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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

24/05/2024

Sobre “El Petrus y nosotras”

Retoñarán aladas

De la mano de un recuerdo que puede ser un sueño, Mercedes Campiglia reconstruye la memoria familiar en la que quienes están ausentes, como su padre, regresan persistentes en la alegría de los que, desde hoy, les evocan. Segunda entrega sobre “El Petrus y nosotras”, el libro que reconstruye la figura de Horacio Campiglia, esta vez en la voz de una de sus hijas.

Mi madre, mi hermana y yo tenemos un pedazo de un terreno hermoso, lleno de árboles, en el que decidimos construir tres casitas para vivir en ellas. En eso estamos. Fue posible comprarlo, en parte, gracias a la herencia de mis abuelos, que saltó una generación porque sus hijos desaparecidos no pudieron recibirla, y en parte gracias a mi madre, que se ha asegurado de proveer los recursos necesarios para que concretar la iniciativa resulte posible. Antes de la primera presentación de este libro soñé con el terreno. En el sueño mi hermana y yo estábamos paradas frente a él observando con consternación que había sido completamente pavimentado; no quedaba un solo árbol. 
Sorprendidas, intentábamos hacernos a la idea. Buscábamos posibles beneficios para el hecho irreversible de que la palmera, los jacarandás, los limones y el fresno hubieran desaparecido: “Ahora va a ser más luminoso”; “ahora que está limpio podremos construir las casas más fácilmente”. Divertida, se lo conté a María por la mañana: “Es por los videos”, dijo. Inicialmente no entendí siquiera a qué se refería.

La noche anterior nos habíamos acostado tarde viendo, en la cocina de la casa de mi prima montones de películas en formato súper 8 que mi cuñado se había encargado de digitalizar. Mostraban bellísimas escenas en las que se veía a mi padre y a su hermana montando a caballo, andando en bicicleta, remando en el río, bajando de un tren, tirándose al agua de forma más o menos desprolija desde el muelle de la casa del Tigre, bailando, patinando, haciendo payasadas y jugando con el perro de mis padres que, dicho sea de paso, aparecía más que ningún otro miembro de la familia. Un tesoro. “Me hubiera gustado que tuvieran sonido para saber lo que decían”, comentó Pilar, hija de mi tía desaparecida.

Foto: Gentileza Archivo familiar

Era una vitrina que nos dejaba asomarnos a una realidad que, de otro modo, hubiera quedado velada para nosotras, pero que nos mostraba aquello a lo que nunca podríamos acceder. Quedó perdido para siempre el arbolado escenario de nuestra infancia porque a un puñado de salvajes se les dio por pavimentarlo. Los frondosos árboles que le daban sombra fueron brutalmente talados, de manera que hemos tenido que vivir sin la hermosura del canto de los pájaros que albergaban en sus ramas, ni la frescura de su cobijo. Y sí, sembramos nuevas semillas, habitamos la tierra y la volvimos bella, nuestra… vivimos. Tras el camino andado quedan dos certezas, la de la falta irreparable que deja aquello que nos robaron y la del amor como lazo inquebrantable que nos sostiene.

Porque, felizmente, la realidad no fue como el sueño. Nos quitaron unos, pero nos quedaron otros, que se aseguraron de mantener unidas las piezas rotas de esta familia que, como los huesos fracturados, ha logrado soldar. Desde el inicio mis abuelos ponían la plata, mi madre se encargaba de organizar el viaje y nos metíamos apiñados en un auto ella, los tres viejos y las tres nenas que quedamos, para saltar olas, tomar cerveza y coleccionar cangrejitos ermitaños durante dos semanas que, año con año, pasamos sanando heridas con el bálsamo del agua salada y el calor tibio del mar. Días hermosos que nunca olvidaremos.

Foto: Gentileza Archivo familiar

No fueron dos demonios ni dos ángeles caídos. Fueron miles de personas secuestradas, torturadas, desaparecidas. Miles de familias rotas. Miles de remedios que les ayudaron a sanar. La propuesta de mi madre de escribir un libro para papá es otra de sus pócimas medicinales elaboradas a base de memoria. Un jarabe a la vez amargo y dulce que tomamos las tres a cucharadas.

El texto que yo presento fue escrito, antes que nada para mí, y después para un puñado de personas a las que amo y que han sido cobijo, sostén y alegría. Nunca imaginé, cuando comenzamos este ejercicio, que el resultado encontrara un lugar en las librerías, ni que despertara interés en algunos lectores; pero quedan todos convidados a asomarse a esta maraña de memorias entretejidas que ha logrado hacer cuerpo, resistiéndose obstinadamente a la premisa de que las vidas pueden desaparecerse. 

Un ejercicio de memoria que revuelve en la genealogía, en los archivos, en los relatos  de historias antiguas, en los amores, en la imaginación, en la propia piel; que rastrilla el territorio para encontrar y termina por construir una amalgama de recuerdo y fantasía.

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