04/01/2016
Adriana Lestido
La vida en blanco y negro
Por Noemí Ciollaro
Reconocida y premiada, su fotografía es el testimonio vivo de los últimos tiempos de dictadura y de décadas de democracia. Las mujeres son fundamentalmente las protagonistas de su obra. El dolor y el vacío causados por la ausencia de su padre en prisión sumado a la desaparición de su marido fueron disparadores de sus bellas imágenes.
Ella surca aguas profundas, oscuras, ve lo que no se ve, captura lo que se siente, se sumerge en el dolor, la falta, la imposibilidad, la añoranza, el reclamo y la urgencia. Su cámara dispara hondo y devela sentires recónditos, preguntas a veces sin respuesta. La potencia de su lente conmueve desde escenas angustiosas hasta el simple y bello hecho de una camisa blanca colgada en una silla que remite al silencio, a lo que no está donde debiera estar.
Adriana luce casi frágil, suave, serena, pero su mirada es fuerte, sus ojos hablan de historias de profundidades y de la voluntad irrevocable de perforar aquello que está velado, vedado a simple vista.
Nació en 1955 en el barrio de Mataderos, cuando terminó la escuela secundaria decidió entrar en 1973 a la facultad de Ingeniería. La impactó la efervescencia de la militancia de aquellos años y a los pocos días se incorporó a Vanguardia Comunista. Casi de inmediato se dio cuenta de que la ingeniería no era lo suyo, cursaba y no rendía, pero la militancia la retenía en ese ámbito donde las mujeres escaseaban.
“A Guillermo Willy Moralli, mi compañero, lo conocí en el ‘73, cuando entré a la facultad él era ya un cuadro del Partido y estaba en cuarto año de la carrera. Empezamos a estar juntos y en el ‘74 nos casamos. Fueron tiempos muy fuertes, ese mismo año mataron a Daniel Winer, el presidente del Centro de Estudiantes de Ingeniería. En noviembre lo secuestraron las Tres A en la facultad y lo tuvieron desaparecido en el subsuelo, lo buscábamos por todos lados y en realidad estaba en la facultad. Y apareció muerto tres o cuatro días después. Ya Ivanicevich era el interventor y había cambiado totalmente la onda en Ingeniería, hacíamos tomas muy seguido. Habían matado a otros compañeros. En el ’75 dejé la facultad y en el ‘77 nos separamos con Willy, igual estábamos que íbamos y veníamos, pero dejamos de vivir juntos. Yo me fui a otro lado y dejé de militar. Colaboraba desde afuera. Siempre tuve muchas diferencias, me seducía la posibilidad del cambio real y de trabajar para eso, pero no me cerraban muchas cosas. Y supongo que todo debe haber influido porque no sé si primero me separé y después dejé de militar o al revés, pero fue casi simultáneo”, resume Adriana sobre aquellos años vertiginosos.
"Willy desapareció en el 78 –subraya- , por un lado creo que siempre supe que lo habían matado. Leo las cosas que escribía en ese momento y yo sabía. Y por otro lado conscientemente… no. Sé que hay un lugar, aunque sea totalmente absurdo, pero hay un lugar donde voy a terminar de aceptarlo cuando vea sus huesos, ¿no?”.
Sin embargo el amor era más fuerte y volvieron a encontrarse, el país vivía su dictadura más demencial y los asesinatos y desapariciones de militantes eran hechos cotidianos.
“Sí, en el 78 nos reencontramos con Willy y en realidad fue una locura, hacía como dos semanas que no nos veíamos, coincidimos en un colectivo y nos plantearnos volver a estar juntos; él quedó en llamarme al día siguiente y nunca más llamó, yo creo que si no lo secuestraron ese día debe haber sido al día siguiente, por seguridad se había ido a vivir a la casa de otro compañero, Martín Vázquez, lo fueron a buscar a Martín y cayó él también”.
Y Adriana inició la búsqueda inacabable, a los diez días supo por una militante liberada que Willy estaba en El Vesubio. Presume que durante dos meses permaneció en ese campo clandestino, pero luego se perdió su huella.
“Willy desapareció en el 78 –subraya- , por un lado creo que siempre supe que lo habían matado. Leo las cosas que escribía en ese momento y yo sabía. Y por otro lado conscientemente… no. Sé que hay un lugar, aunque sea totalmente absurdo, pero hay un lugar donde voy a terminar de aceptarlo cuando vea sus huesos, ¿no?”.
