16/12/2022
Las memorias de la dictadura en la encrucijada del odio
Por Valentina Salvi y Luciana Messina
Ilustración Gentileza Roberto Jacoby
Salvi y Messina consideran que los discursos de odio no son “injurias o amenazas aisladas y excepcionales sino de un modo que se ha instalado progresivamente como norma para el planteamiento de diferencias ideológicas y políticas”. “En los últimos años, asistimos también a un proceso de impugnación de referentes de los organismos de derechos humanos, especialmente del reconocimiento social y moral derivado de su trayectoria, acusándolos de mentirosos, de beneficiarse de su cercanía al poder gubernamental de turno o directamente de corruptos”, advierten.
La pandemia de SARS COVID 19 generó condiciones sociales que favorecieron la acelerada profusión y circulación en las redes sociales y los medios de comunicación de discursos de odio, discriminatorios y reñidos con la vida democrática. Leemos y escuchamos a diario y en distintas plataformas discursos que fomentan la agresión y la descalificación del otro y dirigen su virulencia hacia los más variados destinatarios: la ciencia, el feminismo, los grupos LGBTI+, los beneficiarios de planes sociales, el kirchnerismo y también los organismos de derechos humanos y las políticas de Memoria, Verdad y Justicia. Escudados en el principio de la libertad de expresión, buena parte de estos discursos descalifican e insultan a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y relativizan las violaciones a los derechos humanos. Algunos incluso avanzan mucho más lejos con la reivindicación lisa y llana de la dictadura militar de 1976 y sus responsables máximos, y promueven una reedición de las acciones represivas condenadas judicialmente como delitos de lesa humanidad. Las redes sociales exhiben memes y símbolos alegóricos que banalizan la violencia desaparecedora y afirman el accionar del terrorismo de Estado. La dirigencia política no es ajena a esta lógica, por el contrario, algunos/as líderes partidarios y funcionarios/as públicos han participado activamente de la exaltación enunciativa constitutiva de esta nueva gramática de intervención en el debate público. No se trata ya de injurias o amenazas aisladas y excepcionales sino de un modo que se ha instalado progresivamente como norma para el planteamiento de diferencias ideológicas y políticas.
La emergencia y circulación de estos discursos tienen causas sociales, económicas y políticas que exceden al campo de las memorias sociales, pero se expresan también en ese terreno. Aquí nos concentramos justamente en este último aspecto. Hemos visto el nombre de Estela de Carlotto en una bolsa mortuoria en la Plaza Mayo, fotos de dirigentes del peronismo en el baúl de un Ford Falcon verde o de influencers ligados a nuevos grupos de derecha posando sonrientes junto a Videla. Al mismo tiempo, estas demostraciones en las redes sociales y en las manifestaciones callejeras se complementan con otras que escalan de la violencia verbal a la amenaza corporal, como las que sufrieron recientemente las y los trabajadores del ex CCDTyE El Faro en la ciudad de Mar del Plata, cuando dos hombres irrumpieron de modo violento y provocador en la sala de reuniones vociferando amenazas a quienes estaban allí realizando una visita a dicho Espacio de Memoria. Estos ataques verbales y físicos se han tornado un fenómeno cada vez más frecuente, visible y admitido en el espacio público. Extremas y radicalizadas en contenido y forma, se trata de expresiones de odio que encontraron nuevas condiciones de enunciación y divulgación, especialmente desde la pandemia, y que han ido ganando terreno en el escenario de disputas por la memoria con un lenguaje y una simbología propias. Ahora bien, ¿cuáles son las condiciones de posibilidad de estos sentidos, discursos y prácticas intolerantes y autoritarias, que -aún capilares, dispersas y marginales- exponen públicamente y sin tapujos una posición de afirmación y reivindicación de la dictadura militar y del terrorismo de Estado? En efecto, en el campo de la memoria y los derechos humanos se produjo una progresiva reconfiguración de las disputas tras el comienzo de los juicios por delitos de lesa humanidad y con la articulación de un frente político opositor al kirchnerismo luego del llamado “conflicto con el campo”. De modo que las memorias sobre la dictadura se convirtieron, como casi cualquier otro aspecto de la vida social, en objeto de las crecientes disputas políticas y partidarias.
