22/12/2015
Juicios por jurado: una crónica
El beneficio de la duda
Desde marzo pasado -a partir de la sanción de la ley correspondiente- en la provincia de Buenos Aires se realizaron 23 juicios por jurado. En 13 casos los veredictos fueron de no culpabilidad, lo que en principio aventaría el temor de que el modelo vire hacia una suerte de punitivismo popular. Este texto permite conocer cómo funciona el nuevo sistema y es en sí mismo una radiografía social.
“Tomen conciencia de la labor que van a cumplir en el día de hoy: van a decidir sobre la vida y el futuro de una persona. Tienen que analizar la prueba. Durante el debate, no pueden charlar con nadie sobre las cosas que escuchen ni las opiniones que se formen”.
El juez Gerardo Gayol, presidente del Tribunal Oral 4 de La Matanza, mezcla lectura con expresiones propias para ilustrar a los 18 integrantes del jurado (12 titulares y 6 suplentes) sobre la tarea que están por encarar: en las próximas 12 horas van a definir si Maximiliano Mora es culpable por el asesinato de Diego Nuñez. Vestido con traje oscuro, y como si se tratara del profesor que lee las consignas de un parcial, Gayol levanta cada tanto la vista del texto para mirar a los jurados elegidos para la “labor”, sentados a su izquierda en tres filas de seis.
El lunes a las 8, los pasillos de la Universidad de La Matanza son un hervidero de alumnos que apuran el paso para llegar a clases. Dos chicas discuten sobre el concepto del “estadio del espejo”, descripto por el psicoanalista francés Jacques Lacan, y en otro grupo se analiza qué materias cursar en el verano. A esa hora, por el Patio de las Palmeras -el auditorio amplio y luminoso donde se llevará adelante el juicio, bien distinto a los pasillos oscuros que suelen conducir a los tribunales reales- apenas circula un puñado policías y empleados judiciales que comienzan a chequear el sonido y dos pantallas. Recién dos horas después, la secretaria del juez, de impecable pantalón y saco gris, ordena: “Todos de pie, ingresa el presidente del jurado, doctor Gerardo Gayol”. El auditorio acata. “Hoy vamos a discutir sobre los hechos acaecidos el 20 de abril del 2014 en Villa Celina”, adelanta. No da más pistas del caso. En el público se mezclan hombres y mujeres aspirantes a ingresar a las fuerzas de seguridad con unos pocos familiares del fallecido y del acusado y unos pocos curiosos.
Por una puerta lateral entran los 48 jurados citados para el juicio. Cada uno lleva una placa identificatoria en color negro con números blancos. En las dos horas que se demoró en arrancar el juicio, los 48 jurados pre-seleccionados estuvieron encerrados en aulas de la universidad, tomaron el desayuno. Cuando quisieron ir al baño, lo hicieron acompañados por policías. No podían tener contacto con los familiares de la víctima ni del acusado ni con el público.
Los 48 tardan unos minutos en entrar y ubicarse. Llega la batería de preguntas de rigor: “¿Fueron procesados por delitos dolosos? ¿Alguno está quebrado? ¿Alguno es ministro de un culto religioso o tiene cargos en el Poder Ejecutivo, Legislativo o Judicial? ¿Alguno de ustedes no sabe leer en el idioma nacional?”, pregunta el juez Gayol. Los pre-seleccionados van negando con la cabeza o simplemente no responden. Son preguntas formales porque se supone que para llegar a esta instancia, desde el Tribunal Oral certificaron que cumplan con las generales de la ley para ejercer de jurados.
Sistema en prueba
Buenos Aires fue la tercera provincia en implementar el juicio por jurados. Ya lo venían haciendo Neuquén y Córdoba y luego se sumó Chaco. En la provincia más poblada del país, la ley 14.543, que regula estos procesos, entró en vigencia en marzo último. Desde ese momento hasta el juicio en la Universidad de La Matanza por el asesinato de Nuñez (inclusive) se hicieron 23 juicios. En 13 hubo veredictos de no culpabilidad. Según Mario Juliano, juez de Necochea y uno de los impulsores de esta modalidad de juzgamiento, estos números echan por tierra la idea de que los ciudadanos –por prejuicio, por violencia, por crispados- “profundizarían el punitivismo”.
“¿Alguno tiene familiares directos que pertenezcan a las fuerzas de seguridad?”, pregunta el fiscal Longobardi. Diez se levantan y exhiben sus carteles. La fiscalía, la defensa y la secretaria del juez toman nota.
