19/05/2020
Violencia, cárceles y género en los años sesenta y setenta
Por Débora D´Antonio
La cárcel en la Argentina atravesó procesos de transformación desde la ortopedia para la rehabilitación hasta conformar un sistema de violencia legal e ilegal de sometimiento. Las experiencias individuales de las mujeres en las décadas de 1960 y 1970 dan cuenta de la interrelación de los discursos instituidos desde el afuera y sus consecuencias en las prácticas internas en estas instituciones totales.
En 1966 se instauró la primera dictadura institucional de las Fuerzas Armadas inspirada en la Doctrina de Seguridad Nacional. La misma conculcó una serie de derechos individuales, políticos y sociales a la población y consolidó una legalidad jurídica cada vez más gravosa. Trazó al mismo tiempo una línea persecutoria sostenida hacia la protesta obrera y estudiantil, las organizaciones de la izquierda y el peronismo revolucionario y, en particular, hacia los grupos político-armados.
El sistema penitenciario que le había otorgado un lugar destacado en su agenda a la represión de la oposición política, redobló su rol desde fines de la década de 1960, en el marco de la creciente institucionalización de la violencia por parte del Estado. Fue allí que la prisión comenzó a formar parte de un sistema represivo cada vez más centralizado donde la violencia jugó un rol fundamental en las transformaciones carcelarias. No se trata de pensar un pasado idílico, pero hasta ese momento las unidades penitenciarias habían funcionado con un criterio ortopédico que tenía por objetivo devolver a la persona detenida a la sociedad; empero, a partir de esta compleja coyuntura, el Estado ya no dispuso de un espacio para la rehabilitación y reforma de las personas caracterizadas como subversivas.
El proceso de transformación del sistema penitenciario se mantuvo en estrecha relación con la estrategia represiva del Estado a un nivel más integral congruente con el ideario de persecución al enemigo interno esgrimido durante la Guerra Fría. En primer lugar, este implicaba que las fuerzas armadas colocaran a las otras fuerzas de seguridad, entre ellas al servicio penitenciario, bajo su control. Ello definió la homogeneización ideológica de su personal y la creación, por ejemplo, de un servicio de inteligencia propio. En segundo lugar, se ampliaron o construyeron nuevos establecimientos, y se llevó a cabo una especialización de las unidades penitenciarias volcadas al manejo del delito político. En tercer lugar, se definieron una serie de procedimientos y reglamentos que provocaron un deterioro paulatino de la calidad de vida en el encierro. De modo que la puesta en valor del sistema, lo que la propia elite penitenciaria definió como modernización, no sólo no aparejó el decrecimiento de la violencia represiva del Estado, sino que, por el contrario, ésta se profundizó al calor del ascenso del conflicto social.
De modo que cuando los militares volvieron a controlar nuevamente al Poder Ejecutivo Nacional en 1976, con lo que se conoce como la dictadura más sangrienta de la historia argentina, los resortes e instrumentos coercitivos del aparato penitenciario, tenían al menos ya una década de desarrollo.
Una vez concluida esta etapa, desde mediados de los años ochenta y al menos hasta hace una década atrás, los sentidos producidos por la opinión pública, las causas judiciales y las memorias de los protagonistas se concentraron, primeramente, en buena medida y no sin razón, en los aspectos clandestinos e invisibles de la represión estatal, sobre todo por las consecuencias sociales que estos provocaron. Una, no obstante, que llevó a soslayar el carácter complejo con que el Estado articuló los distintos niveles de violencia legal e ilegal, por ejemplo, como los que tuvieron lugar entre las cárceles y los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio. A la vez reforzó en la historiografía una mirada de carácter excepcionalista de esta experiencia histórica, aparejando una valoración especial de las rupturas por sobre las continuidades y de las anomalías por sobre las regularidades.
Centrar el análisis en instituciones históricas de largo plazo como las cárceles del sistema penitenciario permite, en tal caso, evaluar en mejor grado este aspecto. Si bien es cierto que la violencia en las cárceles tuvo límites más precisos que la que se ejercía en los centros clandestinos de detención, la violencia estatal —fuera legal o ilegal, visible u oculta— estuvo anudada a un proceso político unificado que no debe analizarse fragmentariamente. Mi lectura sobre este proceso histórico sugiere que esta tensión entre lo que se ocultaba y lo que se visibilizaba se constituyó en el modo de funcionamiento que el mismo Estado alentó y que se tornó piedra angular de su legitimidad en los años más violentos. La prisión política se articuló con otros aspectos más invisibles del funcionamiento represivo dando lugar a una dinámica particular en torno a lo que el régimen militar deseaba ocultar o anhelaba mostrar. Las cárceles y las personas presas por razones políticas fueron la cara pública y manifiesta de la represión y fue lo que le permitió al Estado encubrir, por un buen período de tiempo, el funcionamiento de los más de 600 centros clandestinos de detención y la existencia de cientos de miles de personas desaparecidas.