Nos gustaría leer este presente memorial a partir de tres figuras que han ganado resonancia social en la pugna ideológica especialmente desde el 2008, y que se asientan en sentidos de larga data y logran dar curso a demandas que atraviesan a distintos ámbitos políticos y sectores sociales: la insistencia en un “relato” que falsifica el pasado, la apelación al “diálogo” y la denuncia de “corrupción”. Nos interesa reflexionar sobre cómo estas figuras amplias y convocantes, de marcada presencia en el debate público actual (aunque no son las únicas), ingresaron en el lenguaje de las disputas memoriales y han sido usadas ideológicamente en algunas ocasiones para canalizar ciertas operaciones de relativización, justificación y/o negación de los crímenes del terrorismo de Estado. Por un lado, se insiste en la existencia de un “relato” que sería necesario desmontar por “mentiroso”, lo que dio lugar al revisionismo de hecho presente en algunos best-sellers que, en tanto emprendimientos ideológicos de revisita del pasado, fungieron como pivotes y resortes a la vez para la reinstalación de la Doctrina de Seguridad Nacional. Por otro, se apela al imperativo de “diálogo” como estímulo de un pluralismo de voces sostenido en un perspectivismo ingenuo que supone que todo es dialectizable y que abrió el camino a una lectura relativista de hechos atroces como la tortura y la vejación en centros clandestinos de detención. Y finalmente, la acusación de corrupción como fórmula tendiente a desacralizar actores claves en la lucha colectiva por la memoria, la verdad y la justicia, que los arroja al fango de las disputas por el poder y el dinero, y ubica, así, las causas que encarnan en el juego de oportunismos espurios, atravesados por el cálculo monetario y partidista.
Detalle de Los diarios del Odio. Obra de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, octubre 2014. Foto: Gentileza Roberto Jacoby
Vulgata revisionista. A partir de 2007, la editorial Random-House Sudamericana publicó una serie de libros políticos con posturas revisionistas sobre los sucesos de la década del ‘70. Las obras de Juan Bautista Yofre y Ceferino Reato, si bien son parte del mainstream editorial, se presentan como rupturistas de ciertos sentidos socialmente estabilizados sobre el pasado reciente y con ciertos gestos antisistema que desafían las políticas públicas de memoria, verdad y justicia promovidas por el kirchnerismo. Estas obras postulan, de forma más o menos esquemática, la igualación de responsabilidades entre las Fuerzas Armadas y la guerrilla y la relativización de la violencia represiva como respuesta a la acción de las organizaciones armadas en la clave de la “teoría de los dos demonios”. Reproducen, también, de manera acrítica argumentos de la Doctrina de la Seguridad Nacional sobre la amenaza antisubversiva, retomando un tópico, naturalizado por dicha doctrina y de amplísima circulación social con anterioridad al golpe del Estado, que fomentó y justificó la intervención “salvadora” de las Fuerzas Armadas: la responsabilidad originaria de la guerrilla peronista como causa primera del espiral de violencia y del golpe de Estado de 1976. El éxito editorial de estas producciones es indicativo de que las representaciones y sentidos sobre el pasado ingresaron en las disputas político-partidarias de la llamada “grieta” y se convirtieron tanto en vector como en objeto de esa creciente polarización. Sin embargo, y a pesar de que esta fuerte polarización con el kirchnerismo explique en parte su éxito editorial, esta lectura revisionista se sustenta también en la reactualización de un imaginario social que pervive en amplios sectores de la sociedad argentina desde los años anteriores al golpe y que funcionó como su justificación.
Dialoguismo. Entre 2014 y 2017, circuló con cierta asiduidad una propuesta de tratamiento del pasado dictatorial basada en la figura del “diálogo” a través de diversos tipos de intervenciones culturales: audiovisuales, libros, mesas y paneles. En estos eventos interactuaron personas que estuvieron relacionadas de algún modo con la violencia de los setentas: militares retirados, ex militantes de organizaciones armadas, hijos de represores condenados, familiares de desaparecidos, etc. El dispositivo dialoguista reunió voces cuyo lugar de enunciación no era otro que el carácter singular de sus experiencias vitales, produciendo una suerte de coro en el que todos los relatos se volvieron válidos. Se multiplicaron así las representaciones sobre el pasado de violencia, pero sobre todo, las razones y las acciones pasadas se valoraban y legitimaban según las circunstancias particulares de cada participante. Cada experiencia, testificada por un sujeto que sufre, fue presentada como evidencia de lo real. De modo que el perspectivismo ingenuo hizo que el debate público fuera, tomando la expresión de Juan Besse, una sumatoria de verdades privadas que elevaba la experiencia personal a la categoría de absoluto. Se trató, en definitiva, de la sumatoria de perspectivas y puntos de vista diferentes que se postulaban como una alternativa al camino judicial y como un dispositivo crítico de las memorias sobre el pasado reciente. Por esta vía ya no sería posible sostener una verdad colectiva producida en el suelo común del rechazo sin peros al terrorismo de Estado sino que florecieron múltiples verdades asentadas en particularismos donde el pasado se fragmentó en un caleidoscopio de versiones que tenían como común denominador el sufrimiento por la violencia del pasado y sus consecuencias en el presente. De este modo, las experiencias singulares -incontrovertibles e incuestionables en tanto tales- pretendieron proyectarse también con esas cualidades en el espacio común de los trabajos de la memoria y de atribución de sentidos al pasado, aunque sin verse exigidas por atravesar las múltiples mediaciones institucionales que sí atravesaron los testimonios de víctimas y familiares en calidad de testigos de los crímenes del terrorismo de Estado, ni por mostrar consistencia con la verdad probada en la justicia y trabajosamente construida por más de 40 años, pues cuestionarlas restituiría los modos de la “cultura del enfrentamiento” que el “diálogo” habría buscado dejar atrás.