-¿Alguno siente que no está capacitado? – continúa el fiscal.
-Yo. No tengo la capacidad para saber si una persona es culpable o inocente- se anima a decir un pibe joven.
-Yo no me siento capacitada emocionalmente - responde una mujer de unos 50. Lleva el número 50.
-¿Alguien tiene un familiar preso? – consulta Longobardi
- Sí. Mi hermano está preso hace una semana porque intentó matar a mi mamá. Pero creo que está detenido por amenazas – dice una chica de unos 20 años, pelo largo y piercing en la cara, la número 21. A su lado, otra chica cuenta que también tiene un familiar preso. Las dos son recusadas sin causa por la fiscalía.
Los 48 tardan unos minutos en entrar y ubicarse. Llega la batería de preguntas de rigor: “¿Fueron procesados por delitos dolosos? ¿Alguno está quebrado? ¿Alguno es ministro de un culto religioso o tiene cargos en el Poder Ejecutivo, Legislativo o Judicial? ¿Alguno de ustedes no sabe leer en el idioma nacional?”, pregunta el juez Gayol. Los pre-seleccionados van negando con la cabeza o simplemente no responden.
El fiscal pregunta si hay alguien que sea parte de algún organismo de Derechos Humanos. Silencio. Nadie. Los abogados consultan por los niveles de estudio alcanzados: seis de 48 afirman que son profesionales y menos de la mitad (unos 20) informan que terminaron el secundario.
El fiscal y los abogados de la familia de Diego y de Maximiliano tienen derecho a recusar sin causa a 4 jurados cada uno. Así, de los 48 originales quedan 36. De ellos, se elige a la mitad por un sorteo informático. El jurado titular queda conformado finalmente por seis mujeres y seis varones. Los 12 titulares se sientan en las dos primeras filas. Los seis suplentes, atrás. El presidente del tribunal despide a los 30 que se van. Más tarde cuenta que se les pagará el viático y el día de trabajo. Sobre cada una de las 18 sillas que ocupan los jurados hay un block con hojas en blanco y biromes para tomar apuntes.
Si en la primera fila la relación mujeres/hombres era 5 a 1, en la segunda es exactamente inversa. El primer jurado de la segunda fila, de izquierda a derecha, es un hombre de unos 50 con anteojos que lleva colgados a la altura de los hombros. Viste jeans azules y buzo polar verde inglés. Será él quien, como presidente del jurado, en doce horas leerá el veredicto. Todos, titulares y suplentes escucharán las casi 10 horas de debate hasta oír el veredicto. Algunos dirán al final que les gustó la dinámica del juicio. Otros incluso serán elocuentes: “Fue claro y conciso”. Ninguno volverá a ser convocado en los próximos tres años; esa idea no les cae del todo mal.
Martillo y cinta Scotch
Comienza el juicio. “El 20 de abril a las 3 de la madrugada, en la intersección de las calles Córdoba y San Justo de Villa Celina, partido de La Matanza, Diego Núñez falleció como consecuencia de un disparo de arma de fuego”, relata a los jurados el juez Gayol y les recuerda que no pueden hacer preguntas. Sólo pueden –y deben- escuchar. Para dar por inaugurado el debate hace sonar un martillito de madera clara -que en la jerga se denomina mazo o mallete-, un accesorio extraño a la geografía argentina e infaltable en las películas estadounidenses. El primer interrogado es Maximiliano Mora, que viste una campera bordó inflada, está afeitado y lleva anteojos modernos de marco negro. Una de las patillas de los lentes está arreglada con cinta Scotch.
-¿Nombre y apellido completo?
-Maximiliano Rubén Mora.
-Entre sus amigos, ¿cómo se lo conoce?
-“El Tano”.
-Señor Mora, sepa que nadie va a pensar que es culpable porque no haya prestado declaración.
En el juicio por jurados, para determinar la culpabilidad o no culpabilidad de Mora, está previsto que declaren más de 10 testigos durante dos días. Por decisión del juez, los tiempos se irán acelerando, se prescindirá de algunos testigos por considerarse que no aportarán nada nuevo. Finalmente el juicio quedará resuelto en un día: empieza a las 10 y terminará a las 22.
La primera en declarar es Silvia Adriana Lorenzo, la madre de Diego, el fallecido, que entra caminando muy despacio. Lleva el pelo a la altura de los hombros, color rubio cobrizo, vestida con jeans, sweater y saco de cuero negro. Lleva también un rosario grande de madera oscura colgado en el cuello. Se sienta de espaldas al juez y de frente al jurado.
