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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

12/10/2022

Biblioteca Howl

“¡Ah el césped, el blando césped del Parque Chacabuco!”
“Parques y jardines”, Larga distancia, Francisco Urondo

A Mateo

1. La partida de nacimiento de mi viejo, Miguel Ángel Bustos, dice que vino al mundo en el barrio de Flores, exactamente en Nazca 90. También lo dice la introducción a una nota que escribió sobre Lautréamont para la revista Siete Días, publicada en 1970[1].  Sin embargo, sus hermanos, Armando y Eduardo –Horacio falleció hace algunos años-, recuerdan que nació en una vieja casa de la calle Thames, en Palermo[2].  En esa casa vivió buena parte de su infancia. Es la casa de su poema “Los patios del tigre”. Por cierto, no saber si mi viejo nació en Nazca 90 o en una casa de la calle Thames es casi como un juego al lado de lo que no saben muchxs hijxs: dónde están sus padres. Desde 2014, cuando el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó sus restos, ya no tengo que hacerme esa pregunta. En cierto modo, el reemplazo de esa gran pregunta por unas series infinitas -poemas y otros textos inéditos, dibujos, fotos, su biblioteca- me ofrecen la fantasía de vencer la ausencia.

(En su poema “Enciclopedia china Miguel Ángel Bustos”[3] Julián Axat inventa, evocando a Borges, posibilidades de listados tal vez infinitos: “Registro de poemas prosa e ilustraciones de Miguel / Ángel Bustos / Registro de lugares donde fue citado-mencionado / Miguel Ángel Bustos / Registro de libros leídos y anotaciones o glosas al / margen hechas / por Miguel Ángel Bustos / Registro de libros de la biblioteca del abuelo de / Miguel Ángel Bustos / donde exista la palabra "tigre" / Registro de anécdotas recopiladas con otros autores / que conocieron / a Miguel Ángel Bustos”, etc. ¿Listados tal vez infinitos o muralla china? ¿Muralla que despliega un corredor en lo alto del muro fortificado hasta una posta o edificio, en donde nace o continúa, nuevamente, la muralla? ¿La memoria del padre en esas listas que avanzan rizomáticamente o la muralla que avanza y protege un imperio? ¿Guardianes de Piatock?)

Dibujo de Miguel Angel Bustos. 22 de julio de 1964. Foto: Daniel Klibisky

2. Mi viejo dejó infinidad de pistas y señales. Los libros publicados, los poemas y otros textos inéditos, sus dibujos, las fotos, su biblioteca. Y en su biblioteca, marcas, subrayados, anotaciones marginales. Por ejemplo, hace poco relevé autores italianos en la biblioteca de mi viejo. Pero, ¿eran todos? No, me faltó uno: Ugo Foscolo y su Ultime lettere di Japopo Ortis. Lo vi después (en realidad estaba ahí pero no lo había visto). Seguro hubiera despuntado un hilo maravilloso de los vínculos Werther-Ortis[4].  Reviso el libro; no tiene subrayados ni papeles. Mi viejo cortaba pedacitos de papel –mayormente de una resma celeste-, los usaba como señaladores, anotaba cosas[5].  Eso indicaba otro nivel de lectura. Respiré cuando vi que no era un título señalado, anotado por él; en ese caso su omisión en el listado de sus lecturas italianas hubiese sido una falta grave. ¿Mi viejo se hubiera reído de estas faltas graves o como un fantasma archivístico-amurallado hubiera señalado el libro faltante en la lista? Conozco, por ejemplo, sus diferentes letras: la del 52 no es igual a la del 60, 62, aunque se parecen en la amplitud; son las letras de su juventud. Y su letra a partir de 1970 es más temblorosa y pequeña. ¿Qué hubiera dicho mi viejo de esta disquisición? “¿Y tu letra?”, me hubiese preguntado. “¿Podés entender lo que escribís?” “No, viejo –le hubiera dicho-, a veces tengo que traducir en imprenta al lado de lo que escribí apurado. Tu letra siempre es legible”.

Carta de Miguel Angel Bustos a su hijo, Emiliano Bustos. 27 de mayo de 1975. Emiliano lo encontró mientras pintaba su casa, en plena pandemia.

