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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

15/02/2016

Cuentos sobre cuentos

Vidas cotidianas

En el marco del Taller “Vida y Literatura. Un encuentro con Haroldo Conti”, realizado durante enero en la Biblioteca del Centro Cultural, los participantes pudieron acercarse al análisis y debate de relatos del autor de Sudeste. La propuesta de cada uno de los cuatro encuentros culminó con un ejercicio de escritura . Estos son algunos de los trabajos realizados.

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Destellos

Por Estefanía Martínez

 

Envejeció tan pronto como pudo. La infancia fue cruel y la juventud demasiado difícil. Necesitaba la sabiduría de los ancianos para aliviar el peso de la vida. No quiso cesar por sus propios medios, no; no hubiera sabido cómo hacerlo. Decidió vivir en un hogar de mayores a pesar de que, según le dijeron, aún no tenía la edad mínima. Claro que esto no era un impedimento: tenía dinero suficiente no sólo para garantizar los pagos mensuales sino también para ofrecer generosas donaciones que permitirían contratar personal adicional, hacer reformas, abastecerse de insumos. Con lo cual, todos en el hogar estuvieron de acuerdo en recibirla.

Sofía Brener quedó huérfana entrando a la adolescencia. Sus padres, inmigrantes alemanes, murieron en un accidente camino a Buenos Aires cuando viajaban para cerrar algunos negocios. Ella fue la única heredera de un extenso campo de “tierra fértil y prometedora” (como le gustaba decir a su padre) y de fríos recuerdos. Con su temprana edad ya había construido una personalidad sólida y clara como para decidir quiénes le ayudarían a concretar el rumbo que había pensado para su economía. Sus decisiones fueron acertadas puesto que logró multiplicar su fortuna ganando tranquilidad, quizás, para el resto de sus días. “Nada que una persona con voluntad y sabiendo lo que quiere no pueda obtener”, solía decir.

A pesar de sus posibilidades, pocas veces se había ido lejos de Chacabuco. Prefería recluirse en su casa, o en la estancia, y pintar. Había encontrado en la pintura una forma de ser y estar alegre, tal vez porque lo hacía en soledad, tal vez porque así sentía que el tiempo pasaba rápido. Pintaba sólo para ella. Era la autora y única admiradora y crítica de sus obras. Había algo del juego con los colores que la trasladaba a lo más genuino de su intimidad y no se atrevía a que alguien más pudiera acceder a ese lugar tan privado y vulnerable para ella.

Pero no era suficiente para querer la vida. Sus pinturas tampoco le daban respuestas. Ya no lo toleró y fue entonces cuando se mudó al hogar, para comenzar de una buena vez a sentir el olor de la despedida que ansiaba. Supuso que el tiempo allí sería corto.

No llevó sus pinceles.

Pero no era suficiente para querer la vida. Sus pinturas tampoco le daban respuestas. Ya no lo toleró y fue entonces cuando se mudó al hogar, para comenzar de una buena vez a sentir el olor de la despedida que ansiaba. Supuso que el tiempo allí sería corto.

Sofía casi no tenía relación con las demás personas que habitaban el hogar. Siempre había sido una mujer solitaria y ese lugar había acentuado su necesidad de aislamiento. En su vida, luego de la muerte de sus padres, había podido construir un único lazo fuerte: su amistad con Pelice. Nunca se había comprometido demasiado con nadie, como si tuviera miedo de que la entrega a otra persona rompiera con la fragilidad de su propio cuerpo. Pero con Pelice era diferente. Ese temor se disipaba, aunque no desaparecía. Eran amigos desde chicos y todos los vecinos de Chacabuco, cada vez que pensaban en uno, lo pensaban al otro. A ellos les pasaba lo mismo: no se sabían de otra manera más que juntos. A pesar de eso, él nunca comprendió las decisiones que tomaba Sofía.