-Señora Lorenzo, ¿usted va a querer perjudicar a alguien, beneficiarlo o ser neutral con su testimonio? – arranca el interrogatorio de rutina Gayol.
-Voy a perjudicar a Mora porque es el asesino de mi hijo.
-¿Cómo fue la muerte de su hijo? –pregunta el fiscal Longobardi-. Usted mire al jurado porque son ellos los que tiene que saber.
-Me enteré por la abuela de mi hijo. Diego vivía con ella. Cuando me contó por teléfono, me descompuse. Fui hasta Villa Celina. Lo velamos. Enterré a mi hijo. Esos días, lo único que se escuchaba en el barrio era que lo había matado el “Tano” Mora. Dos días después del asesinato fui con una de mis hijas al mercado y por ahí lo vi a Iriarte. Tomé coraje y lo llamé...
Los 18 jurados clavan los ojos en la cara de la mamá de Nuñez.
-... Iriarte me dijo que él vio que el “Negro” Ayala lo abrazó a Diego de atrás y ahí vino el “Tano” Mora, sacó un arma y le empezó a pegar culatazos en la cabeza a mi hijo. Cuando lo velábamos, a Diego le sangraba la cara. [Iriarte] me contó que cuando le pegaba culatazos, se le escapó un disparo y le dio en la rodilla al “Negro” Ayala, que lo estaba teniendo a Diego. Y ahí, le apoyó el arma en el pecho y cayó para atrás. Me dijeron que Diego agonizaba y miraba para el costado como queriendo decir “son ellos”.
El relato de la madre de Diego queda interrumpido por la defensa de Mora que se queja porque no llega a verle la cara. Pide que ubique más atrás. “Es imprescindible que el jurado mire a la testigo”, aclara el juez Gayol pero ordena a sus colaboradores que acomoden más atrás a la mujer para que todos la puedan ver. Mueven sillas, escritorio, micrófono.
-¿Qué edad tenía su hijo? – retoma el interrogatorio la fiscalía.
-36 – afirma la madre
-¿Y los hijos?
-Los chicos tenían 6 y 8 años.
-¿Su hijo trabajaba?
-No, mi hijo no trabajaba porque no conseguía trabajo. Trabajaba de custodia en el autódromo cuando había carreras.
-¿Supo de algún conflicto de su hijo?
-No.
-¿Y sobre Mora?
-El señor Mora estuvo dos meses y medio sin aparecer y después se entregó.
-¿Hace cuánto había dejado de trabajar su hijo señora? –el que pregunta ahora es Pietra Sans, abogado particular de Mora, quien pudo haber optado por un defensor público.
-Hace seis meses. Sólo trabajaba cuando había carreras.
-¿Sabía cuánto cobraba?
-No, yo no le preguntaba.
-¿Tenía conocimiento si su hijo estaba armado?
-No sé.
-¿Su hijo consumía estupefacientes?
-No sé, no vivía con él.
-¿Usted cree que tuvo la intención [no menciona quién] o se le escapa un tiro?
-Yo creo que tuvo la intención. Cuando ve que mi hijo se va a levantar, ahí le pega un tiro.
-¿Quién le decía que fue el “Tano” Mora?
-Era lo que se escuchaba en Villa Celina el día del velorio.
-¿Cómo lo conoció a “Leppe” Iriarte?
-Mi hermana lo conocía y yo lo conocí ese día.
La primera en declarar es Silvia Adriana Lorenzo, la madre de Diego, el fallecido, que entra caminando muy despacio. Lleva el pelo a la altura de los hombros, color rubio cobrizo, vestida con jeans, sweater y saco de cuero negro. Lleva también un rosario grande de madera oscura colgado en el cuello. Se sienta de espaldas al juez y de frente al jurado.
El testigo “Leppe”
Lucas “Leppe” Iriarte es el segundo testigo del día. Entra a la sala por la puerta lateral y camina muy despacio hasta el estrado. Se sienta y mira a todos: a los abogados de Mora, a Mora, al fiscal y al jurado. Tiene unos 20 años, arito en una de las orejas. Viste jeans azules, buzo gris y lleva el pelo muy corto, casi rapado. No se lo preguntan, pero cuenta que ya no vive con su novia Carolina y que ahora tiene trabajo. Se agarra una mano con la otra y se toca el pulgar de la mano derecha con el de la izquierda. Se rasca la cabeza. Su declaración se demora. Lo tienen que acomodar varias veces para que todos lo vean. Está ansioso.