3. A los 8 o 10 años limpiaba periódicamente la biblioteca de mi viejo. Era una forma de empezar a leer, aunque no fuese exactamente una lectura. Creo que en esa época me sentía un guardián. Estaba ahí cuidando algo, renovando un movimiento, un poco como si él moviera sus libros. No era un momento exactamente de juego, aunque también jugaba. En ese tiempo empecé a saber de la existencia de los papelitos con los que mi viejo señalaba. Seguramente los había visto antes pero no lo recuerdo. Cuando los encontraba, nunca los sacaba de los libros. De hecho, con los años dejaron una huella amarilla sobre la hoja que señalaban. Me aseguraba de respetar su exacta posición, si estaba inclinado, dejarlo inclinado, etc. ¿El fantasma de mi padre no podía desvanecerse, empezar a desvanecerse si sus rastros, si sus señales se interferían con las mías? La punta del ovillo del museo, un mundo de follaje memorial-familiar infinito. ¿Sólo ordenaba y limpiaba? No, jugaba también. Con los playmobil, entre los libros. Guerritas, pasadizos, escalamientos.

(En esa época, con Ricardo, un amigo de la primaria, armamos unas “tumbas” en el jardín al fondo de su casa; allí colocamos algunos playmobil, que de ese modo emigraban de las grutas entre los libros a la tierra fresca llena de lombrices; también improvisamos alguna de esas tumbas -y fogatas- con mi primo Gonzalo)

Otra intervención mía en aquella biblioteca era poner frente a los libros, en exposición, juguetes que me había regalado mi viejo, por ejemplo unos soldaditos de plomo como de las guerras napoleónicas, o unos autitos que representaban modelos de los años 20 y 30. ¿Qué época le regalamos a nuestrxs hijxs? A Mateo, mi hijo, le armé una colección de autitos de los 60 y de los 70; el parque automotor de mi infancia. Por esos años, cuando ordenaba la biblioteca de mi viejo, encontré los primeros libros que empezaron a formar parte de mi biblioteca; recuerdo especialmente los cuentos de los Hermanos Grimm, publicados por Editorial Labor.

"Sueño del Gato en un país de miedo" de Miguel Angel Bustos. 10 de febrero de 1969. Foto: Daniel Klibisky.

(En el verano de 1983 llevé el libro de los Hermanos Grimm a unas vacaciones en la casa de Cata Guagnini en Miramar; Cata nos leyó un cuento a sus nietos y a mí; entusiasmado con mi libro y por compartirlo, corrí por el costado de la casa y se me cayó, no recuerdo si yo me caí también; en una de las puntas de la tapa, de cuerina verde, quedó la marca del choque con el piso[6])

Ahora me pregunto qué pensaría mi vieja mientras me veía ordenar, limpiar, descubrir. Porque ella, como yo, dialogaba con el fantasma de mi viejo y, también, ordenaba.

(A fines de 1976, principios de 1977, mi vieja, Iris Alba, dibuja, pinta, escribe. Todavía vivimos en el departamento donde secuestraron a mi viejo, en Parque Chacabuco. Mientras todo se derrumba su estilo sigue en pie, de hecho, se refuerza. El retrato de mi viejo que ilustra esta nota lo hizo en esos días. No sé si formaba parte de algo; quiero pensar que era la representación de mi viejo que todavía pesaba, como una presencia. Es como si hubiese fusionado dos momentos; en cierto modo, mi viejo representa la edad que tenía cuando mi vieja lo conoció, pero los bigotes y el pelo corto lo acercan a la última imagen que tuvimos de él)

Dibujo del retrato de Miguel Angel Bustos por Iris Alba, su mujer.  Técnica mixta sobre papel. El dibujo es posterior al secuestro de Miguel Angel, el 30 de mayo de 1976.

