28/08/2023
Discursos de odio
Anotación sociopolítica sobre discursos de odio
Por Alejandro Kaufman
Ilustración Roberto Jacoby y Syd Krochmalny
¿Cuándo una enunciación, una creencia se vuelve eventualmente nociva para la convivencia comunitaria, al punto de patrocinar o alentar la violencia sobre un grupo social determinado y qué se puede hacer frente a ello? Alejandro Kaufman intenta abordar estas preguntas sobre los discursos de odio con el objetivo de “formular las dimensiones de un problema que necesitamos debatir y no solo clausurar en términos binarios de norma o libertad”.
Llamamos discursos de odio a la organización y sistematización sociopolítica de significaciones persecutorias y amenazantes sobre grupos o identidades de diversa índole. La premisa sobre la cual se establecen las advertencias y prevenciones hacia la sistematización del odio procede de la necesidad de prevenir acontecimientos en que violencias verbales, abusos, acosos y aun linchamientos y genocidios se descarguen sobre víctimas designadas. La cuestión de los discursos de odio no tiene nada que ver con los sentimientos o afectos de las personas en tanto experiencias del orden privado. Puedo odiar con toda mi alma a X y no saberlo ni yo mismo, enterrado ese odio en mi economía libidinal, e interpretable su incidencia en mis dichos o mis obras de maneras no determinables, o bien puede emerger a mi conciencia y quedar reservado a mis fueros no comunicados, o a un pequeño círculo. Para que nombremos a ciertas palabras como discurso de odio debe haber un contexto público, histórico y situacional, en que sea demostrable que su proferimiento puede dar lugar a consecuencias gravosas para quienes se destinan esos sentimientos. Se trata de algo siempre discutible tanto por el carácter inherentemente anfibológico del lenguaje como porque nos referimos a prevenirnos de un peligro, es decir, de algo que podría suceder, que sucedió en el pasado, pero que no está sucediendo o todavía no sucedió, así como también de instruir responsabilidades en eventos acaecidos. La atribución de performatividad a la lengua, pertinente logro analítico y político acerca de las significaciones, sin embargo pone en riesgo el espectro interpretable que es propio de la lengua, y ello tiene como consecuencia la posibilidad del error censor o del exceso en el reproche. Por otra parte, la prevención de un riesgo o peligro se enfrenta siempre con percepciones y deseos heterogéneos, es decir, con libertades. Toda prevención de riesgos organizada de manera sistemática supone normas de interdicción. En las sociedades contemporáneas, en las que prevalece una repugnancia frente a normas restrictivas, la manera actual de establecerlas es incorporándolas a la experiencia de modo que pasen inadvertidas. Se instituye así un inconsciente protocolar respecto de acciones o gestos que nos previenen de peligros establecidos por el conocimiento acerca de las incertidumbres respectivas. Un ejemplo: abordo un auto y no importa lo que piense o sienta, me abrocho el cinturón de seguridad solamente, de hecho, en mi entendimiento, para silenciar una alarma. Esa fue la forma en que se incrustó una norma en la materialidad del artefacto. Recordemos con qué conflictividad al principio se tramitaba el uso de este recurso preventivo de muertes en accidentes. Lo olvidamos todo, solo ritualizamos que la alarma cese o no llegue a sonar. Del mismo modo que cuando nos interrumpe el sueño la alarma del despertador lo experimentamos como un automatismo, no como algo que nos obliga de manera normativa a pasar con brusquedad y displacer a la vigilia. Buena parte de la vida urbana contemporánea está conformada por ritualizaciones de normas olvidadas y no percibidas, incrustadas o embebidas en las cosas y en las acciones. Así, quedan fuera del discernimiento y nos permiten habitar un mundo plagado de restricciones sin que lo advirtamos. La complejidad de la vida contemporánea nos va relegando la conciencia cada vez más a una superficie irrelevante y subordinada.