Para conjurar la oscuridad
Al hacer un curso de cine Adriana descubrió que su camino era la fotografía, desde el ‘79 hasta el ‘82 estudió en la Escuela de Fotografía de Avellaneda, “pero fue loco porque hace poco tiempo me di cuenta de que en realidad había pasado sólo un año desde el secuestro de Willy hasta que yo empecé a hacer fotos. Eran tiempos tan, tan intensos como que un año equivalía a 20, ¿no? Y también fue fuerte darme cuenta que entre el ‘73 que lo conocí y el ‘78 que lo secuestraron habían pasado sólo cinco años. La sensación de lo vivido es como si hubieran sido 20 o 30 años, una vida. Quizás haya elegido la fotografía, que es el medio de la luz, como una manera de conjurar tanta oscuridad y tanta muerte, como una forma de sanar. Eso igual lo pensé mucho después, en ese momento no era consciente”, asegura.
En el ’83 con el retorno a la democracia y el gobierno de Raúl Alfonsin Adriana pensó que Willy aparecería blanqueado en alguna cárcel, como otros desaparecidos, pero pasó el tiempo y “me di cuenta de que no iba a ocurrir y tomé cierta distancia emocional, un cosa propia del sobreviviente, ¿no? Y desconecté un poco emocionalmente con el tema, seguí con mi vida, empecé a hacer fotos, a poner mi energía entera ahí. Toda mi vida fui a las marchas, pero no volví a militar. Recuerdo la de marzo del ‘82, que organizó la CGT, la primera gran movilización contra la dictadura, yo estaba así, marchando y lloraba, sintiendo por primera vez aquél “se va a acabar…”. Lloraba de emoción, más allá de las corridas, los gases, los palos y todo, ¿no? Pero lloraba de ver tanta gente en la calle. Después fue la locura de Malvinas donde estaba la izquierda vitoreándolo a Galtieri por antiimperialista, no toda la izquierda pero parte y bueno ahí se me cruzaron todos los cables. Pero sí, seguía yendo a las movilizaciones aunque emocionalmente había tomado distancia. Y sí, esto es algo de nunca acabar, ¿no? Me va a acompañar hasta el último minuto de mi vida, ya lo sé”, asegura.
Adriana subraya que en la vida anda “muy pasito a pasito”. Lo primero que hizo fue dejar su trabajo en una oficina con un despachante de aduana, y empezar a hacer fotos de chicos en las plazas durante un año y medio. Su objetivo era empezar a trabajar en periodismo, “pero era muy difícil en ese momento, había muy poquitas mujeres”. Sin embargo inició una larga recorrida por los medios y llegó al diario La Voz, aparecido en 1982, le mostró su material al jefe de fotografía que la tomó como “colaboradora” a pesar de que el resto de los trabajadores eran contratados, y le advirtió que quería ver su trabajo diariamente porque no estaba de acuerdo con que hubiera mujeres fotógrafas…
Hubo una foto emblemática en la carrera y en la vida de Adriana, por ella en 1984 ganó el primer premio de un concurso organizado por la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Fue durante una ronda de las Madres en Avellaneda, una mujer con una niña en sus brazos, ambas con la cabeza cubierta por pañuelos blancos, gritando, con gestos desgarrados. Esa imagen cruda, en blanco y negro, fue la tapa del diario del día siguiente.
“A los tres días fue el “vecinazo” de Lanús y –relata- me mandaron a cubrir y reprimieron muy violentamente; cuando se enteraron de lo que pasaba estaban desesperados, pensaban que no iba a poder traer nada, pero volví con fotos. Y ahí ya me empezaron a mirarme con más respeto. Fue muy linda toda la etapa de La Voz porque era mi primer trabajo en un medio y el espacio donde me dieron lugar. Y luego la agencia DyN (Diarios y Noticias) tres o cuatro años después, era como la vanguardia del fotoperiodismo, había fotógrafos buenísimos y el editor era Dani Yako. Fueron años claves para mí, pero de todas formas tenía claro que mi trabajo personal iba por otro lado, en paralelo”.
