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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

28/06/2017

Viene hacia mí, voy hacia ella

La escritora debió exiliarse en México en 1974, donde vivió hasta entrada la democracia en Argentina. De sus múltiples recuerdos de aquella vida en el destierro eligió su reencuentro con Lilia Ferreyra, la última compañera de Rodolfo Walsh. Un texto que cabalga entre la emoción y la política y que devuelve una mirada sobre dos mujeres extraordinarias.

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Augusto Roa Bustos, Amelia, Noé, Tununa y Magdalena Jitrik en Tenochtitlan, primera pirámide. 
Comienzos del exilio, a fines de 1974. 

Mi encuentro con Lilia Ferreyra en México fue en 1978, en las Torres de Mixcoac, donde nosotros vivíamos desde comienzo de 1975. Desde la ventana de mi departamento, en un décimo piso, en línea diagonal y atravesando la vasta plaza con la  “Pirámide” de Matías Goeritz (nadie sabía en los 70 la magnitud de su valor artístico), se podía ver la ventana del departamento de Jorge Bernetti, muy allá abajo, y si él llegaba a asomarse y me divisaba, nos saludábamos con la mano. 

No me había hecho señas para avisarme que había llegado Lilia… ¿Qué eran esas torres?  Un condominio  de unidades múltiples, dos grandes plazas con esculturas monumentales, árboles centenarios, jardines cuidados, junto a un supermercado nacional cuyo nombre “Aurrerá ” iba a ser reemplazado por una firma del gran negocio multinacional.  Espacio promisorio, entonces sin bardas, abierto, que habíamos “inaugurado” y donde habrían de vivir durante años gente como los Villa-Bruschtein, Lorenzano-Schiffrin, Gola-Maraño, Schmucler-Nethol- Chambouleyron, Baigorria- Maldonado,  Viñas-Eguía, Antonio y Graciela Solís, Castiñeira, Denti-Houssein , y solitarios como Jorge Bernetti y José Mercado, que alojaron gente con historia en aquellos años, sin contar nuestros huéspedes que llegaban a nuestro departamento con su equipaje mínimo y cuyos nombres estaban en las listas de los perseguidos: Rodeiro-Chavich, familia Sorati Martínez, Héctor Bruno, familia Nacht, familia García Reynoso, etcétera, cuya estadía o paso por las Torres fue una suerte de reparación que unió a todos en el afecto y la voluntad de seguir en una lucha que sabíamos iba a ser larguísima contra la dictadura.

Muchos planos, se diría cubistas, y  escenarios, se diría costumbristas, en los que esa gente que éramos  acomodaba sus vidas y, de pronto, Lilia, en medio de esas historias que ya creaban en esos años una atmósfera de convivencia enriquecida por imágenes, anécdotas, entrecruzamientos.

Los niños Bruchstein que renovaban con sus correrías las de otros que ya habían jugado en esos jardines, bicicletas, fútbol. Árboles que perduraban de la antigua Castañeda, reclusorio psiquiátrico que estaba junto al viejo río, ahora cementado, testigos verdes de la locura con o sin esperanza, que ahora eran nuestra sombra, suave trepidar de ruedas del tren que iba a Cuernavaca.  En ese lugar, tal vez una mañana, veo que Lilia viene atravesando el espacio Goeritz. Viene hacia mí, voy hacia ella.  

Ese abrazo inesperado fue el recomienzo de una relación que se había entretejido desde la segunda mitad de los sesenta y que se fortaleció cuando comenzamos a trabajar en La Opinión.

El diario, donde resonaron desde 1971 las voces de un periodismo  crítico, “de autor”, era, para seguir con la imagen sonora, un órgano potente. Sus registros más cercanos a mí eran Felisa Pinto, que me había hecho entrar al diario, Gelman, Urondo, Silvia Rudni Milton Roberts (amigos de antes), Osvaldo Soriano, Dante Bertini, María Luisa Livingston; después llegarían los exiliados Zelmar Michelini, Guttenberg Charquero y  Andrés Soliz Rada, salvados de las dictaduras en sus países, que yo asimilaba a mi categoría: “provincianos” entre porteños.  

