15/07/2020
A diez años, la épica persiste
Alejandro Modarelli se reconoce parte de una generación adversa a la institución tradicional de la familia y el matrimonio, acostumbrada a sumergirse en la clandestinidad del deseo y las periferias sociales. En este sentido, recuerda que antes de la sanción de la Ley, el Matrimonio Igualitario era considerado por algunos sectores de la militancia como una herramienta de incorporación al orden capitalista burgués.
A 10 años de esa jornada histórica, el autor reflexiona sobre las contradicciones en el camino hacia el reconocimiento legal y advierte la urgencia de abrazar los derechos ganados frente a la avanzada del neofascismo.
He sido, hasta no hace mucho, proclive a sentir y pensar como Pedro Lemebel, que dijo en una entrevista: “Yo nunca luché por el casamiento gay. Vengo de otro tiempo que cuestionaba la burguesa postal familiar. Éramos locas feministas, anarcas que peleábamos por la liberación de ese tipo de instituciones...que se casen con la revolución del deseo, de todos los deseos de los oprimidos”. Pertenezco, como tantos que pasamos de los cincuenta, a una generación adversa a aquella institución que nos constreñía a herederar al Padre y sus símbolos testiculares, a la madre engolfante, de la que huíamos al precio de una melancolía persistente, y al adocenamiento en el hogar civil y sedentario registrado. La fábrica de ansiedades, frustraciones y angustia, la familia, tenía como destino, para las locas como una, el diván psicoanalítico, donde en una oportunidad hice caso al “licenciado” que me aconsejó probar el roce con la mujer, para sumarme a la curva normativa señalada por la mano opresiva del patriarca. Ni que decir para aquellas de formación religiosa que cargaban con el pecado del desvío sexual. La clandestinidad del deseo siempre insaciable, las periferias sociales, la aventura arborescente de la calle, con sus códigos y pedagogías de supervivencia, eran el escenario donde la mayoría habíamos hecho carrera. Por algo los términos que usábamos para referirnos entre nosotras eran hurtados a la semiótica de las estrellas. La Talle Menos se retiró; La Gaucha se fue de gira.
Hasta la emergencia del sida, el anhelo de descendencia no parecía ser mayoritario entre las personas lgtbi. Porque si el virus nos pegó su mortifera sombra, con él nació, como paradoja, el sueño de conjurar el exterminio insuflando, dentro de la comunidad, el orden de la vida, unas vidas que se extenderían más allá de nosotros. Así, al menos he oído y leído: adoptar hijos, o concebirlos mediante técnicas profanas de reproducción, podía ser el resultado de haber estado durante demasiados años celebrando funerales. El sida nos sacó a la fuerza de las catacumbas, abrió closets y cerró féretros; nos condujo a los set de televisión y a organizarnos para reclamar a los Estados políticas sanitarias de contención de la pandemia. Lo cierto es que, una vez que pudimos abjurar de la muerte, se expandió la exigencia de que se nos reconociese como ciudadanos de pleno derecho en la ciudad democrática liberal. El sida y sus efectos nos fueron quitando del camino de “homosexuales fuera de la ley” para subjetivarnos en las mieles igualitarias: el antiguo modelo de vida en el que nos formamos renunció a su supuesto potencial subversivo mediante la gentrificación de las conductas y las apetencias de consumo en el mercado, del que ahora formamos un segmento específico en las góndolas de las identidades. Las locas de clase media despoblamos las calles, sucumbimos a discos y saunas para pagar las costas de la legalidad. Como si se tratase de un evento perfecto, lógico y natural, marchamos del emparejamiento al casamiento. Aunque ese pasaje no fuera de mayor importancia para las disidencias más precarias.
Sin embargo, el 15 de julio de 2010 celebré la promulgación de una figura jurídica por la que había militado -el mismo derecho con el mismo nombre- y que venía a colarnos en el Código Civil, aunque las travestis la percibían ajena. Si buscaba yo repudiar enseguida el derecho, antes debían consagrarlo. La broma que repetí entonces, inseparable de la alegría, era “festejemos el derecho a no casarnos”. Además, no podía dejar de admitir que algo de la maquinaria tradicional del matrimonio (aunque en crisis) regida por Iglesia y Estado se había desestabilizado con la inclusión de cónyuges del mismo sexo y la posibilidad de adopción conjunta. ¿Acaso no es cierto, como escribió Didier Eribon, que para los poderes normativos es mucho más llevadera la figura del homosexual fuera de la ley, en rebeldía perenne, en vez de en disputa con la hegemonía cultural? ¿No es más incómodo tener que lidiar con la persona lgtbi que busca ser reconocida, ella y sus familias, dentro de las normas jurídicas? Me costó convivir con la contradicción de abominar, a un mismo tiempo, del matrimonio y de la trampa en la que solíamos caer cuando persistíamos en dejárselo a los heterosexuales. Porque, total, ellos hasta podían simpatizar con nuestra insistencia en negarnos al matrimonio porque “necesitamos que ustedes sigan, con sus modos de vida alternativos siendo el afuera (la isla con la que soñaba el Cardenal Quarraccino) para que nosotros tracemos los límites del adentro”.
