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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

Dossier / Democracia, 40 años

04/08/2023

Democracia, 40 años

Un Poder Judicial para la democracia

Tal vez una de las instituciones con mayor desprestigio del país, la justicia argentina necesita de cambios estructurales urgentes, que mitiguen su crónica lentitud y eviten la alarmante arbitrariedad con la que parecen conducirse algunas de sus instancias más relevantes. Raúl Zaffaroni propone una serie de medidas que, dentro del marco institucional vigente, serían un primer paso muy saludable para una eventual futura reforma integral.

Las críticas a nuestro Poder Judicial y, en especial, a nuestra Corte Suprema suelen centrarse en las conductas de algunos jueces, pero no se escuchan voces que señalen que el núcleo del problema es la propia estructura institucional de nuestro Poder Judicial y que, por ende, de limitarse a cambiar personas, nada impedirá que se reiteren los desaguisados. La situación actual de la judicatura obedece a que ningún otro país en el mundo tiene una estructura tan irracional como la nuestra. 

Trataremos de sintetizar estos defectos y sus posibles soluciones en tres etapas: la primera, ante todo, señalando cómo funciona en nuestro país; en segundo lugar, apelando al derecho constitucional comparado e identificando los modelos corrientes en ese campo; en un tercer momento, viendo qué sería posible hacer en nuestro país en el marco de la Constitución vigente o bien en la eventualidad de una reforma constitucional.

Collage: Juan del Marmol

¿Qué sucede en la Argentina?

En cuanto a la composición y poderes de la Corte, lo primero que llama la atención es que nuestro máximo tribunal, con cinco jueces, es el más reducido del mundo. Lo segundo es que los cinco jueces ejercen el control de constitucionalidad, anulan las sentencias que consideran arbitrarias, gobiernan el Poder Judicial, administran su presupuesto y ahora también controlan al órgano que selecciona los candidatos a jueces y propone su remoción: el Consejo de la Magistratura. Como es obvio, en toda república se evita la concentración de poder, pero en nuestro país, ese enorme poder es ejercido por cinco personas y decidido por mayoría de tres.

En cuanto a función de control de constitucionalidad, nuestra Corte Suprema decide en última instancia la constitucionalidad de las leyes, pero para llegar a ella es menester superar años de instancias previas y la Corte - a diferencia de casi todos los tribunales - no tiene términos o plazos para resolver.  

En cuanto a los efectos de lo decidido por la Corte, es muy llamativo que su criterio acerca de la constitucionalidad de una ley sólo sirva para no aplicarla al caso, pero no sea obligatorio para todos los jueces del país. Cada peticionante deberá demorar otros años hasta alcanzar la instancia suprema, que puede haber alterado su composición y su criterio.  

Nuestra Corte Suprema no hace casación, es decir, que no disponemos de una instancia que unifique para todo el país la interpretación de nuestros códigos únicos. Por consiguiente, cada norma es susceptible de veinticinco posibles interpretaciones diferentes, de modo que un contrato puede ser válido de un lado de una avenida y nulo en la acera opuesta.   ¿Qué se hace en lugar de casación? Sin que lo diga la Constitución, la Corte se atribuyó a sí misma, pretorianamente, algo un tanto indefinido, pero que consiste en la potestad de anular cualquier sentencia que considere arbitraria y ordenar o dictar otra. Eso no es casación porque, en primer lugar, su criterio no es obligatorio para todos los jueces del país; tampoco se lo propone, porque se limita al caso concreto y, además, porque puede no resolver cuando no quiera hacerlo, sellando la causa con un “no me interesa”, un recurso llamado certiorari y consagrado en el artículo 280 del código procesal civil, aunque las causas sean penales. En función de ese artículo, rechaza más del 95% de los planteos de arbitrariedad, pero se queda con los trescientos mil pesos del arancel.

¿Cómo trabaja nuestra Corte Suprema? De la forma señalada es que la Corte emite (entre los certiorari y las sentencias) unas 17.000 resoluciones por año, a un promedio de una cada media hora, sin contar horas de sueño ni sábados y domingos. Es obvio que esto es ficcional y, más bien, se asemeja a un fordismo productor de resoluciones.

