15/02/2023
A 35 años del femicidio de Alicia Muñiz
Ella ya no vive aquí
Por María Moreno
María Moreno vuelve al asesinato de Alicia Muñiz a manos de Carlos Monzón con un texto suyo de esa época, que desconfía de las indignaciones sobreactuadas, enfáticas en el odio de clase y la construcción del monstruo excepcional, pero que también guardan un lugar para “una velada avenencia con el oprimido-golpeador” que pone a “un negro que tenga la desgracia de mostrar la hilacha” lo mismo de víctima que de victimario.
En 1989 ( aquí debería hacer el chiste “y ya Canaro tenía su orquesta” pero temo que, como me sucede a menudo, no se entienda la referencia) yo trabajaba en el diario Nuevo Sur, en las módicas páginas dedicadas a La mujer (así con mayúscula esencialista) que todavía se parecían a las de la revista Claudia. El año anterior Carlos Monzón había estrangulado a su ex mujer luego de golpearla hasta provocarle fracturas en diversas partes del cuerpo y desfigurarle la cara. Era una modelo y actriz uruguaya que soñaba con el éxito, proyectándose más allá de su cuerpo que era el de una vedette, es decir, en sus dotes para la comedia en una clave menos picaresca que las que exigían los papeles junto a Alberto Olmedo y Jorge Porcel. Pero no pudo porque en la mañana del 14 de febrero de 1988, después de la paliza, Monzón la tiró por el balcón de un chalecito alquilado en las afueras de Mar del Plata, en el barrio de Florida, adonde intentaban una reconciliación, de las tantas que habían intentado en casi diez años de lo que, en la época, se llamaba una “relación pasional”. Alicia fue pionera en hacer denuncias por violencia doméstica en la comisaría; claro que, al oír el nombre del victimario, se le reían en la cara y los policías improvisaban parlamentos a lo Olmedo y Porcel. El juicio fue el 26 de junio de 1989. Para entonces, la redacción de Nuevo Sur estaba dividida en dos bandos: las redactoras de La mujer y los redactores de Policiales. Los muchachos decían que el progresismo se ensañaba con un negro y hasta uno amenazaba por escrito con que habría muchos monzones embarazando a un montón de minas para que nacieran muchos negritos populares. A nosotras, que seguíamos las alternativas del juicio, nos parecía que el cartonero Rafael Báez tenía razón, Monzón había estrangulado a Alicia, la había tirado por el balcón y se había tirado tras ella para simular que habían caído juntos. Algunos años después Horacio González escribió un artículo en la revista Unidos haciendo un homenaje al cartonero y a la verdad del pueblo, saliendo por su boca como de la de los esclavos de Edipo, antes o después. Alberto Ure bautizó a El excéntrico de la 18, sala teatral que dirige Cristina Banegas, como Cartonero Báez. Entonces escribí la nota que sigue. A las chicas de La mujer nos llamaron “las viudas de Alicia Muñiz" . Ese nombre seguirá vivo como un antes y un después de otros nombres como “Femicidio” y “violencia doméstica”.
Alicia Muñiz
Cuando Carlos Monzón dijo “Les pegué a todas y nunca pasó nada” (había fajado antes a su segunda mujer, Pelusa, y a Susana Gimenez) y “Alicia ya me debe haber perdonado” seguramente no fue cínico sino ingenuo, pero también trágicamente grotesco como aquel violador que apareció hace unos años en las noticias policiales y que, luego del delito, dejaba en la mesita de luz de la mujer agredida su número de teléfono.
Trágicamente el imaginario popular argentino traza una velada avenencia con el oprimido-golpeador. Desde las ganas que Fierro tiene de sobar a la negra antes de despachar al negro (aunque luego denuncie la violencia “conyugal” de los indios frente a los que se siente superior por cristiano) hasta las palizas de Moreira a Vicenta cuando comienza su chifladura seudoisabelina, pasando por “me verás siempre golpeándote como un malvao” y el elogio desfachatado de “la toalla mojada”. ¿Será por eso que la polémica sobre Monzón adquirió un tono tan confusamente populista? Por ejemplo, en un programa televisivo llamado Yo fui testigo se le dio un largo espacio al boxeador Andrés Selpa, quien había dicho: “La mujer es para uno un objeto” (no parecía hablar irónicamente desde el feminismo). Pregunta para semiólogos: ¿la puesta en escena prostibularia que se veía detrás del boxeador era una crítica o una ilustración?
Portada diario Clarín, 15 de febrero de 1988.