Así sucede con los llamados discursos de odio. En lugar de exponer en una escena conversacional deseos, emociones, conflictos, como sí se hace en el drama teatral o en otras presentaciones artísticas y estéticas, todas ellas elaboraciones del espíritu, diseñamos formulaciones con arreglo a los resultados, sustrayendo las acciones a la percepción. En parte es por ello que se otorgan argumentos al libertarianismo, ya sea de izquierda o de derecha, cuando solo se enfocan los problemas sobre criterios de sistematicidad normativa que no consiguen sustraerse a la conciencia. Los ejemplos dados del transporte o de la administración de los horarios circadianos pueden no resultarnos elocuentes porque hace rato que hemos resignado toda pretensión de mantener esas prácticas en el orden vigil, debido al equilibrio alcanzado por diversas fuerzas en pugna, tales como la necesidad de concurrir a un empleo o a la escuela, o los beneficios obtenidos por transportarnos en automotores. Esto de manera alguna significa que se hayan disipado las respectivas batallas culturales sobre el transporte urbano en relación con el derecho a la ciudad o las disciplinas circadianas en relación con una vida fruitiva. Al respecto hay numerosas experiencias sociales, políticas y artísticas que dramatizan estas y muchas otras cuestiones de similar índole.
Entonces, la cuestión de los discursos de odio no refiere a sentimientos privados ni a lo que soñamos, leemos o miramos en el marco de codificaciones artísticas habilitantes de experiencias que en otros contextos serían reprochables, sino a prácticas de gestión gubernativa que pretenden garantizar convivencias pacíficas, democráticas, desprovistas de inminencias de pogromos, linchamientos, exclusiones, exilios, genocidios.
Detalle de Los diarios del Odio. Obra de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, octubre 2014. Foto: Gentileza Roberto Jacoby
Lo que aquí se propone es un abordaje no centrado en las moralidades de los odios: por ello es infructuoso preguntarle a alguien si odia a X o lo que sea que sienta al respecto, porque la pregunta suscita un acontecimiento y la oportunidad de que algo suceda en ese sentido. La observación suscita lo observado. Un sociologismo positivista ingenuo reside en ese procedimiento indagatorio. Además es una interrogación a la conciencia, mientras que el odio mantiene relaciones transversales con aquella, etc., etc.
La responsabilidad social y política hacia la prevención de acontecimientos del horror de distinta índole en las sociedades contemporáneas no puede omitir el abordaje de los que llamamos discursos de odio. Digamos de paso que la definición del asunto tampoco es el tema central. Se la puede admitir como una convención descriptiva de lo que en la esfera pública es admisible. No hace falta mucho más. Teorizar y reflexionar sobre estas tribulaciones es del mayor interés pero de ello no se infiere necesariamente una política de la convivencia. Y de odiar como sentimiento o afección no se infiere tampoco ninguna acción específica, ni inocua, ni ofensiva.
Discurso de odio es que sistemáticamente en una esfera pública se profieran y circulen enunciados con competencia performativa para sugerir, legitimar o instigar violencias dirigidas contra determinadas víctimas. Entre lo que sucede en el fuero privado individual, familiar o comunitario y la esfera pública hay un espectro de mediaciones. Abordar este problema desde el punto de vista de la convivencia supone intervenir política e institucionalmente sobre el punto óptimo de esa transición de manera de practicar una prevención con el menor costo restrictivo posible. En algunos países se legisla sobre intervenciones punitivas contra ciertos extremos, siempre muy demarcados. En los debates que se suelen abrir, la atención por lo general se concentra en un temor porque a partir de tales extremos, siempre difíciles de definir, se extienda una trama restrictiva a la que se acusa de totalitaria. Desde luego, ahí aparecen en primera fila quienes ejercen discursos de odio y pretenden naturalizarlos, por lo general en el marco de las derechas, patriarcados y racismos. En esos casos reducen toda la cuestión a una distinción binaria entre un permisivismo y negligencia absolutos, de modo que nada se pueda hacer ni decir en cuanto a defender y garantizar derechos humanos, y censura totalitaria. Lo llaman “igualdad ante la ley” y acto seguido exigen cerrar todas las instituciones estatales o no gubernamentales que tengan como misión velar por la vigencia de los derechos humanos. Estas instituciones, lejos de cualquier meta punitiva, solo reservada en algunos países para casos muy extremos, como se sabe, intervienen de manera indicativa mediante recomendaciones con fines solamente preventivos. En otras palabras, concurren a establecer moralidades, instalan discursos acerca de lo preferible, lo recomendable, lo rechazable. Colaboran también en definir fronteras y extremos.