Mientras no perturbáramos la casa heterosexista, nos dejaban dormir en el jardín. Pero cuando tocamos a la puerta, asomaron las fauces de los reaccionarios. En todas partes. Inolvidable la intervención, en la Cámara de Senadores, de la Chiche Duhalde con un discurso delirante en el cual advertía de un inminente tráfico de esperma o de tours de pedófilos extranjeros a la Argentina si la ley se aprobaba. En la configuración de las narrativas paranoicas fue una adelantada a esta época, en la que circulan las ideas más disparatadas a medida que se extiende el neofascismo, ese mix de integrismo religioso, violencia institucional, desintegración del poder mediador del Estado y la economía neoliberal. Ya escribió el brillante pensador Jorge Alemán: dentro de poco la tierra será plana.
Aunque en Francia también lacanianos conservadores, como André Green, pontificaban contra el reconocimiento, primero, de las uniones de parejas del mismo sexo (las llamaban PACs) y años después contra el matrimonio, porque el contrato familiar edípico sucumbiría junto con la ley del padre, produciendo niños psicóticos. Extraño acuerdo, discursos intercambiables, entre las invectivas del clero, sus sucedáneos políticos y los sermones del psicoanálisis más reaccionario. Como con la crisis del 2008 entre las patronales rurales y el gobierno kirchnerista, era urgente tomar partido contra los ganadores de siempre.
¿Debería dejar de considerar la épica del derecho al matrimonio igualitario -o, mejor dicho, universal- una herramienta de incorporación, vía jurídica, al orden capitalista burgués; es decir, adquirir deseos individuales en serie producidos por la mercantilización neoliberal de la vida? Me imaginaba toda esa secuencia familiar satisfecha con fetiches del consumo lgtbi, luna de miel en crucero gay, aniversarios celebrados en hoteles del ambiente, escuelas privadas donde demostrar que somos mejores padres que los heterosexuales, hacer una docencia de la vida sana, quizás hasta de la fidelidad monogámica. Temía por la clausura de mi singularidad, en nombre de la individualidad serial. Imposible olvidarme de un manfiesto escrito por Alan Badiou, en el que advertía que “debíamos, hoy, ser implacables censores de nosotros mismos”. Censor, pensé, de la subjetividad del consumidor matrimoniable serial.
Cuando me casé -sí, me casé- lo hice más con un amigo que con un emparejado. El Juez (olfato de derecha) sospechaba de qué se trataba: antes que de una ceremonia llorosa, de un contrato de palabra performático entre dos varones a los que ni siquiera los anillos le calzaban bien en el índice. Es que ambos sentíamos que tomábamos de la legalidad su porción de seguridad social y mucho menos aquello que nos conducía al wedding planner o a la emoción de destinos ahora entrelazados. No olvido del horror que me sobrevoló cuando el tipo sermoneó con la importancia de la fidelidad y del cuidado mutuo, aunque la figura del adulterio hubiese desaparecido como delito. ¡Pero aún, debía obedecer al amo interior, implacable, y no a la ley pública, que me invita a transgredirla!
Recuerdo que Lohana Berkins se preguntaba en qué podía mejorar las condiciones de vida de las compañeras; que no estaban incluidas en esa fiesta. Su fiesta consistía en la ley de identidad de género y la del cupo laboral trans; aquello que realmente les daría un carné de ciudadanas. Con un proyecto de supervivencia que develaría para todas, me dijo en una entrevista, que “hay algo más allá de la prostitución”. Mientras los gays y lesbianas recorríamos la Avenida Corrientes hacia el Obelisco, la madrugada helada del 15 de julio, las trans seguían como siempre en las esquinas o en los bosques de Palermo, con algún auxilio narcótico y otro filoso.
Hoy, sin embargo, creo que exageré el anticonyugalismo del pasado. Escribí hace poco para el diario Página 12 que “no importa cuánto de real hubo en mi matrimonio -qué mayor verdad que casarte sin estar impelido por los fantasmas del amor romántico- sino que es injusto olvidar con cuánta verdad sí luchamos por lograr ese derecho”. Lo cierto es que se luchaba y se lucha contra fuerzas terribles del confesionalismo y la renovada furia de la incorrección política, y todas las críticas que pudiera enumerar se desvanecen en el actual panorama político internacional. El neofascismo en el poder o ganando bancas en distintos parlamentos mediante su cruzada mixta (religión y economía neoliberal extremas) sabe imponerse con el arma del cinismo, la fake news, el delirio, bajo una libertad de expresión que debiera ser nombrada como libertad de extorsión: extorsión a los gobiernos, a las instituciones educativas, a las organizaciones de derechos humanos o civiles, multiplicando un frenesí twitero, marchoso y panfletario contra lo que denominan ideología de género. ¿O acaso Bolsonaro no triunfó mintiendo en las redes sociales, de las que abusó con violencia, atribuyendo al Estado brasileño una falsa distribución de dildos para fruición de la infancia?
Quienes renegamos hasta no hace mucho contra el legitimismo y nos burlábamos de leyes universales como el matrimonio, con el objetivo de defender nuestra singularidad contra una institución patriarcal, tenemos que admitir que el peligro de perder ciertos derechos, incluso esos mismos que mirábamos con desdén, es hoy más real que nunca. No cedamos ni un tranco de loca a la avanzada del neofascismo. Abracemos lo ganado porque, por más libertad que el closet abierto nos haya dispensado en demosgracias (el juego significante que usaba Lemebel para referirse a las democracias actuales) la proclama anti derechos está tanto más presente que en el origen de nuestra lucha por el reconocimiento.
*Colaborador del Suplemento SOY de Página 12. Autor de los libros de crónicas Rosa Prepucio y La noche del mundo. Coautor de Fiestas baños y exilios. Los gays porteños en la última dictadura.
** Imagen de portada: Paula Lobariñas
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