-Según sus creencias religiosas, ¿Jura o promete decir la verdad? – pregunta el juez Gayol
-Prometo, juro, bah.
Ante la duda de Lucas, el juez explica que el juramento busca que, a partir de las creencias religiosas de cada quien, los testigos se comprometan a declarar la verdad y no incurran en el delito de falso testimonio.
-Entonces, señor Lucas Agustín Iriarte Bustamente, ¿Jura o promete? – reintenta el juez.
-Prometo – concede Lucas.
-¿Usted va a querer perjudicar a alguien, beneficiarlo o ser neutral con su testimonio?
-Me voy a beneficiar a mí mismo.
-¿Qué le pasó a Diego Nuñez? – interroga el fiscal.
-Lo mataron.
-¿En qué circunstancias?
-Esa noche yo estaba en la casa de mi novia, Carolina, mirando la tele y escuché disparos. Ella salió primero y yo salí después y vi que pasaba un auto negro “matando” (sic). Después me fui a la esquina, vi un tumulto y a Diego tirado ahí. Quedó donde termina el asfalto y empieza el piso de tierra. Cuando me acerqué, todavía no había fallecido, estaba agonizado. Le vi en el sweater un agujero que para mí era un tiro. Había sangre.
-¿Lo vio a Mora ahí?
-Yo lo no vi sino que, por lo que me dijeron, deduje que era él.
-Su novia Carolina salió antes, ¿qué le contó ella?
-Me contó que Maxi tenía un revólver y que le dijo “Levantalo a este gil”. Eran las 2, 2:30 de la madrugada. Yo escuché ruidos pero no escuché cuántos [¿disparos?] fueron. El auto negro salió para la derecha, para el lado del centro comercial.
-¿Se cruzó con Silvia Lorenzo? – pregunta el abogado de Silvia, Pablo Torres Barthe
-Sí. Me frenó para hablar. Me preguntó qué sabía yo. Porque se anduvo diciendo en el barrio que yo me llevé el celular y el fierro. Yo no me llevé nada.
-¿Mora estaba armado? – retoma Torres Barthe
-No sabría decirte.
-¿A qué se dedicaba el “Mono”? – intenta azuzar el abogado del “Tano”
-Y, a veces hacía sus cagadas. Se drogaba como todo el mundo.
-¿Robó un auto?
-Yo nunca lo vi. A veces bardeaba en el barrio – afirma Lucas- Más tarde aclarará que sólo le conoce un hecho delictivo, menor.
-¿Tenía un arma? ¿Qué arma tenía?
-No la vi.
-¿Se ocupaba de sus hijos? –inquiere Pietra Sans
-Creo que sí. Sólo lo conocía de vista, de hola y chau, porque vivía a la vuelta de mi casa - Lucas se echa para atrás, apoyando las dos manos flexionadas en la cabeza.
-¿Ud. dijo que Diego era rastrero? ¿Merecía que lo mataran? –retoma el interrogatorio el fiscal.
-No, nadie se merece la muerte – concluye Lucas Iriarte.
Carolina, única testigo
“Escuché un tiro y salí. Veníamos de un cumpleaños. Y ahí vi corriendo a un pibe en una pierna. Diego estaba tirado en los troncos que hacen una L, en la esquina de Córdoba y San Justo, donde los pibes paran para tomar algo. Yo lo vi agonizando y boca arriba. Maxi tenía una pistola en la mano y me decía que lo levante antes de que lo maten. Le salía sangre de la cabeza. Tenía la cabeza rota y un tiro en el pecho”, afirma ahora Carolina Insfrán, la ex novia de Lucas y la única que en todas sus declaraciones confirmó que vio a Maxi en la escena del crimen. Tiene unos 20 años, viste un jogging gris tipo babucha y un sweater negro y tiene un piercing en la cara.
-¿Sabe cómo se fue Mora? – pregunta el fiscal
-Creo que en un auto negro – indica Carolina.
-¿Sabe el por qué [del homicidio]?
-No.
-¿A Mora lo conocía de antes?
-Sí. Vivía a la vuelta de mi casa.
-¿Cómo es su familia?
-Normal.
-¿Mora solía andar armado en el barrio?– continua el abogado particular de la mamá de Diego Núñez.
-Sí. Tenía una pistola 9 milímetros, como la que usa la policía.
-¿Tuvo problemas por venir a declarar acá? – consulta el abogado Torres Barthe
-No. Pero hubo bolaceo (sic). El padre de Mora me tiró el auto encima – afirma Carolina
Los jurados se miran entre ellos, suspiran. Acaso la fiscalía y los abogados de la víctima se acaban de anotar un punto.