Hubo una foto emblemática en la carrera y en la vida de Adriana, por ella en 1984 ganó el primer premio de un concurso organizado por la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Fue durante una ronda de las Madres en Avellaneda, una mujer con una niña en sus brazos, ambas con las cabezas cubiertas por pañuelos blancos, gritando, con gestos desgarrados. Esa imagen cruda, en blanco y negro, fue la tapa del diario del día siguiente, “sí en ese momento fue tapa y después con los años fue creciendo y creciendo y la toman las feministas, circula y circula, y me encanta que pase eso, que la imagen tenga vida propia y la gente se la apropie, la identifican con cosas propias y por ahí ni saben de qué autor es. Hay mucha más gente que conoce la foto que la que me conoce a mí, y me encanta que pase, como que se olvide un poco el autor detrás de la imagen".
Recuerda que ese día tenía sólo un lente normal, porque el día anterior, en el “vecinazo” de Lanús, la policía le había robado los otros. "Al principio la nena estaba parada al lado de la mamá y todos la fotografiaron porque estaba llorando. Y que a mí me dio pudor en ese momento y no levanté la cámara. En realidad era una marcha de las Madres pero con un acto en la Plaza de Avellaneda, y todos los fotógrafos se fueron a hacer a los oradores y yo me quedé cerca de esa mamá con la nena y ahí en un momento la madre la alzó y gritaron juntas, y bueno, las fotografié. Estuve buscando a esa madre añares, nunca la ubicaba y hace cuatro años, a través de una docente de Villa Domínico, supe que el desaparecido por el que gritaba la mujer con la nena no era su marido sino su hermano, Avelino Freitas, un dirigente obrero de Molinos, tío de la nena, y pude encontrarla. La mujer tenía la foto, la conoce, la tenía en su casa, pero pensaba que se la había hecho uno de los tantos fotógrafos que había ahí ese día. Y me contaron que en realidad la nena lloraba porque quería un pañuelo, quería un pañuelo blanco, al final se lo pusieron y fue cuando la madre la alzó y gritaron las dos”.
Mujeres de fuego, mujeres de nieve
En el ‘86, trabajando para DyN, Adriana hizo una nota en el hospital Borda y también se acercó al Infanto Juvenil dedicado a niños y adolescentes con problemas emocionales, el impacto fue fuerte y disparó lo que sería su primer ensayo, “sentí la necesidad de trabajar ahí, pero tenía claro que no quería que fuese como un vuelo de pájaro, ir dos o tres veces y ya está…Yo en ese momento no tenía idea de lo que era un ensayo fotográfico, pero sabía que no quería encarar el tema como un reportaje periodístico”.
Inmediatamente pidió autorización y durante un año concurrió al hospital, fue conociendo a los chicos internados, ganando su confianza, comprendiendo sus realidades: “quizás sea mi trabajo más inmaduro porque, bueno, es el primero, pero para mí de alguna forma es el más entrañable, ¿no?, quiero mucho a esa serie, a esas fotos”.
En ‘89 empezó a trabajar sobre maternidad y allí dio a luz su ensayo Madres adolescentes (1995/98), “mi idea en realidad era ir siete u ocho veces al lugar y así fue como empecé a trabajar en un Hogar de Madres Adolescentes en Flores, que no sólo son madres adolescentes, sino que también son chicas que además no tienen una familia de contención, amparo afectivo. Comencé a ir así algunas veces, pero después seguí yendo y yendo, y es como que necesitaba seguir yendo… Y así estuve un año y se transformó en un trabajo, una serie en sí misma. Son chicas que necesitan una madre y tienen un hijo, ¿no?, eso…”
Y ya la flecha que rasga la oscuridad e ilumina en blanco y negro la vida de mujeres en situaciones complejas estaba lanzada, imparable, como en un camino sin fin. Adriana siguió con Mujeres presas (1991/93), “fue durísimo, durísimo. Necesario, si no, no hubiese podido hacerlo, pero durísimo. Y después quería fotografiar partos, que era algo que había quedado pendiente y que no había podido hacer con las presas. Y leí “El Club de la Buena Estrella”, de Amy Tan, y sentí como un rayo qué era lo que tenía que hacer, Madres e hijas (1995/98) y los partos estarían ahí en todo caso. Empecé a elegir distintas parejas de madres e hijas, me interesaba sobre todo la edad de la hija y me interesaba fotografiar a la nena desde sus 7 hasta sus 10 años de vida, que fue una etapa clave en mi vida, la de la ausencia de mi padre que estaba en prisión”.
"El grueso de mi trabajo es sobre la mujer, toda mi vida he fotografiado a las mujeres, generalmente en situaciones críticas, pero no solamente. Creo que el común denominador, lo que atraviesa a todo lo mío es por un lado la separación, como dolor, como ausencia y como necesidad vital. La metáfora del nacimiento donde hay que cortar el cordón porque si no, no viven ni la madre ni el hijo".