Lilia pertenecía al bloque peronista de prensa y era la delegada gremial. Yo me consideraba trabajadora de base, me echaron, y ella negoció un canje: un compañero quería irse voluntariamente y yo me quedaba en su lugar; ocupamos la redacción en protesta por los despidos, participamos en marchas de otros medios de prensa en lucha.  Otras escenas se mezclan en la evocación: una quinta, escenario de duros partidos de ping-pong entre Noé y Rodolfo, que se repartían los triunfos. Pileta, niños; nosotras muy jóvenes; asado, discusiones de sobremesa, amigos diversos, parejas, el peronismo y la izquierda, entretejidos o dicotómicos, la emergencia de la represión. Con el tiempo esas quintas serían señaladas y cercados o detenidos sus habitantes.

Viene hacia mi, voy hacia ella- Revista Haroldo
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Retrato de Lilia Ferreyra. Por Magdalena Jitrik

Muy seguido Lilia me invitaba a comer a su casa, un departamento en la calle Tucumán, a media cuadra de Reconquista, donde quedaba el diario. Un segundo piso por escalera,  art nouveau o deco, nunca sé establecer la diferencia, justo al frente de la parada del colectivo que yo tomaba. Comida criolla, sibarita por la mano y el gusto de la señora que cocinaba y a quien Lilia llamaba, por supuesto, compañera.

Rodolfo, que nunca quiso trabajar en La Opinión, en ese momento estaba libre, alerta a lo que se respiraba en los medios, la calle, las organizaciones sociales y políticas. Suele decirse que uno es mirado por el padre -o por la madre- y que esa selección es determinante. Lilia me había mirado, es decir, pienso ahora, había visto que yo era materia dispuesta, sencillamente eso.

Rodolfo también me miró y ambos seguramente calibraron -premonitorio el término- mi capacidad para tareas que podrían llamarse de “inteligencia” y que eran el fundamento de una práctica política fuera de lo común, imaginativa, que iba más allá de la mera cuestión “gremial”.  El pensamiento que animaba a Rodolfo entonces era el de la resistencia peronista histórica, trasfondo de esa “inteligencia” que venía de la mano de un sutil adoctrinamiento y se completaba con formas de acción específicas que poco tiempo después, durante la dictadura, habrían de servir para la agencia ANCLA.  

El designio, en aquel primer momento, y que retomaré más adelante, era proteger a los militantes de organizaciones políticas desarticulando cualquier acción represiva policial o militar en su contra. Me enseñó, también a otros, a interceptar, a decodificar, a desentrañar en la información el dato útil, en la certeza de que esa no era tarea menor, sino insoslayable, en cualquier práctica política revolucionaria.

Imágenes que perduran: un taxi a la madrugada para avisar que iba a producirse un allanamiento en el estudio de un defensor de presos políticos, o que alguno de los nuestros que venía de Cuba iba a ser detenido en el aeropuerto, que un jefe militar iba a pasar el fin de semana en una localidad con efectivos pertrechados, informaciones que no siempre -o casi nunca- podían ser canalizadas. Había que conectarse con las organizaciones para hacerles ver la importancia de ese trabajo que no tenía otro fin que defender, cuidar, prevenir, saber la talla del enemigo, desarticular su rutina.

Cuando en octubre de 1974 nos fuimos al exilio, me despedí de Rodolfo. Yo ya no tenía parte en esa “inteligencia” y ahora, en ese adiós, sólo quería preguntarle si creía que volveríamos a estar juntos. Me dijo que no. No sé si vaticinaba un destino para él o me castigaba por irme al exilio.