-Me dijeron que me encuentre con el abogado de Mora pero yo no quise –continúa Carolina- Mucha gente del barrio me dijo que no declare.
-¿A qué se dedica? – inquiere rápido Pietra Sans, el abogado de Mora
-Soy ama de casa – asegura Insfrán
-¿De qué vive?
-De mi mamá.
-¿Estaba el “Negro” Ayala presente esa madrugada del 20 de abril del año pasado?
-Yo no lo vi.
-Entonces –intenta recapitular el abogado de Mora, que ahora la trata de “vos” -¿esa madrugada saliste a ver qué pasaba y dejaste sola a tu hija de 5 años a la madrugada?
-Sí –afirma Carolina.
-¿Por qué en varias oportunidades se negó a declarar? – Pietra Sans mira fijo a Carolina
-Porque no quería
"Esa noche yo estaba en la casa de mi novia, Carolina, mirando la tele y escuché disparos. Ella salió primero y yo salí después y vi que pasaba un auto negro “matando” (sic). Después me fui a la esquina, vi un tumulto y a Diego tirado ahí. Quedó donde termina el asfalto y empieza el piso de tierra. Cuando me acerqué, todavía no había fallecido, estaba agonizado. Le vi en el sweater un agujero que para mí era un tiro".
Tras un cuarto intermedio de una hora para almorzar -que se extiende por casi dos- declara Jonathan Lotto, 30 años, los ojos muy claros. Dice que no vio a Maxi en la escena del crimen. En su primera declaración había dicho que sí. El fiscal pide la “inmediata” detención del testigo y el juez Gayol la rechaza. Superado el momento de confusión por la declaración de Lotto, los abogados de Mora cambian su postura respecto del inicio del juicio: anuncian que Maxi va a declarar.
-Esto arranca en Semana Santa –relata Mora-. Yo quiero aclarar que no vivo en Villa Celina, sino en Pompeya. Villa Celina es el barrio de mi mamá. Nunca estuve prófugo, sino que estuve asesorado por mi abogado. Cuando me tuve que presentar al juzgado me presenté. El viernes 18 de abril fui a bailar con mi ex señora Romina Sosa. Y el sábado fui a comer con Romina. Soy un hombre trabajador desde los 17 años.
-¿Ud. tenía red social Facebook? – pregunta el fiscal
-Sí, y ahí aparecía con un Focus negro que es mío, me lo compré trabajando. Pero después se lo vendí a un compañero de trabajo. El 20 de abril del 2014 andaba en un Bora negro.
-¿Conoce a Carolina Insfrán?
- Sí. Por mi familia. Ellos son otra clase de gente, de mala vida.
El turno del maniquí
Con un best seller bajo el brazo, a media tarde entra a la sala Andrés Abinet, el médico de la Bonaerense que hizo la autopsia de Diego Núñez. Ayudado por un maniquí que le acerca el Tribunal (el juez se disculpa porque es un cuerpo de mujer, carcajadas del jurado, el público e incluso de los familiares) explica y marca con una regla el recorrido de la bala que mató a Diego: ingresó por el pecho y atravesó la arteria aorta, el diafragma, el bazo y el pulmón. Produjo una hemorragia masiva. Abinet asegura que la bala se disparó a menos de 5 milímetros del cuerpo, con el cañón apoyado en el pecho de Diego. Una “vaina servida” hallada a metros del cuerpo sin vida de Diego le permitió a la policía asegurar que lo mató una pistola y no un revólver. La declaración del médico de la policía incluye un powerpoint, que se exhibe en las pantallas, con fotos del cuerpo de Diego. El médico va señalando zonas de ingreso y recorrido con un láser. El jurado, impactado.
Quince minutos antes de las 18, comienzan los alegatos. Los tres abogados particulares y el fiscal caminan y gesticulan, agitan las manos frente a los jurados. Corporalidad pura, acting. El fiscal Longobardi recuerda que la testigo Carolina Insfrán dijo haber visto en el lugar del crimen a Mora, quien luego “desapareció” por dos meses. Señala que el testigo Lotto se contradijo y afirma que “tiene miedo de que lo maten”. También marca las contradicciones entre Mora y su ex pareja Romina Sosa en cuanto a si la pizza fue amasada a mano o comprada el día del asesinato de Diego.