Pelice era la única visita que recibía semanalmente en el hogar. A ella le sorprendía cómo podía estar horas contando, a cada semana, una anécdota distinta. Le gustaban los detalles porque se figuraba cómo cambiaban las calles que tantas veces habían caminado. Como él era el cohetero del pueblo, todas sus historias involucraban un destello en el aire que maravillaba a quienes lo veían. Con el tiempo ella ya no supo discernir si lo de los destellos era algo que él contaba o lo que ella sentía cuando lo escuchaba. Alguna vez, cuando era menos vieja (Sofía se sentía vieja desde joven), se preguntó si estaba enamorada de Pelice. Se confesó que sí. Eran dos almas solitarias que en cada encuentro se llenaban de vitalidad. Eso era justo lo que necesitaba. O lo que hubiera necesitado. Pero no pudo ni imaginarse como la señora del cohetero. ¿Acaso era eso una profesión? ¿Qué clase de futuro podía esperar? Era evidente que estaba para otras cosas, de esas que de tan otras terminan no siendo. Al menos no fueron para Sofía.

“Me enamoré, Sofita”. Escucharlo llamarla así le producía tanta ternura que la hacía sentir liviana. Pero esa tarde sus palabras retumbaron en las paredes del hogar en un eco ensordecedor. El aire se hizo denso y el peso se multiplicó en sus sienes.

Desde aquella tarde, en todas sus visitas, Pelice sólo hablaba de Haydée Lombardi. Ya no hubo destellos. Le leía las cartas que le escribía a su enamorada y no se animaba a enviarle. En cada carta, en cada palabra no escrita para ella, Sofía se abstraía un poco más del mundo. Y él, completamente tomado por la imagen de esa mujer que tal vez ni siquiera supiera de su existencia.

Su padecimiento duró largos pesados años, en los que su cuerpo envejeció más de lo que creía posible.

Ahora era Mayo. Pasó la primera semana y Pelice no fue a visitarla. Le extrañó. Pasó la segunda, la tercera… Era Mayo, lo recordaba muy bien porque era su mes preferido, en el que se sentaban juntos afuera y la luz de la tarde plasmaba el color de las hojas secas en su cara. Sí, claro que lo recordaba muy bien, esa era una imagen que había pintado muchas veces en su cabeza y la que hacía que por momentos añorara sus pinceles. Durante ese mes Pelice no apareció. Tampoco en Junio, ni en Julio, ni el otoño siguiente, ni el otro. Sencillamente ya no volvió. Y con él se fueron sus esperanzas de que alguna vez la salvara.

Sus días se redujeron al silencio. La incomprensión de su propia vida se magnificó. Apenas entendía algo en ella. Pensó que los años habían sido una emboscada, que ninguna promesa puede cumplirse, que en las búsquedas nunca se encuentra nada. Pensó en su infancia, en su juventud avejentada, en las miradas, las palabras, los miedos. En las cartas. ¿En qué momento se había ido de sus manos la posibilidad de ver y entender el mundo?

Una mañana de Septiembre, mientras esperaba junto al ventanal alguna respuesta a la pregunta que se hacía desde que pensó por primera vez, vio nacer una flor del ciruelo del jardín. Sus ojos permanecieron inmóviles ante el destello de los colores. Su sangre se heló y su cuerpo cedió a la sorpresa de lo inesperado, que la sacudía internamente como una revelación. Fue en ese momento cuando yo no soportó tanta vida junta fuera de sí.

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Una rosa en la oscuridad

Por Maximiliano Goldshmidt

Javier tiene 30 años, dos hijos y usa anteojos. Cuando se los saca, sus ojos quedan chiquititos y el gesto de su cara delata el esfuerzo que tiene que hacer para enfocar. Eso, sacarse los anteojos, es lo que hace ni bien pone la llave en la puerta de su casa, cada noche cuando vuelve del trabajo. Lo que pasa un segundo después, también siempre se repite. Es, salvo extraordinarias excepciones, el momento más alegre de su día. Muchas veces, el único.


Y a éste qué le pasa, fue lo primero que pensó ese martes cuando lo vio entrar a la redacción con un paso decidido como nunca antes, más derecho que de costumbre, pómulos a punto de sonreír y una flamante camisa a cuadros.

Pasó delante de la mesa de los editores, a esa hora vacía, de Info general y de Espectáculos, antes de saludar a Lito y al Colo con la cordialidad acostumbrada pero con un brillo que sus anteojos no lograban ocultar.


