso determinante en su camino de escritor.

Manuel, su tío Adolfo Tuñón y su padre, defendían las ideas socialistas, participaban de los mitines y huelgas que se expresaban en la Plaza Once, a pocas cuadras de la casa de los González Tuñón. Eran los tiempos en que la plaza tenía una abultada frondosidad que les permitía a los militantes ocultarse de la policía brava. Raúl defendía la idea de que la desforestaron para emplazar el horrible monumento a Rivadavia con la intención de poder evitar el camuflaje de los obreros cuando la montada entraba para apresarlos.

Raúl González Tuñón. Foto publicada en Revista Mundo Ilustrado, Río de Janeiro, Brasil, 1931. Fuente: El hombre de la rosa blindada de Pedro Orgambide. Editorial Ameghino. 1998.

La infancia y primera adolescencia de Raúl tuvieron lo que hacía falta: cuidados, pucheros de los de antes “con de todo” y la bota de vino del abuelo Manuel. No había de qué quejarse. Sin embargo, conoció el dolor profundo a los siete años cuando murió su madre. Este suceso lo lleva a vivir un tiempo con su tía Luisa Tuñón. Su tercer grado lo cursa en Morón, y es a partir de un bello ejercicio que su maestra propone que Raúl se encuentra con la poesía. La idea de la actividad era pasar a prosa una copla que la maestra había escrito en el pizarrón. Una vez concluido el ejercicio, el niño Raúl le propone a la maestra que escriba una prosa y que entonces luego hicieran con eso una copla. La maestra advertida de su talento, se lo comenta a Tita, la mayor de los González Tuñón, y es aquí cuando Raúl comienza a leer ávidamente y a reconocer que la escritura sería su norte. Esta pasión la comparte con Enrique, su hermano y cómplice.

A los trece años ingresa en el Colegio Nacional de Buenos Aires, y a pesar del deseo de su padre de ver a todos sus hijos universitarios, Raúl y Enrique deciden desafiar esa premisa familiar y se dedican a escribir. La decepción paterna se disuelve cuando ambos ganan el Premio Municipal, en el que también recibe honores Jorge Luis Borges.

Vendrán luego las noches. Recorridas por los bares del Paseo de Julio, de los boliches del Riachuelo, y el café  La puñalada donde conoce a Conrado Nalé Roxlo, quien halaga su “Sinfonía en blanco negro” y lo alienta a seguir escribiendo. Un joven González Tuñón había leído una frase de Sir Roger Bacon que fue sostén y nervadura de su vida personal y profesional: “Contempla el mundo”. Otra vez, el Imaginero y el poeta social, así es que Raúl inicia su vida de viajes por Argentina y Europa. Al tiempo que edita libros y gana premios, despliega su habilidad de cronista, y en 1925 ingresa en el vespertino Crítica que dirige Natalio Botana. Esa primera camada tenía en sus filas a Conrado Nalé Roxlo, Enrique González Tuñón, Sixto Pondal Ríos, Carlos de la Púa, y un poco después a Roberto Arlt. Botana lo había definido a Raúl como “un pájaro que siempre debía estar afuera”, así que, a partir de ese momento, fue el cronista que salía de la redacción para contar la ciudad, el país y el mundo.  

Dentro de sus crónicas de ciudad, se encuentra “Vidas Truncas”, una serie de notas que mostraban el lado B de Buenos Aires, con la intención de visibilizar una realidad que a nadie parecía preocuparle, excepto a quienes la padecían.
Raúl González Tuñón cuenta así cómo se forjó esta nota tan relevante en su carrera:

“Esta crónica es prueba del sentido auténticamente popular de nuestro trabajo y la rica experiencia que íbamos acumulando todos. Se produjo cuando Villa Desocupación, la primera villa de emergencia de la ciudad, ese largo barrio costero improvisado que iba desde el puerto nuevo, donde vivía el grupo mayor, hasta Canning, estaba en su trágico apogeo con sus viviendas de latones y arpilleras y agujeros en la tierra. Albergaba un dramático y diverso mundillo, obreros, empleados, obreros especializados, de nuestro interior y la propia capital y de diversas partes del mundo; estos últimos eran mayoría. Como algunos cronistas se habían burlado de esos desocupados forzosos, incluso llegaron a considerarlos simples vagos, y Pepe Arias los ridiculizaba en un monólogo cruel, no querían visitantes extraños a su medio.  A mí me encargaron un amplio reportaje, aconsejándome que fuera allá en zapatillas, mal vestido, sin afeitar, como un desocupado más. Así pude transitar libremente por el vasto y tortuoso campamento de Puerto Nuevo donde habitaban el hambre, la incertidumbre, la desesperación, no faltando a veces las pinceladas risueñas o nostálgicas, el rasgo del ingenio.  

Villa Desocupación. 1933. Fuente: AGN.

Trabé relaciones en determinado sector llamado “el sector de Yure". Este checoeslovaco, metalúrgico en nuestro país, pero que había sido maestro de escuela en su patria, era el jefe virtual del grupo. Hablaba bastante bien nuestro idioma. Por él supe que la mayoría de ellos habían sido engañados por malos sujetos, supuestos agencieros de colocaciones.  Yure, apellidado Bertozeck, era muy politizado, con gran sentido de organización. Varias veces había impedido que sus compañeros cayeran en la trampa de las provocaciones, pues había quienes trataban de justificar las ocasionales razzias, la persecución, maniobras a las cuales no eran ajenos esos agencieros, que se sentían amenazados por los que ellos habían estafado. Y en el sector de Yure conocí, entre otros, a Juan Ernesto Argüello, un pequeño colono de 44 años a quien habían despojado de su tierra en Santa Fe; a Basilio Milenko, polaco, de 39 años, pintor de barcos; a Esteban Radesich, yugoeslavo de 24 años, técnico mecánico, un rubio que parecía mucho menor, casi un adolescente.  Al campesino Argüello apenas lo vi ese día, pues al siguiente, alguien había hecho circular una hoja de Papel (no me explico cómo vino a dar a esa isla humana, aislada de la ciudad, como por un cordón sanitario, a ese barrio maldito de casuchas que eran más míseras que las tolderías de nuestros antiguos indios, y no mucho más grandes que las perreras), donde se invitaba a los desocupados a acudir a la calle Canning, a determinada altura.  Iban a seleccionar hombres para trabajos de campo. Algunos desconfiaban, se preguntaban: ¿otra maniobra, otra provocación? Varios se decidieron y entre ellos figuraba Argüello. Echaron a andar hacia Canning, por donde descendieron deteniéndose más tarde en la esquina indicada. No había nadie allí. Hubo protestas ante la nueva burla. Iban a retirarse cuando llegó la policía. Fueron detenidos por desorden, por pretender realizar un mitin. Juan Ernesto Argüello pudo zafarse. Corrió, corrió. Desesperado, sintiendo el mordisco del hambre, se detuvo ante el primer almacén. El almacenero estaba conversando con alguien, el fugitivo, aprovechando la oportunidad, ya tenía un queso al alcance de la mano cuando Oyó el grito: "Ladrón".  Y lamentando el fracaso de su primer hurto, el campesino corría hacia los baldíos, advirtiendo de pronto que alguien le seguía: era el almacenero. Estaba frente a una casa en construcción y atinó a recoger del suelo un pesado hierro. Ya eran dos los perseguidores.  Debió descargar el hierro sobre la cabeza del primero; el otro se hizo humo. Echando luego a correr nuevamente, Argüello fue a ocultarse a los agujeros hechos en tierra de los baldíos, no ya por los perros sino por los hombres.  De allí lo sacaron. El tipo golpeado no murió. Pero Juan Ernesto Arguello, campesino despojado, fue a parar a la cárcel, una manera de morir. Nunca más se sale de la cárcel, de esa cárcel que marca a los hombres y fabrica el odio y la muerte.  

Crisis del 30. Desocupados Puerto Villa Desocupación en Retiro. Fuente: Wikimedia Commons.