En las transiciones que tienen lugar entre lo privado e íntimo y lo público hay una escala de grises. Cierto público, reunido en una sala de teatro o de espectáculos, puede asistir a expresiones no aceptables para otras personas, para quienes pueden tratarse de herejías ofensivas, intolerables y suscitadoras de violencias y conflictos letales. La proliferación y ubicuidad de la conectividad global digital vuelve generalizables manifestaciones que antes estaban circunscriptas por tener un alcance reducido. Una revista satírica o un stand up compartido por audiencias limitadas con fines estéticos, difundidas con alcances mayores o con accesibilidades ilimitadas llegan a públicos que se pueden ofender o violentar. En este sentido hay que distinguir entre contenidos no necesariamente calificables como “peligrosos” de otros que se consideren menos admisibles. No entendemos del mismo modo ciertas expresiones satíricas dirigidas a un público situado que la posesión de materiales francamente nazis, aun si fuera privada. Pero aquí hay que señalar un punto decisivo: ninguna fuente convivencial democrática ha querido ni pretendido prácticamente nunca suprimir o exterminar ningún tipo de material por peligroso que sea. Lo que se les requiere es una reducción al margen, al silencio, a la privacidad. Con materiales nazis o racistas se procede en el orden común de una forma homóloga a la reserva íntima de sentimientos. Se los reduce a una delimitación, a una clausura relativa, como se hace con diferentes materiales o contenidos calificados como peligrosos: sustancias tóxicas, radiactivas, armas, drogas. Todas están sujetas a restricciones. No hay “libertad” de circulación y acceso. Así con los contenidos o materiales susceptibles de ocasionar daños racistas, sexistas o genocidas. Se pretende controlar sus efectos, no las conciencias, ni los pensamientos, ni las creencias. Los efectos remiten a la propagación y la accesibilidad públicas. Deben estar confinados en condiciones de continencia, del mismo modo que materiales radiactivos: no pueden circular “libremente” y sin advertencia.
Suele suceder con este tipo de asuntos que se destinan solo a ser tratados en contextos tendientes a ser administrativos, o eso se presume. Sin embargo, toda persona o grupo que tramite materiales peligrosos necesita adoptar métodos de tratamiento y manipulación. Así sucede en la política, la comunicación pública, el arte, la educación.
No es deseable sucumbir a un enfoque meramente administrativo de estos temas, aun cuando en la práctica se vuelva inevitable tal acaecimiento, porque implica un empobrecimiento de la experiencia y una veda de las libertades. Pero tampoco conviene sostener una falsa desaprensión irresponsable si admitimos compromisos éticos indelegables. Los enfoques administrativos, en sí mismos inevitables como la alarma del cinturón de seguridad, nos permiten habitar la vida urbana compleja del presente, disminuir los montos de conflictividad, frustración y violencia, a la vez que postergan la confrontación lúcida y comprensiva de estas cuestiones. En otras palabras, no nos conformamos en absoluto con la protocolización de la convivencia ni nos es posible habitar un continuo escenario dramático que nos exponga de manera comprometida y apasionada con la dimensión trágico poética a la que no queremos renunciar ni devaluar. Y desde luego que nos comprometemos de manera responsable con prevenir las desgracias que destinamos al nunca más que nos refiere. En todo caso, en estas líneas hemos intentado formular las dimensiones de un problema que necesitamos debatir y no solo clausurar en términos binarios de norma o libertad.
Alejandro Kaufman
Ensayista y docente/investigador en las universidades de Buenos Aires, Quilmes, La Plata. Profesor visitante en varias universidades nacionales e internacionales. Autor de numerosos trabajos especializados y de divulgación y opinión sobre crítica cultural, memoria, violencia social y subjetividades. Diversas intervenciones en la edición de publicaciones culturales especializadas y colecciones de libros, así como en medios de comunicación.
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