Desde el día en que asesinaron a Rodolfo Walsh, las semanas y los meses fueron de llanto y de estupor para Lilia. Duelo y exilio eran la cifra. Supe en esos días muchas cosas, iba a saber muchas más a lo largo de los años que vinieron.

Historia de pasiones compartidas, de acciones urdidas, de complicidades, noches también de zozobra que el amor neutralizaba, ella y Rodolfo en su casa de San Vicente sopesando el peligro, sorteándolo, decididos a vivir, pero también a no entregarse con vida si los cercaban.  

La paulatina aparición de una pulsión de escritura liberó en un sentido profundo ese encierro. Rodolfo volvió a la literatura,  escribió la Carta a la Junta Militar, elaboró sus textos políticos de crítica a Montoneros y de reformulación de la lucha revolucionaria y, sobre todo, escribió un cuento, Juan se iba por el río, que para Lilia era una especie de señal luminosa para la continuidad de su obra literaria, cuya potencia se había manifestado en esos días con la Carta.

Momento promisorio; los carbones encendidos para enfrentar, incidir y transformar, que esa era la índole de Walsh. De la destrucción que había dejado su muerte, de los escombros de una casa saqueada, surgían esos legados, la Carta a la Junta  -texto cuya reverberación no cesa- , y los documentos para la discusión interna en Montoneros, que por su valor crítico trascendían los límites de la organización. En ese momento en que Lilia me mostraba esos papeles y comenzábamos a leerlos, sentí que excedían su carácter “interno”, que esos verbos en infinitivo que iniciaban el enunciado de cada señalamiento -reconocer, definir, retirar, ligar- puntuaban una serie de acciones en cuyas palabras se podía leer la estrategia de “lucha popular y prolongada”, ahora rediviva en esos documentos, y que a mí obviamente me evocaba la idea de la revolución permanente de Trotsky. 

Viene hacia mi, voy hacia ella- Revista Haroldo
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“Pirámide” (1971), de Mathias Goeritz, ubicada en la Unidad Habitacional Torres de Mixcoac.

Los papeles de Rodolfo, esas palabras conforman, me parece, el ámbito, la estructura, el aura de una vida entretejida con el designio de un escritor que para Lilia fue impregnación, confirmación de su propia potencia, e incitación a una travesía deslumbrante cuyos hitos había cumplido y de la que quedaba algo palpable, legible, interpretable: papeles. 

En efecto, en su despojo real, en esos primeros meses mexicanos, Lilia volvió a tener en sus manos esos textos políticos de Walsh, un documento escrito entre agosto de 1976 y enero de 1977,  que había caído como una roca sobre quienes se enfrentaban a la dictadura, antes, en ese momento o a futuro, cualesquiera fueran las estrategias que los animaban. Si bien se trataba de “documentos internos” y de un “análisis de situación”,  esos papeles, por empezar, concernían a todo el espectro del exilio. Se sabe que había divisiones y grupos en México que convivían en el mismo espacio de la Comisión Argentina de Solidaridad (CAS). No voy a traer a cuento esa historia. Sólo quiero describir la inquietud, y en cierta medida el reparo, que tuve frente a la decisión de Lilia de publicarlos en Controversia. 

A cuarenta años, apenas puedo esbozar lo que pensaba: que las marcaciones de Rodolfo eran perentorias, de una radicalidad extrema, que la derrota militar podía llegar a ser un exterminio que “privaría al pueblo no sólo de toda perspectiva de poder socialista” sino que lo dejaría indefenso “ante la agresión de las clases dominantes”. Peronismo, resistencia, protección de los cuadros dirigentes en el territorio, retirada táctica, política de masas, es decir, un proyecto revolucionario que en el marco “controversial” podía quedar constreñido, diferido. Una reflexión sobre la derrota era el designio de la revista. Dejar la radicalidad, arropar de otro modo el conflicto, civilizarlo; precaverse para esperar la salida democrática, apostar a la reflexión.  