Para ese abrazo no necesita ojos. Incluso es mejor no ver: sentir el calor y las costillas de ese cuerpito le da sentido a su vida. Su vida es, básicamente, su familia y su trabajo. Su familia son sus dos hijos y sus padres; con ellos vive. Su trabajo, el diario. Allí, él se desempeña como cronista de la sección Deportes. Allí, en ocasiones, él siente algo parecido a la felicidad. Una felicidad distinta a la del abrazo cotidiano de su hijo mayor. Una felicidad menos corporal y más mental, una especie de orgullo; algo más bien que habita el terreno de los sueños. De esos sueños que, nadie más que él, conoce.


Javier no le dio tiempo a incorporarse e ir a saludarlo, como hacía todos los días. Apenas dejó su bolso, e incluso antes de prender la máquina, ya le estaba extendiendo la mano.

—Hola Haroldo.

—Hola Javier, ¿qué pasó, te ganaste la lotería?

-—No, por qué lo decís —ahora sí, sus pómulos habían cedido y la sonrisa franca le achinaba los ojos detrás de los cristales.

—Mirá la cara de felizcumpleaños que tenés.

—Si querés en un rato vamos al kiosco y te cuento.
En su trabajo, Javier habla poco. Más bien se suma a charlas cuando lo hacen partícipe. Charlas que casi siempre son de fútbol, de otros deportes y de mujeres. En estas últimas, Javier prácticamente no opina, salvo por sus sonrisas pícaras que lo delatan entre sus compañeros que no le dejan pasar una.

El festín que se hubieran hecho con la intensa y fugaz historia que Javier protagonizó entre la madrugada del lunes y el martes a la noche... Pero nadie se enteró.

Además de tímido, Javier es muy reservado. Salvo con Haroldo.


—Viste que vos me decías que tengo que salir, conocer gente y perder un poco la timidez.

—Sé...

—Bueno, resulta que me metí en una página donde hay muchas salas de chats —había palabras que, automáticamente, le ponían cara de mal olor a Haroldo...—. Y bueno, conocí a una chica. Estuvimos hablando como tres horas; me fui a dormir a la madrugada —...pero nunca había escuchado a Javier tan entusiasmado— y bueno, quedamos en vernos hoy.


A excepción de Blanco y los de Deportes, nadie habla mucho con Javier. Lito y el Negro sí; comparten mates, charlas y suelen ir juntos o se turnan a la hora de comprar yerba y galletitas. Cuando ellos u otros compañeros de sección le hacen alguna pregunta, Javier contesta cortito y en voz baja. Con Haroldo es distinto. Con él, y en parte porque los dos se van para Retiro tras los cierres, construyó una relación de mayor confianza. Además de repasar la jornada, la laboral y deportiva; de reírse de Núñez, el viejo borracho de corrección que siempre putea a su hijo por teléfono; de los pantalones que un día van a terminar de ahorcar a Vázquez, el de Policiales; de la nueva pasante que se quiere llevar el mundo por delante y ya tiene más enemigos que el arrastrado de Mugrini; del Loro, el Jefe de Deportes que siempre los entierra. Además de hablar de los temas propios de la redacción, hablan de sus cosas. De sus hijos, principalmente. De periodismo, y a veces de libros. De la zona norte en general -Javier vive en Adelina; Haroldo en Tigre- y del Delta en particular. De sus preocupaciones y de sus angustias.

A las ocho, los deja en la puerta de la escuela Nº 28 y se vuelve a su casa. Ordena las camas y después se va para adelante, a la casa de sus padres. Su padre, en general, siempre algo tiene para reprocharle antes de irse a trabajar. Javier odia eso. No odia a su padre, pero sí odia que siempre lo critique y lo rete como si fuera un niño. Pero no le dice nada.