Moralismo. En los últimos años, asistimos también a un proceso de impugnación de referentes de los organismos de derechos humanos, especialmente del reconocimiento social y moral derivado de su trayectoria, acusándolos de mentirosos, de beneficiarse de su cercanía al poder gubernamental de turno o directamente de corruptos. Por esa vía asociada a la corrupción económica, se afectó también algo de la verdad sobre el pasado que los tuvo como protagonistas, así como la legitimidad de sus demandas en torno al mantenimiento y/o profundización de las políticas públicas en memoria, justicia y reparación. Este intento de horadar el prestigio social del actor central de la política democrática en los últimos 40 años tuvo efectos en el significante derechos humanos, asociándolo a la idea de “curro” (robo) o de parcialidad (que solo benefician a las familiares de desaparecidos y no a los familiares de muertos por la subversión o los delincuentes y las fuerzas de seguridad). Estas impugnaciones y acusaciones, que en los primeros años de la transición democrática fueron difundidas por los sectores cercanos a las Fuerzas Armadas en clave de “amenaza subversiva” y hacia los 2000 por las organizaciones de “memoria completa” en clave de “revanchismo”, se ampliaron en clave de “curro” y “corrupción”, una caja de resonancia y proyección en actores con llegada al aparato estatal. De modo que el terror sistemáticamente producido por el Estado encontró un nuevo marco de interpretación que lo banalizó: la corrupción económica.
Las tres figuras presentadas aquí son el horizonte de inscripción más amplio en el que las posiciones radicalizadas y extremas hacen pie. Al mismo tiempo esas posiciones extremas, más visibles pero aún minoritarias, empujan a quienes han venido divulgando y fogoneando estas nuevas figuras en el espacio público a asumir posiciones aún más beligerantes en el campo de la memoria. De modo que la presencia de discursos de odio tiene un efecto de intensificación de las posturas, de contagio a hacia otros actores que se desplazan hacia una gramática más contenciosa y violenta en donde la relativización, la negación o, incluso, la afirmación y reinvindicación del terrorismo de Estado se torna decible y audible. Se avanza así hacia un estado de cosas que insidiosamente apuesta a desvalorizar el largo proceso de construcción de verdad sobre el terrorismo de Estado impulsado no sólo por las diversas causas judiciales sino también por una multiplicidad de instituciones y de políticas públicas (la CONADEP, el Equipo Argentino de Antropología Forense, el Banco Nacional de Datos Genéticos, la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad, el Archivo Nacional de la Memoria, ente otras) que, junto al trabajo pionero de los organismos de derechos humanos, se han ocupado de recopilar testimonios de sobrevivientes y familiares de desaparecidos, desclasificar y crear archivos, identificar cuerpos NN, recuperar niños y niñas apropiados, identificar a los represores y reconstruir los nombres de las personas desaparecidas. Frente al silencio y la denegación de la mayoría de los perpetradores, este trabajo colectivo de verdad devino la plataforma ética de una comunidad política que supo reconocerse en ese legado. El desafío será mantenerlo como un acervo vivo que interpele hacia adelante a las nuevas generaciones y a los nuevos presentes por venir.
Valentina Salvi
Doctora en Ciencias Sociales e Investigadora Independiente del CONICET con sede en el CIS-CONICET/IDES-UNTREF. Fue directora del Núcleo de Estudios sobre Memoria entre 2015-2021 y es miembro de su Consejo Académico. Dirigió junto a Claudia Feld Las voces de la represión. Declaraciones de perpetradores de la dictadura argentina (Miño y Dávila, 2019) y es autora de De vencedores a víctimas. Memorias castrenses sobre el pasado reciente en la Argentina (Biblios, 2012).
Luciana Messina
Doctora en Antropología (UBA), investigadora Adjunta del CONICET y docente regular en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Es miembro del Núcleo de Estudios sobre Memoria, donde coordina el grupo “Lugares, marcas y territorios de la memoria” (CIS-CONICET, IDES), e Investigadora del equipo Lugares y Políticas de la Memoria (FFyL, UBA). Integra el Comité Editorial de Clepsidra. Revista Interdisciplinaria de Estudios sobre Memoria (CAICYT/CONICET).
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