Hipótesis todas que contrastaban con una represión cada vez más despiadada durante el Mundial del 78, terror que buscaría camuflarse en la recuperación “patriótica” de las Malvinas.

Lilia se fue a vivir a Villa Olímpica, lejos, siempre al sur, que fue otro de los espacios urbanos donde vivieron los argentinos. El punto de encuentro siguió siendo la CAS. El cruce íntimo cedió a lo colectivo y tuvieron que pasar muchos años para recuperarlo, ya en Argentina, y volviéramos a estar frente a frente, en su departamento, para mí siempre más al sur, cuando ya estaba enferma, en 2013, y hasta el final. 

Desde ese último piso 12 de un edificio sobre Bernardo de Irigoyen, se veía el río, a veces nítido, otras elusivo, apenas una sensación gris como fondo de esas dos “damas de antaño” que almorzaban con vino o elegían los mejores chocolates para la tarde, rodeadas de gatos con nombre.

Ese río acompañó esas pláticas, como decíamos en México, que tenían un carácter reparador en los sucesivos intervalos que permitía el tratamiento o la internación.  El cuerpo observado, la mente lúcida, paulatinamente ausente de la ciudad,  pero nunca de lo público. Advierto ahora, y lo admito, que Lilia tenía la posta, bajaba línea, es decir, ella siempre cerraba con un juicio lo que se le exponía disgregado o incompleto. En esos casi tres años en que se sostuvieron sus expectativas de mejorar fue la interlocutora que yo necesitaba. Tienen gran atracción para mí  las mentes políticas, esas que saben inferir y desmontar lo ilusorio porque ven y van más lejos del acontecimiento. Soy políticamente dependiente de esos visionarios.

Juan se iba por el río, el cuento secuestrado, tenía un alto valor simbólico para ella. Era su  desaparecido. Lilia quiso acercar el río. Quien se había ido por el río no era Juan sino Rodolfo. Hizo construir una plataforma para levantar un área del living  frente a la ventana para verlo desde allí a la altura de sus ojos, atisbar sus mutaciones, descubrir un barco en un punto indeciso del horizonte, distinguir una luz. El divisadero acaso ameritaba un telescopio a futuro, pero ya era un logro poder ver el río acostada desde el sillón entrecerrando los ojos hasta dormirse. A veces salíamos a un bar de esquina, cerca, caminando despacio, para comer sándwiches de jamón con unas copas de vino, o nos atrevíamos a ir más lejos, a algún restaurante. No estábamos solas en el mundo. Dos jóvenes, María Antonia y María Laura se turnaban para cuidarla y protegerla. Y yo no era la única que la visitaba.

Sobre el piano había una partitura, el Clave bien temperado de Bach. Apenas podía tocar pero quería ponerlo a punto para que yo tocara. Vino un afinador, lo abrió y vio que no podía hacer nada. Pero entendió la situación y buscó una salida: decidió dejar las cuerdas del medio, tres o cuatro octavas a la izquierda y la derecha de la parte central. Lilia se sentó frente a ese piano jibarizado y comenzó a bien temperar. Era música. Ya en México quería aprender a tocar el cello, tal vez porque ese sonido ancho y profundo la interpretaba.  Allí estaba, en ese living, blanco, virgen, porque no tenía fuerzas para abrazarlo.  

La insté a ocuparse de sus escritos para que hiciéramos algo con ellos. Revisó y ordenó. Acomodó en una biblioteca nueva, vidriada, los libros que habían quedado, libros muy sobados, con anotaciones, que se habían convertido en nuevos viejos “papeles” de Rodolfo. Se deshizo del piano y del cello. Atesoró lo que sabía de memoria del cuento perdido, sabiendo que ya no podía conservarlo.

Frente a mí, un horizonte sin línea.      

... 

*Tununa Mercado estuvo exiliada en México desde 1974 a 1986. Es autora de Canon de alcoba, En estado de memoria Yo nunca te prometí la eternidad, entre otras obras. 

 

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