Haroldo prende un cigarrillo. Un pibe que tira de un carro le pide fuego. Le pasa el encendedor y se queda mirando la pintada, enfrente, en la persiana del chino: Blanco traidor y carnero. El pibe le devuelve el encendedor y esa acción lo despabila. A través del humo vuelve a mirar a Javier, que sigue describiendo, con emoción y detalles esa, su mejor noche en meses. Los frenos de un diecisiete chillan en la esquina de Esmeralda y un taxi pasa a toda velocidad por Mitre rumbo a Diagonal. La puteada del colectivero queda suspendida delante de ellos. A Haroldo se le estruja el corazón. Debería, quizá, ponerse contento al ver así a su compañero. Pero no puede, no puede dejar de pensar en todas esas noches que, sentados en la estación Diagonal Norte o en los cómodos asientos del subte C, escuchó a Javier al borde del llanto. No sabe por qué piensa en eso ahora. Y le gustaría que no fuera así, y poder subirse a esa calesita, “es una chica muy especial”, montar uno de los caballos de madera, “me dijo cosas muy lindas, se nota que es una persona muy cariñosa”, estirar el brazo para alcanzar la sortija, “no puedo creer la suerte que tuve, de conocerla así”. Pero la mano del calesitero desaparece, no hay caballos ni música; sólo la boca de Javier diciendo “y todo gracias a vos, que me insististe”.


Los hijos de Javier se llaman Lautaro y Darío. Lautaro, tiene siete años y entiende todo. Tanto, que nunca se duerme antes de escuchar el sonido de la cerradura. Eso activa su carrera, y pese a que su abuela le dice “despacio, Lauti”, él corre y salta con toda su fuerza. A esa hora, su hermano ya está dormido. “Es que Darío es más chiquito, por eso no entiende”, repite Lauti, en defensa de su hermano, cuando su papá o su abuela lo retan.


Javier le sostiene la puerta de vidrio, Haroldo entra al edificio y saluda al paso al portero correntino que siempre le hace chistes pero que, viéndole la cara, esta vez sólo devuelve el saludo. El hombre, que es de Curuzú y con el que Haroldo siempre habla de los pagos, del Paraná y de pesca, sabe cuándo toca hablar y cuándo no. Interpreta los gestos y los silencios. Javier, al menos hoy, no parece tener ojos para esas sutilezas. Hoy, el protagonista es él y, exultante y embriagado en su mundo, no repara en que su compañero está más callado que de costumbre.


Javier se levanta todos los días a las siete y cuarto. Darío abre los ojos ni bien su papá le toca la frente y le dice “buen día”. A Lauti tiene que insistirle varias veces hasta que logra despertarlo. Mientras, lo viste a Darío, le moja la cara y esos pelos de atrás que siempre se le levantan. A las ocho, los deja en la puerta de la escuela Nº 28 y se vuelve a su casa. Ordena las camas y después se va para adelante, a la casa de sus padres. Su padre, en general, siempre algo tiene para reprocharle antes de irse a trabajar. Javier odia eso. No odia a su padre, pero sí odia que siempre lo critique y lo rete como si fuera un niño. Pero no le dice nada.


Qué bueno, pero vos andá tranquilo, eh.

—¿Tranquilo? No, estoy re nervioso. No veo la hora de que sean las nueve. A esa hora nos encontramos en Lavalle y Florida.

­—Ah, un encuentro bien peatonal —trata de poner un poco de humor Haroldo, pero se da cuenta que no le sale. No insiste. Y retoma eso que le brota de adentro, que lucha para que no suene como un consejo o una advertencia—. Hablando en serio... En lo posible tratá de ir tranquilo. No hace falta mostrar todas las cartas en la primera cita. Hay tiempo para eso, recién se están conociendo...

—Sí, pero ya hablamos de un montón de cosas. No te digo que hablamos más de tres horas... No es que no conozco nada de ella. Yo le conté que tengo dos hijos, toda la historia de Flavia, prácticamente le conté la historia de mi vida. Y ella también; tiene unos problemas bárbaros con el padre y estuvo mucho tiempo saliendo con un tipo que… Bueno, la cosa es que sí, tenés razón, tengo que ir tranquilo. Pero la verdad, no creo que pueda. Estoy muy contento. Hace mucho que no me sentía tan bien y con tantas ganas.


Javier se casó. Fue hace ocho años. Después de dos años y medio de novio con Flavia, con la que alquilaron un departamento a cinco cuadras de la estación Villa Adelina. Los primeros años fueron relativamente felices. Los dos trabajaban, se ayudaban en la casa y estaban orgullosos de la familia que habían armado. Ni bien se acomodaron con la llegada de Lautaro, fueron por el hermanito: Darío. Pero, según cuenta Javier, tras el nacimiento de su segundo hijo, Flavia cambió mucho. Las discusiones empezaron a ser moneda corriente en ese dos ambientes poco iluminado. Para colmo, por ese tiempo a Flavia, que trabajaba en un local de ropa en Belgrano, la echaron y nunca consiguió otro conchabo. En un momento, como los números no daban, tuvieron que rescindir el contrato e irse a vivir a lo de los padres de Javier. No pasaron ni dos meses y Flavia un día se fue.