4. Por cierto, este diálogo material con la biblioteca de mi viejo –exploraciones, limpiezas, juegos- no le debería importar a nadie más que a mí. No puedo evocar con esos playmobil a mi viejo (es una representación que ya inventó Carri), pero sí mi infancia. ¿Qué hacían esos muñequitos, cómo ascendían entre los anaqueles o eran empujados al vacío por un libro que en realidad descubría un pasadizo secreto; qué se decían; quiénes sobrevivían? ¿Por qué los enterraba? Es casi como un juego al lado de lo que no saben muchxs hijxs: dónde están sus padres. Es, precisamente, un juego. Como caminar desde Nazca 90 hasta la calle Thames. Porque, ¿se puede vivir en un museo? Los libros italianos, los libros franceses, los alemanes, los subrayados, los subrayados y fechados, los subrayados, fechados y sellados[7], los que tenían fotos en su interior, la lista de esas fotos encontradas, las páginas señaladas, los señaladores con anotaciones, el tipo de anotaciones (literarias, de trabajo, personales), etc. Por eso, cuando intervenía la biblioteca de mi viejo sin saberlo, en realidad me salvaba. Producía efectos profundamente míos en la cueva del fantasma, de mi gran fantasma. Y eso iba a sobrevivir en algún lugar de mi corazón, como sobrevive ahora.

5. En El increíble castillo vagabundo (Howl’s Moving Castle, 2004), el genial animé de Hayao Miyazaki, su protagonista, el mago Howl, viaja al momento de su pasado cuando un fuego -luz fantástica, danzarina y cegadora- ocupó el lugar de su corazón. Esa usurpación (o cohabitación Cálcifer[8]-Howl) sostiene la magia de su castillo, y al mismo tiempo lo aísla. Intrépido, multiforme (mago, joven caprichoso, ave antibélica), pero triste, Howl finalmente es salvado por el amor de Sophie. Junto a mi hijo Mateo vi decenas de veces esa película y siempre me pregunté qué haría si pudiera viajar a un instante de mi memoria para ver el por qué, el cómo, el para qué. ¿Qué haría si pudiera viajar a esos juegos en la biblioteca de mi viejo, a esos muñequitos que eran un poco mis hermanos, a los cálidos y oscuros pasadizos entre los libros con preguntas suspendidas como polvo? ¿Vería la biblioteca china, el fuego recién iniciado, la separación de ambos? Creo que los libros de mi viejo me salvaron, pero pienso que también me salvaron esos juegos entre los libros de mi viejo. Como caminar desde Nazca 90 hasta la calle Thames.

* El próximo viernes 14 de octubre se hará un homenaje en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti a Miguel Ángel Bustos, poeta, dibujante y periodista detenido-desaparecido. Habrá lecturas, una charla, proyecciones y música.

Emiliano Bustos

Escribió seis libros de poesía, entre ellos Gotas de crítica común y Poemas hijos de Rosaura. En 2016 expuso dibujos en el Centro Cultural Borges.

Iris Alba

Dibujante, diseñadora, ceramista, escultora. Entre 1960 y 1976 trabajó en el departamento gráfico de Editorial Sudamericana, donde diseñó, entre otras, las tapas de la primera edición de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y de Megafón o la guerra, de Leopoldo Marechal.

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Notas

[1] “Por vía del conocimiento de su obra, o por coincidencia visionaria, es posible que hoy, en Buenos Aires, quien encarne con mayor lucidez y originalidad el mensaje de Lautréamont sea Miguel Ángel Bustos, un poeta de 38 años que nació en el barrio de Flores”. “La violación de Lautréamont”, Siete Días, 30/11/1970.

[2] En el lugar donde estaba ubicada la casa –Thames cerca de la esquina con Paraguay, según recuerdan mis tíos- ahora hay un edificio.

[3] El poema está incluido en Rimbaud en la CGT (Libros de la talita dorada, 2014).

[4] Las obras de Goethe y Foscolo comparten el género epistolar.

[5] Durante la pandemia, mientras pintaba la casa, encontré en uno de los libros de mi viejo un poema inédito titulado “Emiliano”. Fechado el 27/5/1975, está escrito en uno de esos papeles celestes. Entre sus libros también encontré dibujos, fotos y una entrada de circo diseñada por él.

[6] Otra cosa de ese verano. Con los nietos de Cata y otros chicos del barrio jugamos una tarde al clásico juego de perseguidos y perseguidores. Por algún motivo que no recuerdo a mí me tocó perseguir. Al final del juego, cuando nos llamaba para la merienda, Cata quiso saber por qué había elegido ese rol, poniendo en marcha, con especial atención, su amorosa pero severa pedagogía de educadora y militante de los derechos humanos.

[7] Mi viejo tenía sellos distintos que, sospecho, operaban clasificando sus lecturas.

[8] Cálcifer es el nombre del simpático fuego que alumbra y sostiene el castillo de Howl.

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