¿Jueces omniscientes? Para controlar la constitucionalidad de una ley es suficiente saber derecho constitucional y ni siquiera demasiado, pues debe tratarse de casos algo burdos, dado que toda declaración de inconstitucionalidad es un hecho de gravedad, en cierta forma contra legislativo, que no puede pronunciarse por banalidades. Pero para ejercer la competencia asumida pretorianamente y que le permite anular las sentencias que considere arbitrarias, es necesario un acabado conocimiento de la materia de que se trata. Como es sabido, al estudio de las particulares ramas del derecho hay personas que dedican toda la vida y sus libros, investigaciones y monografías llenan bibliotecas.

¿Una Corte Suprema multifuero? Como nadie conoce todas las materias jurídicas con la exigencia que debería corresponder a una máxima instancia, es claro que los jueces de nuestra Corte Suprema están sentenciando en materias que no son de su especialidad. Es verdad que, por razones presupuestarias, en nuestro país existen tribunales multifueros en instancias anteriores, pero siempre tendemos a especializarlos, porque lo más saludable es que los jueces conozcan en profundidad la materia en la que juzgan. Es por demás curioso que, precisamente, nuestra instancia máxima sea multifuero. En síntesis: nuestro control de constitucionalidad es defectuoso y de trámite largo y no seguro. Es obvio que los jueces supremos no conocen todas las causas en que deciden. Tampoco tienen el conocimiento especializado en la mayoría de las materias que deciden. Es  gravísima la falta de una casación - es decir, una instancia que revise todas las cuestiones de hecho y de derecho que alguna de las partes someta a su consideración - y de la obligatoriedad de la jurisprudencia constitucional, pues hacen que nunca sea del todo previsible lo que resuelvan nuestros jueces. La falta de casación no tiene precedente en el mundo, en tanto que la de la obligatoriedad de la jurisprudencia constitucional tampoco lo tiene en todos los países que reconocen ese control. Lo manifiesto de estos errores hizo que se los remediase en la reforma constitucional de 1949, anulada por bando militar.  

¿Qué modelos de estructuras institucionales de los Poderes Judiciales existen en el mundo? 

¿Para qué sirve el derecho comparado? Es claro que en el mundo hay tribunales y que, en general, algunos funcionan discretamente bien. Es sano, pues, echar una mirada sobre sus estructuras organizativas para aprovechar las mejores experiencias. Como nuestros jueces ejercen el control de constitucionalidad de las leyes, no nos interesan los países en que no ejercen esa función.  

¿Cómo funciona la Suprema Corte de Estados Unidos? Es la máxima instancia de control constitucional y cuando declara la inconstitucionalidad de una ley, ese criterio es obligatorio para todos los jueces del país, regla que se conoce con el nombre de stare decisis, estar a lo decidido. De todas formas, cuando la Suprema Corte considera a primera vista que un planteo de inconstitucionalidad carece de sentido, lo descarta mediante el llamado certiorari que, obviamente, cumple una función bien diferente a la de nuestro artículo 280. Merced al certiorari, la Corte norteamericana resuelve solamente unas cien causas por año. Tampoco ejerce la casación o unificación de interpretación de los códigos, porque éstos son sancionados por los estados federados y, por ende, su interpretación corresponde a los jueces estaduales.  