Haroldo, que no se acuerda cómo era el apellido del vicepresidente de Huracán y entonces le pega un grito al Ruso, no puede dejar de pensar en el entusiasmo exagerado de Javier. Él mismo, incluso, enamoradizo como pocos en su juventud, nunca… bueno… alguna vez pero… cuestión que este boludo se va a romper la ñata contra una pared. Ojalá que no, pero lo veo tan contento que me da miedo el palo que se pueda dar. Y después quién lo levanta.

A Lautaro le faltaban menos de 20 días para cumplir cinco años. Darío tenía dos y medio. Su mamá apareció cuatro meses y trece días después. Llamó a Javier y le dijo que iba a pasar a ver a los chicos. Llegó acompañada de un tipo que la esperó en un auto, en la puerta. Ella, más flaca que antes que ya era flaca, se negó a decir dónde vivía y a dar su número de teléfono. Cada tantos meses, a veces pasa casi un año, llama o aparece. Lautaro la extraña, la nombra en sueños y, aunque no se lo dice a nadie, tiene miedo que un día su papá también los abandone. Darío es como si nunca hubiera tenido madre. Nunca la menciona ni se acuerda de ella. No la quiere atender por teléfono y, cuando los visita, la ignora olímpicamente.


En esos pensamientos estaba, mientras le daba a las teclas con los índices y relojeaba el televisor de Info General. Si valía la pena insistir con los recaudos -qué boludez eso de no mostrar las cartas- o mejor dejarlo en paz, al final no es más que una cita con una mina, dejalo, se decía, sí, dejalo...De repente Javier, un perfumado Javier, lo llamó. Tímido y cómplice, lo llamó a su escritorio.

—No digas nada —con una delicadeza extrema abrió el cierre de su bolso, y con la sonrisa más grande del mundo, le dijo a Haroldo—. Mirá, le compré una rosa.

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Lo Oscuro

Por Marcela Bertinotti

La Piru está parada sobre el banco que usa para poder ver a los clientes que se acercan a su kiosco. Calza esos zapatos que parecen ortopédicos con una plataforma enorme de corcho. Es que la Piru es muy petisa. Ni el banco sumado a sus zapatos le alcanza para poder ver la casa de Ceci que está casi llegando a la esquina. Y eso que ella estira bastante el cogote. Hace una semana que no la ve a la Ceci y está preocupada.

-Yo se lo dije, le dije que anduviera con cuidado, ¿qué sabes vos de ese tipo, de dónde salió?, le pregunté, porque yo es la primera vez que lo veo, tené cuidado, mirá que dicen que están pasando cosas raras.  Pero como la vi tan entusiasmada, tan sonriente, no le conté que el tipo ese, Rivera, anduvo por acá, por este mismo kiosco y compro cigarrillos y meta hacerme preguntas de todos los que viven en la cuadra. Que a qué hora se iba don Haroldo para el trabajo, que si doña Martha trabaja afuera, y si había visto por acá a un tal Ramón y qué sé yo, en la otra cuadra hay como tres Ramones. Y que si Ceci salía mucho y si venía gente a visitarla. Y después empezó con que si por acá pasaba mucha gente y yo, más o menos, don, Rivera me dijo él, mire don Rivera, acá se trabaja más o menos, yo cierro temprano, ¿vió? porque no me gusta lo oscuro; ¿y a qué hora cierra? quería saber él, Y a eso de las siete y media ocho, ¿siete y media u ocho? me apuró el tipo, y yo le explique que es así, no tengo una hora justa pero nunca más tarde de las ocho, no me gusta lo oscuro. ¿Y a esa hora ya están todos de vuelta en sus casas? preguntó,  y casi, porque a veces la Ceci se ve que llega más tarde, por la facultad, ella estudia Letras, los libros, ¿vio? ¿Y vuelve sola o con alguien? , y yo no sé, yo la veo siempre sola, pero cuando vuelve más tarde no sé, no la veo, porque yo más tarde de las ocho no cierro porque no me gusta lo oscuro.

