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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

17/06/2023

Otro y odio

Alejandro Grimson recorre algunas postales sobre el pensamiento acerca del odio y sobre la alteridad, para poder comprender mejor la situación abismal a la que puede llegar la Argentina. El odio global, el odio en rastros nacionales, el odio como instrumento de violencia y sometimiento.

La geopolítica del otro y del odio

Desde mediados de la década del noventa, algunos de los pensadores de la defensa estratégica de los intereses estadounidenses percibieron un problema decisivo: el “mundo libre” (ese eufemismo para nombrar al Imperio) había perdido su “otro”. El ascenso de Estados Unidos en su paulatino desplazamiento de Gran Bretaña había tenido un capítulo decisivo en la confrontación con el nazismo y el fascismo. Y, desde 1945, de modo creciente, la Guerra Fría con la Unión Soviética. Después de la caída del Muro, el Imperio se debilitaría si no encontraba su nuevo “otro”. Decía Samuel Huntington:

“Son pocos los estadounidenses que se atreven a prever actualmente cambios fundamentales (o una disolución) en Estados Unidos.  Pero el final de la Guerra Fría, el desmoronamiento de la Unión Soviética, la crisis económica asiática de la década de 1990 y el 11 de septiembre nos recuerdan que la historia está cargada de sorpresas. Pudiera ser que lo realmente sorprendente fuese que Estados Unidos siguiera siendo en 2025 el país que era en 2000 en vez de un país (o de una serie de países) muy diferentes con una serie de concepciones de sí mismo y de su identidad muy distintas de las que tenía un cuarto de siglo antes” (2004:34-35).

Hungtinton insinúa que los Estados Unidos pueden desaparecer. ¿Por qué? La respuesta se refiere a los cambios en el contexto y las amenazas. “El final de la Guerra Fría privó a Estados Unidos del imperio del mal contra el que podía definirse a sí misma” (2004:34).  “Ninguna sociedad es inmortal (...), los Estados Unidos sufrirán la suerte de Esparta, Roma y otras comunidades humanas”. 
Desaparecido el “ellos” decisivo del siglo XX, ¿cómo mantener vivo el sentimiento de pertenencia? Evidentemente, se trata de reinventar la alteridad. Como se sabe, a la hora de estas reinvenciones sólo puede buscarse en la historia social y cultural. Ciertas sociedades, al enfrentarse a desafíos a su existencia, son capaces de posponer la caída final “renovando su conciencia de identidad nacional”.

Para Hungtinton, el fortalecimiento de Estados Unidos requiere que todos los estadounidenses traten de revigorizar su “cultura central” que, a su entender, es un país profundamente religioso y predominantemente cristiano, capaz de abarcar minorías religiosas, adherido a los valores protestantes, anglohablante, preservador de su herencia europea y comprometido con los principios del Credo. ¿Cómo construir un “nosotros” religioso, cultural? Hungtinton lo sabe: construyendo alteridades con esos mismos criterios.

En otros términos, el mundo como choque de religiones y culturas es la opción geopolítica que tomó Estados Unidos después del fin de la Guerra Fría. La islamofobia y la orientalización del otro buscaron nutrirse de la invención misma de Occidente para estructurar los vínculos en la nueva cartografía global.

Esto tuvo capítulos decisivos en los años noventa y a inicios del siglo, pero resultó insuficiente cuando las sociedades comenzaron a desilusionarse respecto de las promesas de la globalización, especialmente a mediados de la segunda década del siglo. En ese contexto de profunda crisis del neoliberalismo, en que va aumentando la polarización política en la mayoría de las sociedades de Europa y América, crecen las ofensivas culturales y políticas contra los avances democráticos, plurales, multiculturales y en igualdad de género. Según los contextos nacionales o locales, distintos “otros” pueden instituirse como objetos del odio. Los discursos del odio crecen y al mismo tiempo lo hacen los crímenes de odio.

Detalle de Los diarios del Odio. Obra de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, octubre 2014. Foto: Gentileza Roberto Jacoby

La noción de odio

El concepto de “discursos del odio” alude a las variadas formas de expresión pública discursiva/performativa que fomentan el ataque a la dignidad humana de grupos o sujetos, la negación de crímenes de lesa humanidad (exterminios, genocidios, terrorismo de Estado) o “acciones antijurídicas” de ataque a minorías.