El segundo en desertar del sector de Yure fue Basilio Milenko, ex pintor de barcos, el cual me había contado su aventura, su viaje al país de la esperanza. Tenía tatuado en el brazo izquierdo un nombre de mujer. Luego supe por Yure que Basilio no andaba bien de la cabeza; de pronto reía ruidosamente y al rato caía en un lamentable estado depresivo. Yure lo cuidaba, lo mismo que al joven yugoeslavo. Les traía lo poco que encontraba, lo poco que podía conseguir, el tachito de comida. Yo recordé a Máximo Gorki, cuando a su llegada a Nueva York, antes de 1917, al ver a un vagabundo disputando a un perro la escudilla de comida, exclamó: "También en América".  No tenemos nada contra los perros -me dijo Yure sonriendo- al contrario, los sin dueño, los atorrantes, nos quieren, nos buscan, los queremos, se parecen a nosotros. Tampoco tenemos nada contra los perros de raza de los ricos, pero nos fastidian esos tipos que sostienen los lujosos Kennel Clubs, a cuyas puertas el carro de la basura recoge a diario la comida que sobra.  Yo pensé en la Oración del Perro, de cierto Kennel Club y en que podía haber también una Oración del Tachito de Comida. Yure traía comida para sus camaradas, lo que podía. El joven Esteban Radesich lo miraba con ojos agradecidos, con esos ojos claros en cuyo fondo se dibujaba la calle de la adolescencia, y Basilio Milenko reía con una risa que no era la risa. Si, podría haber una Oración del Tachito de Comida. Por eso escribí:

Camarada, este es el tachito que he conseguido para mi comida, para esa especie de sopa. Antes tenía otro valor funcional y ahora es el Blagdaross de los blag-Tachitos. ¿Se acuerdan de Blagdaross, el caballito de juguete caído en el baldío, el del hermoso cuento de Lord Dunsany? A veces alguien que va a llenar la escudilla de él se compadece de nosotros y nos pone cualquier cosa en el tachito. Yo te lo doy, camarada, porque padecés hambres, porque estás enfermo como un perro sin dueño. Voy a sentarme en una piedra y tal vez a morirme de hambre. No te olvidarás de mí, conservarás el tachito. Cuando los desocupados se organicen, luchen y salgan por lo menos de este gigantesco agujero, lo pondrás en mi tumba como un florero. Tomá este tachito, es tuyo. Es un buen tachito, Señor Tachito: "qué bueno es usted.  

También puede haber una Oración del Albergue de Desocupados, levantado con latones oxidados y maderas podridas, yuyos, ladrillos rotos, papeles de diarios.

Yure había hablado con muchos desocupados y había aprendido bastante acerca de la vida, de los hombres y de los sueños de los hombres. Esperaba y confiaba. Mientras tanto Basilio Milenko reía y Esteban Radesich nos decía que cuando se asomaba al río, por sobre el parapeto, veía reflejada en el fondo la aldea natal. 

Villa Desocupación. 1933. Fuente: AGN.

