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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

15/08/2023

Discursos de odio

Conjetura sobre el sacrificio y el odio

“¿Por qué ese odio que se extiende gracias a la precariedad afectiva y material raras veces se vuelve contra quienes fundan su exclusividad en la exclusión?, ¿por qué la afectividad odiante se vuelve muchas veces contra personas que no son responsables de nada?”, se pregunta Diego Tatián para intentar comprender el complejo escenario que se despliega por estos meses en nuestro país.

Los viejos maestros del realismo político concibieron las sociedades como grandes tramas de afectos y pasiones colectivas, que no siempre -más bien casi nunca- son desencadenadas por razones morales o puras ideas sino más bien al revés: estas se explican por aquellas. Como esos mismos maestros enseñan, la comprensión de los asuntos humanos presupone ante todo suspender la burla, el lamento y la denostación. Para ser eficaz, una acción común de sentido emancipatorio deberá valerse de una lucidez de la situación en lugar de reaccionar contra ella con indignación.

Lo que sigue propone una vacilante conjetura sobre el avance de los llamados “discursos de odio” -que no son simples discursos sino también sentimientos reales- y las derechas que les son concomitantes. Es esta: su extensión y proliferación son directamente proporcionales a la profundidad del deterioro material de las vidas dañadas, ávidas de una compensación afectiva de ese daño. Alguien debe ser culpable de la impotencia, la ausencia de horizontes, la falta de reconocimiento, la pobreza sin perspectivas. El despojo de la subjetividad política para la captura en una existencia pasiva que se concibe a sí misma como una pura víctima, como un simple objeto de violencia o de ayuda, necesita odiar a alguien.

Aunque de manera elemental, el odio subjetiva. Transforma el miedo del que nace en una reacción imaginaria compartida cuya descarga provee una compensación afectiva -la desgracia de otros seres humanos fijados como objetos de odio siempre la produce- y una ficción de subjetividad. El tránsito del miedo al odio permite el desplazamiento de un sentimiento de sí como mero objeto a una sensación de subjetividad. Pero ese tránsito lo es entre dos impotencias: una pasiva, la otra reactiva.

Estracto de Los discursos del odio, de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny

 

Una objeción a lo anterior que nos apresuramos a plantear es que los afectos de odio -un arco que se extiende desde la crueldad hasta el desprecio, el desdén, la indiferencia, el menoscabo…- tiene origen no precisamente en vidas dañadas materialmente sino en sectores dominantes sólo motivados por la conservación de privilegios y la preservación de una exclusividad -que requiere siempre de una exclusión. Se trata de lo que podría sintetizarse en la expresión “odio de clase”. Pero las pasiones tristes de las minorías dominantes -que en mi opinión no enmascaran tanto la avidez como un deseo de dominación (no tanto tener más que antes como tener más que otros)- no podrían imponerse socialmente si no fueran asimismo inoculadas en el deseo, la conciencia, la representación, el lenguaje y la afectividad de muy amplios sectores populares.

Se preguntará: ¿por qué ese odio que se extiende gracias a la precariedad afectiva y material raras veces se vuelve contra quienes fundan su exclusividad en la exclusión, su acumulación en el despojo, su reconocimiento simbólico, cultural y profesional en la desechabilidad de miles de existencias condenadas a la destrucción de la autoestima? ¿Por qué la afectividad odiante se vuelve muchas veces contra personas que no son responsables de nada o incluso contra protagonistas de experiencias que expresan o buscan expresar los intereses populares?

Desde Marx -desde mucho antes- sabemos que las clases dominantes cuentan con muy poderosos instrumentos de producir “falsa conciencia”, perfeccionados de manera vertiginosa en un mundo que por ello mismo corre el riesgo de sucumbir en una post-política y de volverse un no-mundo. La producción de ideología no es solo una imposición de ideas sino -sobre todo- la imposición de una afectividad. Esa imposición no debe ser pensada, en mi opinión, como una penetración en los cuerpos, los deseos y las conciencias de algo que no existía antes, sino como la agitación de algo que siempre estuvo allí. Lo que aquí llamamos post-política adopta la forma de una pre-política, y esta de una anti-política.