Y el tipo Rivera seguía que si alguna vez la había visto con alguien, que si le conocía familia, y yo ya estaba medio cansada además creo que me espantaba los clientes porque mientras él estuvo acá  no vendí ni un Pirulí.

Y quién iba a decir  que unos días después la veo a la Ceci del brazo con Rivera de lo más juntitos. Y resulta que esa misma tarde poco antes de yo cerrara vino doña Martha a comprarme pilas para la linterna y me contó que ese tipo Rivera estuvo metido en lo que le pasó al Pichón que lo encontraron muerto en el galpón todo quemado.  Y yo en cuanto baje la persiana corrí hasta lo de Ceci para decirle pero ella no había llegado. Al día siguiente me quedé en el kiosco hasta las nueve y media esperándola, más no me animé, por lo oscuro, pero no la ví y de eso ya pasó una semana. Y Ceci todavía no volvió.

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Partido de tenis

Por Natalia Benavidez

La pelota va de un lado al otro. Ella desde la grada de la tribuna lo observa. Él muestra su destreza. Su estado físico. Ella saca de su cartera su espejo y con su rímel retoca sus labios. Rojo intenso.

Sabe que lo observa. La vio entrar y sentarse en el lugar donde ahora con su mirada acompaña su juego.

La chomba verde agua que tiene puesta Rubén combina con los cordones de las zapatillas marcadas por el polvo de la cancha.

La noche anterior la dejó plantada. Esta aventura comenzó hace algunos meses en el laboratorio de la calle Peña. Rubén es un hombre joven con una simpatía que no desborda pero que sí lo hace ver amable, y con cierta tranquilidad.

Rubén la conquistó con pocos elementos. Simpleza, según le comentó ella, a su compañera de trabajo. Y sobre todo con sus detalles que le conquistan esa parte, donde con el tiempo, el amor había perdido interés.

El juego dura más de una hora. Ella se coloca el sombrero que se trajo para esta ocasión. No es la única en el ambiente que usa capelinas. Pero sí desentona otros rasgos de su vestuario. Camisa blanca transparente. Pollera negra con un tajo en la parte trasera. Sus tacos finos son parte del atuendo.  Las señoras la miran de arriba abajo. Ella sigue sentada en la segunda hilera de la tribuna.

-Hay cosas que tengo que hablar con Rubén- piensa en silencio.

-Anoche me quedé esperándolo hasta más de las 2 de la mañana y no tuve ni una señal de su existencia. Qué piensa y cree de mí. Hasta que no hablemos no me voy de este lugar.

Rubén termina el partido. Ganó dos sets a uno. Ella no se levanta para festejar su victoria. Él saluda a su rival. Un ex compañero de trabajo del laboratorio. Claudio vivió por más de quince años en Tandil. Hace más de uno le llegó una oportunidad para volver a Buenos Aires con un cargo de gerente en una multinacional de medicamentos oncológicos. Aceptó el cargo. Cada un par de meses regresa a la ciudad a visitar a sus viejos amigos.

Rubén camina hacia el vestuario. Ella, unos metros más atrás, lo sigue.

Entra a ducharse.

Ella se queda en el bar del club. Sabe que para salir debe pasar por ahí sí o sí.

Cruzada de piernas revuelve la lágrima que pidió. Se toma un vaso de soda. Y se prende un cigarro.

Espera.

Pasan los minutos.

Él todavía no sale.

-Sino sale en quince minutos más entro al vestuario-, murmulla.

El tiempo pasa y él sigue sin salir.

Paga la cuenta y encara para la puerta del vestuario.

Antes de entrar mira a un lado y a otro. No viene nadie.

La ducha del agua corre. Va hacia donde están las cosas de Rubén.

Está tirado y sus pies sobresalen de la ducha. Cuando corre la cortina ve que sangra por la nariz. Y su respiración es cada vez más lenta.

Al costado de sus manos encuentra un frasco de fármacos. Sale en búsqueda de ayuda.

Rubén otra vez la hace esperar. Esta vez no sabremos por cuánto.

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