Pero aquella mañana de enero el hombre del tatuaje, el pintor de barcos, se había hecho otro tatuaje en la muñeca, pero izquierda, con el filo del tachito de comida y estaba desangrándose y riendo todavía cuando Yure y otro compañero lo auxiliaron. Trataron de detener la sangre con un trapo, hasta que llegaron los de la Asistencia Pública. Yure fue a preguntar por su amigo Basilio: ya no estaba en la Asistencia Pública, ni en la cárcel, ni en el cementerio, estaba en el Hospicio. Es otra manera de morir. Y las aguas del Río de la Plata seguían corriendo, turbulentas, leonadas, bajo el terrible verano porteño, y Esteban Radesich, 24  años, técnico mecánico, seguía viendo reflejada en el fondo la aldea, Huclevie, según nos dijo que se llamaba. Cuando, en mi última visita al campamento supe lo que había ocurrido, imaginé sus últimos momentos: ha pasado algún tiempo desde que el muchacho llegara al campamento, muchos han desertado ya; se trasladaron más arriba, más lejos de la usina eléctrica. El tren pasa cerca de allí, en el sector de Yure. El río crece; a veces el agua viene a lamer los latones y los troncos, los yuyos y las piedras. Pronto comenzará el otoño, el poético otoño y en Huclevie la primavera. Ya se han cansado de pinchar los globos blancos de la nieve; ya se han cansado de abrir las bolsas del viento con su carga de correspondencia para las veletas, los albatros, los barcos náufragos y las islas perdidas.  El humo empezará a salir con menos frecuencia de las chimeneas.  Los ruidos del bosque están allí, a las puertas de la aldea. Los familiares, los amigos, lo habrán olvidado, pero Esteban no los ha olvidado.  Sus zapatos ya no dan más, sus pantalones están desgarrados, su chaqueta sucia y agujereada, su cara lampiña también sucia.  Los ojos le duelen. Ahora piensa constantemente en su pueblo.  Un río lo cruza y la plaza se mira en el río. Aquí también hay un río, pero no se ve la otra orilla y hace días que Esteban contempla desde el paredón, en el fondo, sumergida, la aldea suya tan lejana. Mira hacia abajo y ve primero marcas aceitosas, tablones, corchos, botellas vacías sin mensajes, flotando, astillas, papeles, residuos. Las gaviotas planean sobre la orilla y se van, las fraternales gaviotas se van detrás de los barcos, se van detrás de los marineros, las prostitutas, las nubes, las luces fugaces, y él está aquí y él no podrá irse a ninguna parte. Va nuevamente hacia el río, se asoma, le hacen señas abajo, en el agua, no, él no está loco, pero le hacen señas y él ve a su novia con un vestido blanco, con un sombrero rojo y a su hermano con una caña de pescar. Más abajo está la casa, la iglesia, el diploma de la escuela, las canciones, todo el pasado, casamientos, entierros, los sueños.  

Esteban piensa. ¿Morirá como un endemoniado, mordiendo, echando espuma por la boca, como Basilio? ¿Descargará un golpe feroz sobre la cabeza de alguien como Juan Ernesto? Otra vez vuelve a asomarse, agita una mano, está inclinado en el parapeto, los codos sobre la piedra pulida del agua de las crecientes. En todas partes está la noche. Oye cómo se arrastran los desocupados a cien metros de allí. Ve hacia el norte como el río se pierde en el País de la bruma y hacia el sur las luces de los barcos. Con medio cuerpo fuera del muro de piedra se siente arrastrado cada vez más por una fuerza que no es la suya, atraído por los sueños que dejó partir de Huclevie. Cuatro metros más abajo corre el agua espesa y turbia del Río de la Plata. Luego todo se borra, luego aparece otra vez la aldea sumergida, luego todo se borra. Luego aparece otra vez la aldea sumergida y entonces Esteban se arroja al río atraído por la visión. Las aguas se agitan, lo devoran, un pequeño remolino. Sube a la superficie y vuelve a hundirse. Sube nuevamente y vuelve a hundirse y ya no sube más.  

Con esos materiales realizamos una crónica densa, palpitante, que sobre todo por la popularidad del diario tuvo algo de impacto. Volví al sector de Yure, cada vez más raleado y no tuve problemas cuando les revelé mi verdadera personalidad. Una idea lanzada por Yure y otros había atravesado el campamento, Villa Desocupación, bautizada por nosotros La Ciudad del Hambre, marchar sobre el centro de Buenos Aires, dar un fuerte golpe a las puertas del Gobierno, despertando a los dormidos, sacudiendo los indiferentes, al "No te metás". La Marcha del Hambre.  

Y Buenos Aires despertó un día a los gritos de "Pan, trabajo, tierra, libertad"… Fue una jornada ejemplar de unidad, de lucha, un aldabonazo, sí, dado a las puertas de la Casa Rosada, aunque los manifestantes no pudieron llegar hasta allá: en determinado momento, les impidieron avanzar. Pero aun así la marcha tuvo algo de victoria. Poderosas corrientes de solidaridad, hombres, mujeres, organizaciones, llegaron al campamento de desocupados con su ayuda. Posteriormente esa solidaridad se fue concretando; muchos lograron trabajo, y este hecho, además de las razzias ocasionales, cierto cambio de condiciones, fueron raleando cada vez más las filas de los habitantes de la villa, hasta que ésta desapareció. ¿Quién iba a suponer que años más tarde el cinturón de la orgullosa Buenos Aires iba a poblarse de decenas de villas de emergencia?”  