La obra de la política -el trabajo conflictivo de los seres humanos sobre sí mismos para producir por medio de la acción igualdades y libertades hasta ese momento inexistentes- es circular: consiste en producir condiciones materiales de posibilidad que permitan la irrupción de una afectividad emancipatoria; a la vez que se orienta a producir una afectividad más fuerte y de sentido contrario a las pasiones neofascistas del capitalismo avanzado; una afectividad movilizadora que permita una efectiva transformación de las condiciones materiales de existencia colectiva. Así concebida, la obra de la política se inscribe en lo que Sigmund Freud llamaba Kulturarbeit (el trabajo de la cultura); promesa humanista mayor según la cual la explotación, la dominación, la crueldad y la violencia se desvanecen poco a poco por obra de esa acción: “es un trabajo de cultura como el desecamiento del Zuiderzee”1.

El avance de las derechas -entre tantas cosas que nuestro tiempo deja ver- atestigua el incumplimiento de esa promesa. Bajo formas diversas, el sacrificio es el núcleo invariable de las sociedades: religioso, económico, cultural, racial o político, está siempre en acto aunque rara vez reconocido como tal; es secreto y (por) evidente. En una página de Masa y poder2, Elías Canetti habla de la primitiva horda de caza (él prefiere el término “muta”), de la sed de sangre, el goce en el sufrimiento ajeno y el instinto de dar muerte, para sugerir que perviven en las sociedades llamadas civilizadas y explican muchas cosas de ella. Tal vez el deseo de castigo y el placer que lo consuma tienen aquí su proveniencia más remota, aunque no por ello menos activa.

Esa anotación habla también de una imperceptible evolución de la jauría humana respecto de los lobos. Una vez que logran someter a la presa, los lobos comienzan inmediatamente la ingestión de la carne viva y aún palpitante del animal atrapado. En los seres humanos, la devoración (no solo de carne, también puede serlo de la culpa de otros que nutre una autopercepción de inocencia) comienza un instante después, según una normativa estricta. La “ley del reparto” que demora la dentellada significa un avance civilizatorio desde cierto punto de vista y un refinamiento de la ferocidad humana desde otro. La pregunta sobre quién tiene derecho a la presa suspende por un instante el instinto de abalanzarse sobre ella y devorarla sin más. Lo pospone para hacerlo apenas más tarde, entre todos, a la vista de todos. También los espectadores, por el solo hecho de observar la cacería, son partícipes de ella y tienen derecho a una parte del botín y del goce colectivo que se abate sobre el cuerpo apresado, primero doliente, después inerte. Pero a veces la jauría humana (nunca compuesta solo de actores, siempre también de espectadores) da un paso atrás y retrocede al goce de los lobos por comenzar a devorar los cuerpos antes de que terminen de morir.

Lo que creo entender de Canetti es que los seres humanos dan miedo, y las sociedades organizadas, con todos sus rituales de crueldad legitimada, aún más. En uno y otro caso -organizado o no- lo que se abre paso es el deseo de producir sufrimiento. Quizá aquí radica uno de los obstáculos mayores -acaso tan grande como lo es el deseo de explotar el trabajo colectivo y apropiarse de la riqueza que ese trabajo produce- para vivir juntos y juntas de maneras menos inhumanas.

Frente a esos obstáculos, recomenzar una y otra vez la obra de la política. Esta palabra sólo tiene significado pleno cuando nombra una acción colectiva orientada a la igualdad y la emancipación; según el contenido que le adjudicamos aquí, el sometimiento y su administración no se inscriben en ella, no son fenómenos políticos sino, precisamente, aquello a lo que la política se enfrenta. No siempre hay política. La política es rara. Ese recomienzo intermitente y raro del deseo de igualdad será sin garantías, sin posibilidad de recurrir al subterfugio de una filosofía de la historia que tenga el sentido de un progreso inexorable o que vuelva definitivas las siempre frágiles conquistas de derechos. Ese recomienzo de la política es el poder -quizá el único poder- de los que y las que no tienen poder. Formar comunidades no identitarias y no esencialistas por producción de afectos comunes -más fuertes y de sentido contrario a los afectos de odio que animan a las derechas en expansión- y por el descubrimiento de nociones comunes, es quizá la condición para que lo imprevisto irrumpa: lo que Hannah Arendt llamaba “nacimiento” y Alain Badiou “acontecimiento” -mancomunados aquí, aunque se trate de dos filosofías muy diferentes, incluso opuestas- no se halla bajo control de la voluntad y la inteligencia humanas, pero no sucederán sin ellas.