En Argentina hay varios autores que en el siglo XX utilizaron el odio como una categoría central para pensar los procesos políticos. Monseñor Gustavo Franceschi tras los sucesos del 17 de octubre de 1945 dedicó todo un número de la Revista Criterio (de la que era editor principal) al odio (Franceschi, 1945). Por otro lado, con abierta simpatía a Perón, encontramos el libro de Arturo Jauretche Los profetas del odio, publicado en 1957, en el período de restricción de las libertades políticas marcado por la proscripción del peronismo (1955-1973). Continuando estas tradiciones analíticas –con diferentes posturas y análisis–, autores de varias generaciones han interrogado sobre el papel del odio en la historia política argentina de los siglos XX y XXI, el antisemitismo o las expresiones de rechazo a la diversidad sexual.

El odio implica una “fábrica de alteridades” que permite, por un lado, establecer las fronteras entre sujetos y grupos sociales y, por otro, una forma (tan estable como inusitada) de vinculación. 

La maquinaria de odio tiene múltiples gradaciones que van desde la ignorancia, pasando por la antipatía y el desprecio, hasta un claro proceso de violencia simbólica o física que se despliega en toda su intensidad. Por una parte, el odio es visceral, espontáneo. Puede surgir como una reacción de animosidad por múltiples razones, entre las que se encuentra la percepción de una reducción de la desigualdad. Porque cuando una desigualdad que resultaba crucial para definir la propia identidad se difumina, esta última puede verse amenazada. Así funcionan las relaciones entre géneros en la sociedad patriarcal, las relaciones entre clases en el capitalismo, las relaciones racializadas. Por otra parte, el odio también constituye el resultado de una estrategia de ajedrez, un cálculo frío para domesticar las percepciones, las significaciones y los cuerpos. Esa fábrica de alteridades incluye tanto a grupos históricamente discriminados como a nuevas formas de jerarquización. En el mundo actual, en el apogeo de la segregación, tanto los subalternos de larga data como las nuevas oleadas de excluidos son objeto de los discursos del odio.

La diferencia entre el odio como marco conceptual y el odio como objeto del discurso político

En los últimos años no sólo se incrementó la investigación  sobre estos temas, sino que también se popularizó el uso de estos términos en el debate público. Es necesario distinguir la importancia del concepto como categoría analítica y del término como parte del discurso político. Mientras hoy es muy útil para lo primero, considero que ha perdido fuerza como argumento en el debate público. ¿Por qué? Sin pretensiones de ser exhaustivos digamos dos cosas. Primero, un rasgo de los contextos de aguda polarización política es que si el adversario/enemigo afirma algo nunca puede generar una duda sobre las propias creencias. Es decir, no hay argumentación pública, sino mundos paralelos con creencias opuestas e identidades en confrontación. Nada se lee fuera de la confrontación.

Por lo tanto, a diferencia de la escena de “defensa de la democracia” en la cual fuerzas políticas adversarias convergen para asentar las reglas de su competencia, en la polarización extrema los actores pueden no apoyar el discurso extremo de uno de sus aliados, pero jamás los critican en público. Por lo tanto, en los países más polarizados las fuerzas más cercanas a la centroizquierda denuncian los discursos del odio, y sus adversarios lo consideran un truco discursivo. Ni siquiera los más moderados aceptarían utilizar esa terminología.

Además, como el término tiene de por sí una acusación moral, busca colocarse por encima del debate político. Se supone que en democracias consolidadas se debate intensamente cómo distribuir la riqueza, pero no la exclusión de grupos políticos, el encarcelamiento de líderes o la violencia contra sectores sociales y políticos. Pero las democracias hiper polarizadas son democracias dañadas, donde hay momentos en que sólo hay lugar para insultos, violencia, acusaciones, fake news. Si alguien supiera cómo se repara ese daño y se sale de esa situación, ya se habría logrado en varios países. Eso hace que pierda potencia que unos acusen a otros de “odiadores”. Pero si quienes son acusados de odiadores o de apoyar a odiadores pueden llegar a recopilar algunos fragmentos de odio en sus propios adversarios/enemigos, la acusación pierde toda potencia. Sólo aquellos que repudien cualquier tipo de utilización del odio, provenga de donde provenga, incluso de sus propias filas, podría aspirar a ser respetados.

Lo viejo, lo nuevo

A nivel global hay fenómenos muy antiguos. Las sociedades que inventaron chivos expiatorios son innumerables. Es una forma tradicional del antipluralismo. Y aunque justamente el pluralismo sea lo que define a las sociedades democráticas, ni la democracia ni el pluralismo han sido características permanentes ni universales. Más bien, por el contrario, han estado acotadas en el tiempo y el espacio.
Después de 1989 se impuso una hegemonía que narraba la unión entre capitalismo y democracia, y celebraba el pluralismo. Obviamente, el pluralismo hegemónicamente definido puede tener el rostro del multiculturalismo neoliberal, el estilo Beneton, la invisibilización de grupos o sectores inmensos. Pero incluso en esos casos, si el pluralismo es la norma y el lenguaje hegemónico, hay ciertas estrategias de los movimientos y actores sociales para ampliarlo, para visibilizar actores.

