07/05/2016
Juicios de Lesa Humanidad
Las banderas que no pueden caer
Por Gabriela Sosti
En diciembre de 2014, la justicia condenó a prisión perpetua a cuatro represores por los crímenes cometidos en el ex centro clandestino "El Vesubio", donde padecieron y perecieron Héctor Oesterheld, Haroldo Conti y Raymundo Gleyzer, todos trabajadores de nuestra cultura. La fiscal de la causa escribe este texto para la Haroldo en el que recuerda el alegato que pronunció durante aquellas jornadas y llama a repoblar los juicios: "Porque dolió la patria y aún sigue doliendo, las salas tienen que estar llenas".
La memoria es un arma filosa, horadante. Fortalece a los pueblos que le tributan. Empuñar esa arma, tensar ese musculo, nos hace ser quienes somos; nos hará ser quienes queremos ser.
Esa es la enorme potencia de la historia. Y esa, precisamente esa, es la enorme potencia de los juicios de lesa humanidad.
Los juicios no tienen como único designio condenar a los abominables empleaditos de aquel estado asesino. Eso es apenas un registro, fundamental, es cierto, pero apenas uno.
Los juicios tienen la capacidad de reordenar el mundo, de retramar la verdad, de sacar a la luz las representaciones. De poner cara a cara al torturador y al compañero, a la compañera que soportó el dolor de aquella ignominia.
Estas causas nos enfrentan constantemente con esos horrores, mostrándonos la condición humana en sus límites incomprensibles. Y nos siguen demudando frente al relato del tormento, del extremo sufrimiento que un ser humano puede infringir a otro con la indiferencia de quien debe llenar un formulario.
Pero, sin duda, en estos juicios la memoria viene por sus fueros. Y nos muestra el poder reparador de la palabra. A través de la palabra disparamos esa arma: la memoria.
Como todos los exterminios planificados, este también tuvo un trasfondo económico determinante: la aplicación del plan económico más siniestro de la historia de nuestro país, que aún seguimos padeciendo. Querían volver a la argentina de antes del 45, una Argentina sin chimeneas, sin fábricas. Un país para repartir entre muy pocos. Para ello había que eliminar a la clase trabajadora y todo aquel que luchara por ella.
Para rediseñar la Nación como querían los dictadores y ese sector de la sociedad que propició e ideo ese diseño, había que extirpar de la Argentina una porción de connacionales que incomodaban al proyecto, por eso recortaron del tejido social de nuestra patria a todo aquel que no encajara en el molde de la Nación occidental y cristiana.
El pensamiento libre, la imaginación creadora también eran enemigos para estos depredadores y había que eliminar a los pensadores, los intelectuales, a los artistas. En Vesubio padecieron y perecieron muchos de ellos, el viejo Oesterheld, Raymundo Gleyzer, Haroldo Conti, valiosísimos trabajadores de nuestra cultura.
Jóvenes y no tan jóvenes; militantes políticos, pero también gremiales, y barriales, y religiosos, estudiantes y también docentes, trabajadores, luchadores sociales, luchadores de la cultura.
El pensamiento libre, la imaginación creadora también eran enemigos para estos depredadores y había que eliminar a los pensadores, los intelectuales, a los artistas. En Vesubio padecieron y perecieron muchos de ellos, el viejo Oesterheld, Raymundo Gleyzer, Haroldo Conti, valiosísimos trabajadores de nuestra cultura.
Haroldo Conti padeció y pereció en el Vesubio, pero mi alegato no podía limitarse a mencionar ese final aberrante, ni detenerse en la descripción de sus tormentos. Haroldo fue uno de los escritores más brillantes y más queridos de su generación. Un trabajador de la cultura, de nuestra identidad; un hombre que pensó su tiempo y militó por ello a pura escritura, y eso debía ser dicho.
¿Cómo no nombrar a Mascaró, -el cazador americano-, si es una poderosa denuncia de la ignominia de los regímenes que oprimen a los pueblos y le quitan su libertad?….; si para los cazadores de la Dictadura, -esos “expertos en inteligencia” que escarbaban las textualidades- Mascaró seguramente atentaba contra los valores occidentales y cristianos.