El muro del sobreviviente
Adriana fue construyendo su obra a partir de su necesidad interior que literalmente la arrastraba a develar distintos interrogantes, a poner luz sobre las oscuridades que la vida va imprimiendo en el ser, a encontrar respuesta a tantas cuestiones pendientes.
“Y sí, así como fue hermoso cuando subió Alfonsín, el juicio a los militares y demás, yo creo que evidentemente todo lo que ha pasado en estos años en materia de Derechos Humanos tiene que ver muchísimo con lo que no pudo Alfonsín, pero en los 90 era impensable que iban a estar los militares en el banquillo, terminar presos y demás. Por esos años o después, no recuerdo cuándo, fue que vi “Un Muro de Silencio”, la película de Lita Stantic, que en realidad fue la primera película sobre los desaparecidos. En ese momento me identifiqué mucho con la protagonista que es una mina que hace su vida, qué sé yo, y que de alguna manera levanta un muro… Que es el muro del sobreviviente, que es el muro que te protege del dolor pero que también te aleja de la vida, ¿no? Te impide el contacto con la vida. Y yo creo que el muro recién lo atravesé en el 95, digamos, que gracias al cielo pude volver a conectar con el dolor de mi vida”, reconoce.
En 2008 Adriana hizo una retrospectiva enorme de su obra, que después plasmó en un libro que publicó en 2014, Lo que se ve, “y ahí lo que yo quería era de alguna manera re significar todo lo que había hecho hasta el momento, hace ya más de 30 años. Fue como volver a contar una historia y a su vez, al contarla, entender, encontrar lo que une todo lo que estuve haciendo hasta ahora. Entender y sacármelo de encima, pasar a otra cosa, aliviar un poco la mochila”.
Lo que se ve es un recorrido en 152 fotografías que abarcan los grandes temas de la obra de Lestido, las ya mencionadas y sus últimas series, El amor y Villa Gesell. Las imágenes están hilvanadas por citas de Sara Gallardo, John Berger, Alejandra Pizarnik, Clarice Lispector, Carl Jung, Raymond Carver y Pedro Salinas. Y dos textos finales de Marta Dillon y de María de los Ángeles González definen la belleza, la esperanza y la profundidad de su estética.
“Después de que hice esa muestra, sentí la necesidad de ir a un lugar de desierto, la primera idea que surgió era un desierto, pero luego me decidí por la Antártida, que lo siento como un lugar de muerte en el sentido de transformación, ¿no? Un lugar de principio y fin. Quería ir ahí también como un lugar vivencial, por supuesto que iba a hacer fotos, pero eran y son secundarias, yo quería estar ahí, en esa nada, en ese paisaje”, reflexiona.
Adriana habla desde un espacio interior profundo, busca en sí misma, hace balance, por momentos su mirada brilla, pero en ocasiones se opaca, lo emocional se refleja en ese rostro tallado en el tiempo por los avatares de la vida, por la belleza y el dolor, por las lágrimas y la alegría, por esa fuerza invencible que es el impulso de la creación.
"El grueso de mi trabajo es sobre la mujer, toda mi vida he fotografiado a las mujeres, generalmente en situaciones críticas, pero no solamente. Creo que el común denominador, lo que atraviesa a todo lo mío es por un lado la separación, como dolor, como ausencia y como necesidad vital. La metáfora del nacimiento donde hay que cortar el cordón porque si no, no viven ni la madre ni el hijo. Y bueno, eso de alguna manera se da toda la vida. En el valor de separarse una y otra vez está la posibilidad de seguir creciendo como ser humano. Y el otro tema presente en mi obra es la ausencia de los padres. La ausencia de mi padre en la infancia y la desaparición de Willy es lo que la ha motorizado, aunque ahora cambió un poco en la última serie que estoy haciendo, por suerte… Creo que fotografío esencialmente blanco y negro porque es más medular, es la imagen cruda, esencial. No es que no me guste el color, me interesa la imagen. Lo comparo siempre con los sueños, porque uno de los sueños recuerda la imagen. Y es lo que transmito también en los talleres, allí tengo una hermosísima familia espiritual que está formada por alumnos, ex alumnos, amigos. Creo que lo mejor mío puedo darlo por ese lado”.
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