Lo único realmente nuevo sería la suspensión del sacrificio. Nunca las solas ideas serán suficientes para enfrentar la afectividad del odio y su poder de destrucción, manifiesto o al acecho. Se requiere animar esas ideas por una afectividad activa y alternativa pero tan movilizadora como lo es el odio, una afectividad que sin embargo deberá cuidarse de incurrir en una retórica del amor. El amor no vence al odio. Su desmontaje es de otro orden. No es del todo ajeno a un trabajo en la lengua pública -que se extiende desde la poesía hasta los debates políticos, pero más allá- para hacerla decir otra cosa, o hablar de otro modo. La habilitación del odio en las redes y los espeluznantes deseos de aniquilación que “comentarios” de miles de lectores, durante años, desinhibieron en las versiones electrónicas de Clarín, La Nación y otros medios periodísticos, no es inocua. En 2017, Roberto Jacoby convirtió ese oscuro anhelo que incuba buena parte de la sociedad argentina en un libro de poemas formado con palabras tomadas de esos comentarios -libro al que llamó Diarios del odio3 y que tal vez no haya sido ajeno a la conversión de su Centro de Investigaciones Artísticas en Centro de Investigaciones Antifascistas (CIA en cualquier caso). El deseo de exterminio es la antesala del exterminio, aunque este no llegue a producirse. La performatividad inscripta en el lenguaje de muerte que se macera en los periódicos más masivos de la Argentina se solaza en la calumnia y espera su momento -que llega cuando la obra de la política retrocede o se interrumpe. Es entonces cuando esa afectividad negra tanto tiempo contenida y acumulada trasunta en un Golem.

“Se dice que el origen de la historia -escribe Gustav Meyrink4- se remonta posiblemente al siglo XVI. Cuentan que un rabino creó, según métodos de la Cábala ahora perdidos, un hombre artificial -el llamado Golem- para que le ayudara...”. Aunque fue destruido al poco tiempo de su nacimiento, de manera inexplicable, cada tanto reaparece imprevistamente por las callejas del barrio judío de Praga. ¿Quién es el Golem? ¿Quién es ese fantasma “con ansias de poseer figura y forma”, y que con cierta recurrencia -“en el transcurso de cada generación”- lo logra? “Quizás esté entre nosotros y no lo percibimos” […] “¿No podría ser que del mismo modo que en los días de bochorno crece la tensión eléctrica hasta hacerse insoportable y formar el rayo, debido a la continua repetición de esos pensamientos, siempre iguales, que envenenan el aire, aquí en el gueto haya una descarga repentina y súbita, una explosión anímica que sacase a la luz del día nuestro subconsciente para, al igual que allí el rayo, crear un fantasma que es el símbolo y el alma de la masa…?”. Un “rebaño de pensamientos”, de deseos, de sueños, de pasiones y represiones es liberado por seres humanos anónimos, cualesquiera (bajo otros nombres, el qualunquismo sigue siendo una inapreciable fuente de sustentación de las derechas avenidas al sistema electoral), para que converjan y formen una figura monstruosa cuya materia es provista por los mismos que luego serán presa de su terror y su destrucción. El fiat carece de majestad: no se trata más que de una corriente eléctrica, el flujo de una savia, la potencia concedida a un autómata.

Pero es conveniente no desdeñar los efectos de un régimen de acumulación que reacciona con ferocidad y sin reparar en costes de sangre cuando se siente amenazado, aunque esa amenaza no sea tal o sea mínima. En los años 30 Walter Benjamin afirmó que un fascista no es más que un liberal dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias. Nuestro tiempo es otro. Pero nunca tanto: una configuración a la vez novedosa y familiar (unheimlich) de pasiones tristes -miedo, odio, resentimiento, impotencia…- converge con nuevas formas de extracción y de ganancia. Acaso la coyuntura que transitamos permite la traspolación: un neofascista no es otra cosa que un neoliberal dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias.

 

Diego Tatian

Es docente en la Universidad Nacional de San Martín y trabaja como Investigador Independiente del Conicet en el Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas de la UNSAM. Su último libro es La filosofía y la vida. Doce lecciones con Spinoza (2023).

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Notas

1: Sigmund Freud, Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, tomo XXII, Amorrortu, Buenos Aires, 1991, p.74.
2:  Elías Canetti, Masa y poder, Muchnik, Barcelona, 1994, pp. 100-101.
3: Roberto Jacoby & Syd Krochmalny, Diarios del odio, n direcciones, Buenos Aires, 2017.
4:  Gustav Meyrink, El Golem, Tusquets, Barcelona, 1995.

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