Haroldo fue perseguido por eso, estaba en su mira de caza.
El 5 de mayo de 1976 a la medianoche volvía del cine con su compañera Marta. El gordo Fabiani se había quedado cuidando a Miriam y a Ernesto, los pibes.
La patota los esperaba. Desplegaron su rutina. A Marta le pusieron un arma en la cabeza, la agarraron de los pelos, la tiraron al piso, la encapucharon, le ataron las manos mientras escuchaba los golpes con que interrogaban a Haroldo. Le preguntaban por Mascaró y por sus viajes a “países comunistas”.
Fueron sádicos, no se privaron de la extrema violencia.
Ernesto era bebé y lloraba de hambre. Miriam tenía 7 años.
Siete horas estuvieron destrozando la casa e interrogando Haroldo antes de llevárselo ante la desesperación de Marta, que escuchaba ruidos de cadenas y la voz de su compañero que le pedía que cuide el nene. A ella le pusieron un arma en la cabeza.
Se llevaron a Fabiani también.
Pero al rato volvieron, por el botín. Dos tipos de la patota se peleaban por llevarse a su hijo, especulando sobre el dinero que podían sacar vendiéndolo. Finalmente se llevaron el televisor.
Marta entendió el peligro que corrían, tenía que salvar a Miriam y a Ernesto y huir. Lograron sobrevivir como pudieron. No volvieron a esa casa pero buscaron sin descanso a Haroldo.
Supieron que Haroldo estuvo en el Vesubio con Raymundo Gleyser, por el padre Castellani. De su cautiverio bajo tormentos hablaron dos compañeros sobrevivientes: Horacio y Noemí. Ella supo que el 20 de junio de ese año fue trasladado, con Raymundo y otros compañeros. Un represor le dijo que los llevaban al Sur. Noemí ya sabía que eso significaba la muerte.
Los juicios son de la sociedad, de todos. Por eso las puertas de las audiencias están abiertas. Ahí está esa justicia reclamada, hay que apropiarla. Creo que este es el enorme desafío de esta etapa, repoblar los juicios.
Haroldo Pedro Conti tenía 50 años, militaba en el PRT y sus restos aún permanecen desaparecidos.
No todos sus asesinos fueron condenados, no sabemos cuantos fueron, ni todos sus nombres.
Solo podemos decir que es vital seguir investigando, que los juicios deben continuar.
No podemos correr el riesgo que nos arrebaten el derecho de seguir juzgando la historia.
La ley es una cuestión de poder, cómo nace y cómo se aplica es la consecuencia de una mirada del mundo, una mirada ideológica del mundo. Y los jueces no son los amos y señores de los juicios, son apenas empleados del pueblo.
Los juicios son de la sociedad, de todos. Por eso las puertas de las audiencias están abiertas. Ahí está esa justicia reclamada, hay que apropiarla. Creo que este es el enorme desafío de esta etapa, repoblar los juicios. Porque dolió la patria y aún sigue doliendo, las salas tienen que estar llenas.
Se lo debemos a la memoria de todos los compañeros.
A la memoria de Haroldo.
Esa bandera no puede caer. Y si cae tiene que haber siempre un compañero, una compañera dispuestos a levantarla.
...
* En diciembre de 2014, el Tribunal Oral Federal N° 4 condenó a prisión perpetua a Gustavo Adolfo "el francés" Cacivio, Néstor Norberto "Castro" Cendón, Federico Antonio Minicucci y Jorge Raúl Crespi por los crímenes cometidos en el ex Centro Clandestino "El Vesubio", que funcionó entre 1976 y 1978.
Los imputados fueron condenados por la privación ilegítima de la libertad de 203 víctimas, entre ellas Héctor Oesterheld, Haroldo Conti y Raymundo Gleyzer.
"El Vesubio" fue un centro clandestino de detención del Servicio Penitenciario Federal ubicado en Avda. Ricchieri y Camino de Cintura (La Matanza). Formaba parte el circuito represivo comandado por el Primer Cuerpo del Ejército, a cargo de los ya fallecidos Carlos Guillermo Suárez Mason y Pedro Alberto Durán Sáenz.
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