El negro blanco
La apología neo gauchesca con que la prensa intentó contar la saga de Monzón del fango al ring, del ring al casino de Montecarlo y del casino de Montecarlo a la cárcel de Batán está teñida de un confuso contenido de clase. Porque Monzón no es el negro que se presenta ante el poder para restregarle los valores de su propio origen, ni se retoba ante las leyes que digitaron su exclusión para resarcirlo luego con el éxito como destino excepcional. Se le presenta vestido de frac. No toma mate en Versalles, se hace fotografiar con Ursula Andress. En síntesis, no es García Márquez poniéndose una guayabera para recibir el Nobel, mucho menos Evita - si hace falta recurrir a otro mito, por si el ejemplo anterior resulta elitista - que, enfundada en un vestido con corselete de Paco Jamandreu y la pechera cubierta de esmeraldas, se codeaba con el Papa sin dejar de vomitar su odio a la oligarquía, a través de una voz guaranga educada en el radioteatro y que ella nunca pensó blanquear. Es por eso que Monzón no mató a un actor francés sino a una modelo argentina.
Que un negro tenga la desgracia de mostrar la hilacha, como se apenó alguien por ahí, no lo convierte en un transgresor, sobre todo cuando la desgracia es la del tango: cometer asesinato. “Disgracia” que no es privilegio de los humillados aunque la impunidad pueda ser el privilegio de los humilladores. A pesar de la compasión de tinte populista que utilizan sus defensores, Monzón no puede ser elevado a héroe popular. No hay nada en su vida homologable al título Las patas en la fuente con que el poeta Leónidas Lamborghini bordaba la epopeya peronista.
¿Quién nos defiende de nuestros defensores?
Es cierto. Cuando se entra en la sala de entrenamiento del Luna y se ve ese enjambre morocho de aspirantes veinteañeros, las patitas de langosta y las barrigas abombadas hacen confundir la desnutrición con el peso mosca. Es tan estremecedor como esos prostíbulos paraguayos llenos de impúberes raquíticas que provocaban la indulgencia del general Mansilla. Sin embargo no se conoce puta que gane lo que un campeón mundial, y si este último oficio puede lavar un origen, el primero, al hacerse público, no hace sino acentuar la mancha social. También es cierto que no siempre es el espíritu de justicia el que hace gritar “asesino” al paso de Monzón y radicalizar a Bernardo Neustadt. Hasta es probable que el sacrificio del Negro, elevado a ritual conjurador de la violencia colectiva a través de la televisación de su juicio, ayude a sublimar los temores de los que después del 14 de mayo1 se encerraron en sus casas - aferrados a las vigas del piso para evitar que sean materia de asado - olisqueando el nuevo aluvión zoológico. Por eso muchas mujeres interesadas en la condición de su sexo no deberían tomar como progresía que tantos hombres se escandalicen ante el caso Monzón. Eso no los pone del lado de las mujeres golpeadas, cuya defensa ha sido encarada en su mayor parte por mujeres. Son éstas las que deberían enfriar los ánimos y no incurrir en la vileza del opresor haciendo hincapié en la duración de la condena. Porque así como la legalización no aumenta el número de abortos y la penalización del uso de las drogas no disminuye el número de adictos, el cautiverio de Monzón no hará que los golpeadores mágicamente bajen las manos. Lo que es necesario es un acto de justicia y la introducción en el fuero jurídico de una figura específica para la violencia doméstica que se pueda utilizar con los golpeadores y con sus víctimas cuando éstos incurren en crímenes “con premeditación y alevosía”. Pero ninguna nueva teoría de los dos demonios desplazada al campo pasional debería buscar un delicado equilibrio entre Alicia Muñiz y su agresor, victimizando a éste. Porque no hay equilibrio posible entre vida y muerte. Porque mientras Monzón respira en el banquillo de los acusados Alicia ya no vive aquí, ya no vive.
1989
Carlos Monzón fue condenado a once años de prisión por homicidio simple luego de la muerte de Alicia Muñiz ocurrida el 14 de febrero de 1988. A punto de cumplir su condena, durante una salida transitoria, murió en un accidente automovilístico el 8 de enero de 1995.
María Moreno
Periodista, narradora y crítica cultural, es considerada una de las más grandes cronistas y ensayistas de habla hispana. Escribió la novela El affair Skeffington, y los libros de no ficción El petiso orejudo (Planeta, 1994), A tontas y a Locas(Sudamericana, 2001), El fin del sexo y otras mentiras (Sudamericana, 2002), Vida de vivos (Sudamericana, 2005), Banco a la sombra(Sudamericana, 2007) y Teoría de la noche (Ediciones UDP, 2011) y Subrayados (Mardulce, 2013).
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Notas
Se refiere a la fecha al 14 de mayo de 1989, fecha en la que Carlos Menem ganó las elecciones presidenciales que marcaron el regreso del peronismo al poder.