“No hay derecho a matarlo. [Diego] no había cometido ningún delito contra Mora. Lo mató porque lo mató, porque lo quiso matar. Si tiene cola de león, cabeza de león y patas de león, es león. Estoy segurísimo de que ustedes le van a dar a cada uno lo que se merece. Cuando en el barrio todos sabemos que fue, es que fue”, plantea en modo Doña Rosa de Neustadt el fiscal Longobardi al jurado.
En esa misma línea, Torres Barthe advierte: “Escuchamos a la defensa decir que Diego era un rastrero, un drogadicto, un malviviente. Cuando llegamos, yo les dije que prestaran atención a una cosa: Diego no está. A Carolina Insfrán le tiraron un auto. Nos hubiera gustado tener cinco testigos. Pero tenemos una. Carolina siempre dio la misma versión: en la policía, en la fiscalía. Lotto no resistió la presión que sí resistió Carolina. Todo el barrio decía que ‘El Tano’ Mora era una persona de armas tomar”.
“No sería la primera vez que personal policial arma una causa con la fiscalía”, lanza, de un tirón, el abogado Pietra Sans. Y le pone nombre y apellido a su ironía: Alberto Nisman. No profundiza en semejante línea sino que vira hacia otras sentencias categóricas: “Insfrán vende estupefacientes; es evidente que está protegida por la policía”. “Es evidente que el personal policial quería algo más de Mora”. “Está probado que Iriarte le robó el teléfono celular a Núñez”. “[El crimen] se hizo de a dos: [A Núñez] le robaron el celular y lo mataron”. “Mi cliente no se encontraba en el lugar del hecho. Es más fácil echarle la culpa que hacerse cargo”.
“El señor Mora podría ser el hijo de ustedes - enfatiza Pietra-. Al día de hoy sigue detenido y dependemos de ustedes para que digan que es inocente”.
Su colega, José Angel de Priete, canoso y mucho más formal, elige otro estilo argumental: “Todos hablan sin certezas. ¿Hubo algún elemento que vinculara materialmente a Mora con este horrible hecho? No. Toda la investigación fue detrás del testimonio de Carolina Insfrán. Yo no tengo elementos para probar que sus dichos son mentiras pero tampoco para decir que son ciertos. Yo no les pude demostrar que Insfrán mentía pero el fiscal tampoco pudo demostrar que fuera verdad. Queda en ustedes el derecho de definir sobre la libertad de una persona”. Habla, sin nombrarlo, del beneficio de la duda que rige en derecho penal.
Para completar la escena, Mora repite tres veces: “Soy inocente, inocente, inocente”.
Con un best seller bajo el brazo, a media tarde entra a la sala Andrés Abinet, el médico de la Bonaerense que hizo la autopsia de Diego Núñez. Ayudado por un maniquí que le acerca el Tribunal (el juez se disculpa porque es un cuerpo de mujer, carcajadas del jurado, el público e incluso de los familiares) explica y marca con una regla el recorrido de la bala que mató a Diego.
Justicia
El jurado sale a deliberar. Mientras van caminando hacia afuera a dos o tres se les caen las carpetas, otros se ríen, algunos más sonríen con una mueca nerviosa. El juez les informa: “Deben designar un presidente por mayoría simple. La prueba no se valora por cantidad sino por convencimiento: que dos testigos digan blanco no significa que sea blanco. El señor Mora no tiene que demostrar su inocencia sino que ustedes deben demostrar su culpabilidad”.
Y continúa: “Una persona ha matado a otra. Todos los jurados deben expresarse, incluso los tímidos. Y si durante la deliberación le surge alguna duda, tienen que despejarla por ustedes mismos. Una vez que se deciden a votar, sólo pueden hacerlo tres veces. Para decidir por la culpabilidad, deben alcanzar un mínimo de 10 votos. Si es menor a ocho será absolutorio. Si es nueve se considerará que el jurado está estancado para votar (sic)”.
En el cuarto intermedio y mientras los jurados deliberan, tanto el abogado defensor de Mora como el fiscal coinciden en que un tribunal ordinario no condenaría a Maximiliano.
Un minuto antes de las 22 y tras una hora y media de deliberación, el jurado reingresa a la sala y el presidente anuncia que han llegado a una resolución: “Encontramos al acusado no culpable del hecho”.
A partir de ahí, todo sucede muy rápido. En apenas unos minutos: el abogado de la madre de Diego se agarra la cabeza, el juez anuncia que “se libra la libertad irrestricta” de Mora y aprieta nuevamente el martillito para afirmar: “Señores, se ha hecho justicia”.
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