¿Qué sucede en los países en los que la casación es necesaria? En los países unitarios y también en los federales con códigos únicos (como Brasil), existe una instancia que unifica su interpretación y que, por cierto, sólo falta en el nuestro. Por ende, en esos países se requiere que sean los jueces quienes controlen la constitucionalidad y también quienes fijen los criterios interpretativos de las leyes. Esto se hace de dos maneras, aunque la más común sea la europea continental, difundida desde la última posguerra, porque previamente en ese continente casi se desconocía el control de constitucionalidad. Sus máximos tribunales sólo se ocupaban de la casación. El modelo europeo continental de Corte constitucional y tribunal de casación es el que predomina, vigente en España, Italia, Alemania, Austria, entre otros países. En todos esos países existen tribunales de casación muy numerosos (treinta, cuarenta jueces), divididos en salas por materia y cuya jurisprudencia es obligatoria para todos los jueces del país. El control de constitucionalidad lo ejerce una Corte o Tribunal constitucional al margen de los tres poderes clásicos, es decir, como un supremo tribunal político del Estado. Los jueces de esas cortes son nombrados por diferentes fuentes. Así, por ejemplo, un tercio es nombrado por el Senado, otro por los diputados y otro por los jueces del poder judicial. Tampoco son vitalicios, se renuevan también por tercios cada cuatro años. A partir de su declaración de inconstitucionalidad de una ley, ésta pierde vigencia, o sea que tiene efecto derogatorio. Además suele ser competente en materia electoral y de partidos políticos. Como supremo tribunal político del Estado, es el competente para resolver los conflictos de poderes (entre los clásicos, entre los centrales y los de los entes federados).

Cabe señalar que algunos países de nuestra América optan por tribunales supremos numerosos, con una sala constitucional y las restantes ocupadas en la función casatoria. La sala constitucional conoce en última instancia el control de constitucionalidad. Lo decidido por el tribunal, tanto por la sala constitucional como por las de casación, es obligatorio para todos los jueces del país.

Comparando nuestro sistema con las estructuras institucionales que predominan en el mundo, se verifica que nuestra estructura no se corresponde con ninguna de ellas, no porque hayamos inventado una mejor, sino porque fuimos descuidando su mejoramiento hasta dejarlo decaer a su lamentable nivel actual escandaloso. Pese a que la gran mayoría de los jueces son personas idóneas, el Poder Judicial no proporciona ninguna seguridad jurídica, pues sus máximas instancias están ofreciendo un espectáculo tan penoso que será difícil reconstruir la confianza pública en sus instituciones. Cuando se producen fenómenos de concentración de poder y de claras inconductas judiciales, como en el fuero federal penal de la Ciudad de Buenos Aires, esas instancias máximas son ineficaces. Según sus instancias, nuestro Poder Judicial puede ser mirado desde abajo y observar cierto orden, pero cuando se lo mira desde arriba es caótico. Como adelantamos, carecemos de casación y del stare decisis, pero, además, nuestra Constitución no señala quién resuelve los conflictos de poderes.

¿Cuáles serían las posibles soluciones?  

Cabe distinguir nítidamente entre las posibles soluciones institucionales y su viabilidad política al menos inmediata. Quede claro que nos referimos a la primera. En cuanto a la segunda, lo racional sería que coincida en su necesidad todo nuestro arco político, porque se supone que en un estado de derecho todos tienen interés en que funcione de la mejor manera posible la rama del gobierno que fija los límites y cuida las reglas del juego político. Es claro que no incurrimos en la ingenuidad de creer que esta suposición responda a la realidad, pues bien sabemos que priman odios, mezquindades e intereses sectoriales y económicos. Por tanto, lo que digamos aquí siempre estará referido exclusivamente al plano de las posibilidades institucionales. De todas formas, por lógica, la definición o proyecto de reformas institucionales debe ser previo a la lucha política por su realización. La ausencia de esta definición por parte de los políticos parece contrariar esta lógica.

Posibles reformas institucionales en el marco de la vigente Constitución Nacional

No se adaptaría a nuestro texto constitucional el modelo de algunos países latinoamericanos de Corte numerosa con una sala constitucional. Tampoco sería posible privar a la Corte Suprema de su extraña competencia por arbitrariedad asumida pretorianamente, pues su larga práctica se convirtió en fuente constitucional consuetudinaria. Sería por demás discutible la constitucionalidad de un tribunal inferior encargado de tal singular arbitrariedad, para dejar a la Corte Suprema limitada a la función de estricto control de constitucionalidad que le asigna la Constitución. Además, como la competencia que le asigna nuestra Constitución a la Corte Suprema no puede limitarse, de crearse ese tribunal la Corte seguiría siendo suprema y podría retomar la función de arbitrariedad en cualquier momento, prolongando los trámites. Tampoco sería posible adoptar por completo el modelo norteamericano, porque no contempla la competencia casatoria.

