18/11/2022
A 80 años de su fallecimiento
Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires
Por Roberto Arlt
Ilustración Germán Quibus
Roberto Arlt comienza su introducción al texto Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires con una pregunta: “¿Cómo he conocido un centro de estudios de ocultismo?”. El periodista relata el encuentro con un “joven de extraña presencia” con el que dialogó sobre ocultismo y teosofía que resultó ser un “marqués arruinado”. Compartimos un fragmento del libro, considerado un "manifiesto de actualidad indudable".
A mis amigos
Juan Constantini y Juan Carlos Guido Spano afectuosamente
¿Cómo he conocido un centro de estudios de ocultismo? Lo recuerdo. Entre los múltiples momentos críticos que he pasado, el más amargo fue encontrarme a los dieciséis años sin hogar.
Había motivado tal aventura la influencia literaria de Baudelaire y Verlaine, Carrere y Murger.
Principalmente Baudelaire, las poesías y bibliografía de aquel gran doloroso poeta me habían alucinado al punto que, puedo decir, era mi padre espiritual, mi socrático demonio, que recitaba continuamente a mis oídos, las desoladoras estrofas de sus Flores del mal.
Y receptivo a la áspera tristeza de aquel período que llamaría leopardiano, me dije: «vámonos». Encontremos como De Quincey la piadosa y joven vagabunda, que estreche, contra su seno impuro, nuestra extraviada cabeza, seamos los místicos caballeros de la gran Flor azul de Novalis.
Abreviemos. Describir los pasajes de un intervalo harto penoso y desilusionador no pertenece a la índole de este tema, mas sí puedo decir que, descorazonado, hambriento y desencantado, sin saber a quién recurrir porque mi joven orgullo me lo impedía, llené la plaza de vendedor en casa de un comerciante en libros viejos.
Ilustración: Germán Quibus
Pues bien, una mañana que reflexionaba tristemente en el dudoso avenir, penetró en aquel antro, en busca de una historia de las Matemáticas, un joven de extraña presencia. Palidísimo, casi mate, los ojos hundidos en las órbitas, todo de una contextura delicada y profunda, rodeado, por decirlo así, de un aura tan vasta y espiritual que, inmediatamente, me inspiró simpatía su criolla belleza.
Tratamos de encontrar tal obra y, en el curso de nuestras investigaciones por los polvorientos estantes, trabamos conversación.
Le observaba. Al hablar lo hacía con especial cuidado, modulando las palabras con sugestiva auritmia, que prestaba a sus pensamientos precisas tonalidades que me subyugaban con su timbre sonoro y convincente.
Volvimos a encontrarnos otras veces en aquel lugar, y no sé si inconscientemente o de un modo premeditado por él, nuestros diálogos versaron acerca del ocultismo y la teosofía.
De estas ciencias poseía vastos conocimientos, a los cuales su fe les dotaba de tan severa apariencia, que no se podía menos de creerle y respetarle.
Cuando desenvolvía esas tesis extrañas y obscuras, descubría, en el fulgor de sus negras pupilas, no sé qué misteriosos arcanos seductores.
Ilustración: Germán Quibus
Me ofreció su casa y le visité. Me hizo conocer su biblioteca compuesta de libros de magia, alquimia, teosofía, etc., relatándome, en el curso de esas entrevistas, maravillas alucinantes, que me conducían hacia el ayer, desdoblando sucesivamente la atracción de los misterios ocultos, a los ojos profanos, en los hipogeos brahmánicos, explicándome la función del espíritu y de los cuerpos astrales, que rodean, al igual de un imán su fluido, nuestro cuerpo.
Era sabio y yo le escuchaba tembloroso de admiración.
Su terminología a veces me era incomprensible por su gran empleo de expresiones sánscritas, mas luego me explicaba la función de ese tecnicismo que, a su ver, encerraba sonidos de psíquicos efectos.
A veces en la soledad de los parques este Villiers de l’Isle-Adam relatábame el poder infinito de que disponen los faquires y yoguis, la milenaria existencia de algunos sannyasis que habitan en las selvas que limitan Brahmaputra y las vastas Logias Blancas y lamerías que moran en las cumbres del Tibet, y que están en perpetua lucha con los magos negros, «los Señores de la faz tenebrosa», vampiros voluntarios del principio del Mal.
Luego me descubría que, por el poder de los Sutras de Patañjali, de los Hatha y Raja Yoga, se favorecen los desarrollos de nuestras más inefables cualidades, sensibilizándose los órganos etéreos, cuyas formas de flores de loto destruyen nuestro egoísmo o sensualidad.
Por medio de esos poderes se era clarividente al igual que Swedenborg, se escuchaban las misteriosas voces de los pianos, de los caos más distantes como Hermes Trimegisto o Isaías, se descorría el velo de Isis, se desenmascaraba la Esfinge y se penetraba la suprema razón en el espacio de las N dimensiones.
Se era casi un teúrgo, a semejanza de Simón el Mago, Jámblico o Apolonio de Tiana. A voluntad podía trasladarse por los espacios en el kamarupa y visitar las lejanas regiones astrales.
Ilustración: Germán Quibus
Y lo que me relató después lo encontré duplicado en las obras de Blavatski, Besant, Leadbater, Sinett, Olcott, etc.
Sin embargo, en el curso de nuestras relaciones era triste, circunspecto y pensativo.
No creo que influyera en él su situación presente de marqués arruinado, mas su estado humilde exageraba el aspecto de hiperestésico extenuado que ofrecía, como si sobre él pesaran agobiadores atavismos que se me contagiaron insensiblemente.
Un misántropo que hubiera meditado un sobla al margen de Kempis, o de I sepolcri de Pascoli, no se espiritualizaría como ese idealista de la shodana.
Sufría momentos de dolorosa perplejidad, de indecisiones que interrogaban en las desencajadas flores de sus pupilas, que repercutían desesperadamente en todo lo que nos rodeaba, para después de unos prolongados silencios tácitos, apartarnos, sintiendo que nos alejaba el espíritu de Abarís.
Yo creía, pero él debió de intuir que el discípulo sería infiel al maestro.
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