Entonces, lo novedoso se instituye en relación a la etapa histórica abierta de 1989, principalmente en Europa y las Américas. Porque hay un discurso y una serie de prácticas antipluralistas. Y, segundo, porque hay un nuevo panorama en torno a la legitimidad social de la violencia contra los inmigrantes, contra las mujeres, contra los “otros”, incluyendo en algunos casos a los adversarios políticos.
En el caso argentino, el antipluralismo tiene una historia muy extensa y bastante reciente, si consideramos que estamos viviendo el período más extenso de democracia. Ahora, si miramos la historia del siglo XX es evidente que las corrientes denominadas liberales en Argentina habían tenido la peculiaridad de ser antipluralistas. El evento más impactante fue el derrocamiento de Perón realizado en 1955 en nombre de la Libertad y la Democracia. Es decir, “democracia” en base a proscripción y persecución. “Democracia” como elección entre los partidos que el Poder decide autorizar.

40 años después de aquel año 1983, los argentinos y argentinas nos encontramos enredados en una gigantesca incertidumbre. A todos los procesos globales que impiden vislumbrar futuros probables, hay al menos un capítulo específicamente nacional. Como la Argentina resolvió de un modo muy peculiar la cuestión de la Memoria, la Verdad y la Justicia, desde 1983 en adelante y desde 2003 en adelante, fue construyendo y actualizando el Pacto del Nunca Más. Nunca Más al terrorismo de Estado y nunca más a la violencia política. Esto último porque los casos específicos en que el Estado utilizó la violencia política generaron inmensas reacciones sociales, con crisis políticas incluidas. Y también porque las víctimas no recurrieron a la violencia para luchar y obtener justicia.

Esa manera tan particular, metaforizada en el pacto del Nunca Más, está frente al mayor de sus desafíos en 2023 y probablemente esto se exacerbe en el futuro. Cuando se impone la geopolítica del odio, cuando las sociedades democráticas alcanzan picos históricos de polarización política, cuando la extrema derecha crece de modo estruendoso en Europa y en distintas regiones de las Américas, también crece en Argentina. 

Sin embargo, hay un momento que puede ser recurrente en algunos casos históricos de ascensos de derechas extremas. Consiste en que los adherentes, en una primera etapa, no tienen una vocación ideológica plenamente autoritaria, que abarque toda la complejidad ideológica. Más bien, hay un primer momento donde una fracción de la sociedad desea manifestar su rechazo al statu quo, al “sistema”. En la medida en que la adhesión se masifica se torna cada vez más heterogénea, con sectores simplemente muy enojados y otros con mayor carga ideológica. Sólo en una etapa posterior, con algunos logros electorales consolidados, los líderes buscan ideologizar a esa masa heterogénea, apuntalando el clasismo, el racismo, la misoginia, el antipluralismo y crecientes formas de violencia social y política.
Si esa dinámica continuara, la sociedad se encontraría (como ya empieza a encontrarse) con el resquebrajamiento del pacto del Nunca Más, con el riesgo del quiebre de la convivencia pacífica. La democracia argentina, como encarnación del Nunca Más, tiene muchas deudas que asumir y que empezar a saldar para consolidar aquel acuerdo. O para no perderlo. Si no lo logra, será la sociedad con un enorme desamparo la que afrontará el desafío. Lo hará con las huellas de la memoria, pero también con las fragilidades de sus entramados y los poderes desiguales en los medios de producción simbólica. Incluso con tanta incertidumbre resulta difícil imaginar cómo podrá la Argentina tomar una tendencia más definida sin atravesar distintas confrontaciones sobre la significación de diferentes actores y también de la significación de sí misma.

Es esa significación de sí misma, en esa construcción de una identidad, donde será más abierta o excluyente, democrática o autoritaria, pluralista u homogeneizante, y donde finalmente deberá asentarse un proyecto social, económico e institucional que definirá su futuro.   

Alejandro Grimson

Doctor en Antropología por la Universidad de Brasilia, hizo estudios de comunicación en la Universidad de Buenos Aires y se ha especializado en procesos migratorios, zonas de frontera, movimientos sociales, culturas políticas, identidades e interculturalidad. Es investigador del CONICET y docente del Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la UNSAM. Sus libros y trabajos de investigación recibieron varios premios. Publicó, entre oros libros, Mitomanías argentinas. Cómo hablamos de nosotros mismos y Mitomanias de la educacion argentina, escrito en coautoría con Emilio Tenti Fanfani.

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