Raúl González Tuñón en 1974, poco antes de fallecer. Fuente: cultura.gob.ar

La desocupación en Argentina se incrementó radicalmente y fue medida por primera vez en el Censo Nacional de 1932, que registró 87.223 desempleados en la ciudad de Buenos Aires sobre un total de 333.997 personas sin trabajo en todo el país. 
Hay tantos mundos posibles, y nuestro poeta se propuso recorrerlos todos, como su abuelo Estanislao, fue también un Juancito Caminador, descubriendo refugios y soledades; como su abuelo Manuel, comprometió su arte doliéndole la carencia ajena. Bebió vino de aquella bota asturiana, y lo bebió también en el fondín del Puchero Misterioso, bautizado así por Nalé Roxlo, porque de un buraco en la pared, aparecían unas manos que entregaban el plato con la delicia, y no se veía nada más que eso. Allí iba a comer la barra de Crítica, la misma que defendió la tarea de llevar adelante un periodismo popular, la misma que vio como Jorge Mitre y el gobierno reaccionario de José Félix Uriburu urdieron la muerte de su diario.

Villa amargura

Villas, villas miseria, increíbles y oscuras,
donde sopló el olvido sobre la última lámpara.
Villa Jardín, Villa Cartón, Villa Basura,
de calles que trazaron los azares del hambre,
la súbita marea de los desposeídos
y los desocupados forzosos; los ilusos
del patético éxodo de provincias lejanas,
que avergüenza la frente pálida de la patria.
Barrios de un Buenos Aires ignorado en la guía
para el turismo; barrios sin árboles, de ahumados
horizontes sin agua, sin ayer, sin ventana.
Atroces ciudadelas sucias y derramadas,
de viviendas como hongos; latones, bolsas, zanjas
hundidas por las lluvias, mordidas por los vientos.
Barrios de soles turbios y lunas oxidadas,
de noches enemigas y de hoscas madrugadas,
y la insólita fuga de los perros sedientos.
Villa Jardín es un nombre que suena
con un largo sonido de impiadosa ironía.
Un nombre que golpea como un aldabonazo
en el límite mismo de la ciudad gigante.
Una oficial y fría indiferencia
puso cercos de yuyos a su triste abandono.
Y aquel aldabonazo
debería sonar en la conciencia
de los que han olvidado que Jesús era pobre
y de insolentes lujos abruman sus iglesias;
de los que se levantan sobre la espalda de otros.
Y el Jesús que hoy invocan decía que su reino
(donde no existirían ricos ni desalojos,
ni pobres, ni prejuicios de raza, ni linchados,
ni la peste y la guerra)
«vendrá cuando los hombres vuelvan a andar desnudos,
y no sientan vergüenza»…
Villa Jardín, un breve nombre
que oculta una miseria vasta.
Villas que habitan densas familias, el llamado
bajo fondo social, que no es la resaca,
y que mantiene intactos su decoro y su fe,
el altivo rencor dentro del pecho
y la esperanza.
Raúl González Tuñón, A la sombra de los barrios amados, 1957

Fuentes:
* Conversaciones con Raúl González Tuñón – Horacio Salas – Grupo Editorial Sur
*Anales del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas. Mario J. Buschiazzo
* Reconstrucción y análisis sobre la primera “villa” de Buenos Aires (1932-1935)
Valeria Snitcofsky

Gabriela Elena

Licenciada en Actuación del Departamento de Artes Dramáticas de la UNA (Universidad Nacional de las Artes de Buenos Aires). Es música, cantante, autora y compositora. Escribe guiones de TV, y trabaja en el área de Estudios de memoria y Proyectos Culturales del C.C de la Memoria Haroldo Conti.

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