En síntesis, ninguno de los modelos puros que rigen en el mundo se podría adoptar plenamente de inmediato. De cualquier modo, de definirse una política judicial seria y a largo plazo, sería posible de inmediato establecer reformas en el marco de la Constitución vigente, que resuelvan las fallas más urgentes y preparen el camino para completarla en una futura reforma constitucional. Dada la gravedad de la situación, sería saludable abstenerse de improvisar lo que no existe en el mundo, siendo preferible en una emergencia de la presente entidad evitar la ingeniosidad flotante y aproximarse a lo que la experiencia comparada muestra como más o menos eficiente. Dado que el modelo norteamericano no admite la casación y que el latinoamericano de tribunal numeroso con sala constitucional no es compatible con nuestra Constitución, parece lo más atinado preparar una aproximación al modelo europeo continental.   

No habría obstáculo institucional en convertir a nuestra Corte Suprema en un tribunal de control constitucional y al mismo tiempo en un tribunal de casación, convirtiendo en tal la competencia que actualmente ejerce de anular sentencias que considera arbitrarias. Atribuirle competencia por casación en reemplazo de la que actualmente ejerce por arbitrariedad no fuerza la Constitución. El principio republicano exige la racionalidad de los actos de gobierno, siendo más que obvio que no es racional  - y por ende tampoco republicano - que cada juez pueda resolver como quiera. También puede agilizarse el trámite en el control de constitucionalidad, sin renegar del control difuso: nada obstaría a que cuando cualquier juez declare la inconstitucionalidad de una ley, esa declaración se eleve directamente a la Corte Suprema por per saltum. Dado que nuestro modelo originario de 1853/1860 reconoce inspiración en el norteamericano, donde rige el stare decisis, no sería más que reafirmar el modelo si se lo consagrase por ley.  

Esta reforma requeriría que se ampliase el número  - realmente insólito - de jueces de nuestra Corte Suprema, elevándolo a veinte o treinta, divididos en salas especializadas competentes en casación. Nada obsta a esta ampliación, dado que desde 1860 la Constitución dejó de fijar el número de jueces de la Corte Suprema.

En cuanto al control de constitucionalidad, es verdad que al parecer la Constitución exige que sea ejercida por la totalidad de jueces de la Corte. Como el número de estas causas es muy reducido en relación al muchísimo mayor de los que llegarían por casación, sería posible articular un procedimiento ágil con intervención de todos sus jueces. Habiendo tres posibles posiciones (constitucionalidad, inconstitucionalidad o sentencia interpretativa), si se escogen los jueces relatores de cada una de ellas y los restantes agregan sus votos particulares, no se extenderían los tiempos.  

En el marco de una eventual futura reforma constituciona

Aunque políticamente esté lejana esta posibilidad, las medidas antes mencionadas podrían ser un primer paso en la dirección hacia uno de los modelos que parece ser el menos defectuoso en el derecho comparado. Para completarlo en una eventual reforma constitucional, bastaría con crear ese tribunal y dejar a la actual Corte Suprema ampliada y dividida en salas como un tribunal de casación. No se removerían jueces, lo que siempre es discutible y susceptible de ser aprovechado aviesamente, pues sólo se restaría al tribunal la función de control de constitucionalidad.

Creemos imprescindible abrir el debate, pues tarde o temprano se deberá dotar a nuestro Poder Judicial de una estructura menos defectuosa. Si bien los espacios de viabilidad política son imprevisibles pues dependen de imponderables, el primer paso ya lo podemos dar, comenzando por discutir y reflexionar sobre el tema. De otro modo, cuando llegue el momento de nuevos equilibrios de poder, podríamos desperdiciar otra oportunidad, como lo hicimos en las múltiples ocasiones en que se ofreció esta posibilidad a lo largo de los cuarenta años de democracia, lo que culmina ahora con la actual y escandalosa crisis de desprestigio y arbitrariedad que pone en riesgo a la propia democracia, especialmente al atribuirse la potestad de interrumpir a gusto cualquier proceso electoral.   

 

Eugenio Raúl Zaffaroni

Abogado, Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires, ex juez y ex intengrante de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. 

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