Asimismo, merece ser señalado que lo que se mostraba de la prisión legal y se desplegó como negación de lo que se ocultaba del encierro y de la represión clandestina, tuvo un correlato con la cuestión de género. O, mejor dicho, el juego de visibilización e invisibilización con el que se estructuró la represión estatal muestra congruencias con las formas de visibilización e invisibilización de género que operó en la represión hacia las mujeres y varones presos políticos. Si el encierro femenino, tal como lo han señalado numerosas memorias de las presas políticas, fue el que privilegiadamente ocupó el rol más ostensible al centralizarse en la cárcel de Villa Devoto, una unidad penitenciaria de un barrio de sectores medios de la ciudad de Buenos Aires; el encierro de varones, por su parte, sufrió un mayor ocultamiento al ser estos ser alojados en cárceles retiradas como la de Rawson en la Patagonia o la de Resistencia, en la frontera con el Brasil y el Paraguay y movilizados de un penal a otro con el objetivo de obstruir los lazos de sociabilidad.
También la visibilización de la prisión femenina y la invisibilización del encarcelamiento masculino se constituyó en relación opuesta a los roles de género que el régimen promovía en sus discursos públicos, induciendo al confinamiento doméstico a las mujeres y a la arena pública a los varones. Se subvirtió en tal sentido el orden de género y sexual en los espacios de encierro ocultos a los ojos de la sociedad yendo contra la propia prédica restauracionista castrense en torno a las tradicionales normas sexuales. De modo que la veneración que se practicaba en el discurso público hacia las madres, por ejemplo, se oponía por el vértice al trato otorgado a las militantes, a las que convertían primero en desaparecidas y luego secuestraban a sus bebés recién nacidos. Algo similar les sucedió a las presas políticas cuando el servicio penitenciario utilizó los mecanismos institucionales para interferir el desarrollo del vínculo con los menores. Paradójicamente se colocaba en una cárcel visible a las prisioneras políticas que a la vez eran catalogadas como subjetividades femeninas abyectas por haber abandonado sus “destinos” de género. Atribuciones que daban por sentado que no eran capaces de ser seres politizados por estar ellas, al mejor estilo integrista, inclinadas “naturalmente” al orden de la domesticidad. Es por tal motivo que para los penitenciarios las prisioneras políticas fueron siempre más locas que figuras realmente peligrosas.
La concentración de presas políticas en el penal de Villa Devoto puso en juego, además, la masculinidad del régimen mismo, pues éste las “exponía” exhibiendo a la vez, lo que ellos mismos caracterizaban como con ciertas “indulgencias”, por ejemplo, contar con agua caliente o una mejor alimentación. Una performance masculina que a la vez era utilizada para imponer la feminización de los cuerpos de varones sometidos a los rituales de las torturas. Y, tal como lo han mostrado diversas teorías feministas, las víctimas del encierro, aunque se enclavasen en cuerpos masculinos, devenían mujeres en términos de estructuración del poder. Pensar la condición de género y sexual fue además un modo clave del ultraje que tuvo como objetivo redoblar los efectos deshumanizantes, despersonalizantes y destructivos de la estrategia represiva. Una forma de quitarle a las personas prisioneras políticas su condición de adversarias para dejarlas en posición de víctimas y, en tal forma, ahondar en su desubjetivación. La articulación de género y sexual en el campo de fuerzas entre el Estado y las personas apresadas por razones políticas muestra que la violencia además de exhibir sus aspectos visibles y disimular los ocultos revela cómo el género reaparece para reafirmar el poder represivo, a la vez que se convierte en un prisma para aprehender distintas formas de la violencia. Naturalmente, aunque no se pueda, por razones de espacio analizar en este artículo, los cuerpos de las y los prisioneros se convirtieron en clave de reinterpretación de las diversas formas de las resistencias.
En síntesis, la etapa que se abre a mediados de los años setenta, y por casi dos décadas, debe ser concebida como una unidad histórica en la que los conflictos son procesados desde y por el Estado de un modo cada vez más autoritario y violento. Esta perspectiva contribuye a no perder de vista la potencia de esta construcción preexistente a la hora de examinar lo específico y lo continuo de la represión ejercitada por el último gobierno militar. Asimismo, la cuestión de género pone de manifiesto su carácter crucial a la hora de examinar lo sucedido en la prisión política. Si bien la relación entre la invisibilización y la visibilización de la lógica represiva, como ya se dijo, no es equivalente a la lógica del sistema sexo–género, ambas se ven delimitadas por marcos similares y se entrelazan de manera inextricable, a punto tal que, la invisibilización de las cuestiones de género obtura en el análisis la posibilidad de examinar la relación entre lo visible y lo invisible en el vínculo que tiene lugar entre el Estado, la violencia y la sociedad civil.
* La autora es historiadora (UBA) e investigadora del CONICET. Ha escrito el libro La prisión en los años setenta: Historia, género y política (Biblos, 2016).
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