25/07/2022
A 70 años de su muerte
Para nosotras, Eva
Por María Pía López
Fotos Archivo General de la Nación
¿Cuántas evas caben en Eva? ¿Cuántas formas de la entrega, del coraje, del desparpajo, de la rebeldía y del drama se cifran en su nombre breve? María Pía López desmenuza ese rosario de interpretaciones caleidoscópicas que han teñido, en las siete décadas que nos separan de su partida, buena parte de la historia política, social y cultural de nuestro país.
Ella, esa, Eva. La santa, la puta, la actriz, la política, la militante, la humillada, la injuriada, la rota, la cancerosa, la montonera, la débil, la queer, la trabajadora, la impiadosa, la salvaje, la sindicalista, la mujer del látigo y la abanderada de los humildes. Pequeño gorrión y fundadora iracunda. Esa mujer, caleidoscopio de infinitas versiones. Inabarcable, ella. Breve nombre, significante que estalla. Nombre de la mujer original, nos impide buscar cualquier origen que no sea uno bastardo. Esa mujer. Rodolfo Walsh imaginó un duelo por un cuerpo ausente -robado y ultrajado, carne de venganza para las clases dominantes. El cuerpo arrebatado es de quien porta un nombre silenciado en todo el relato. El atardecer cae mientras dos hombres disputan el secreto. Mientras escribo, cae la tarde, como caía, tras los ventanales cuando se desplegaba esa esgrima fracasada. En ese juego elusivo está toda la dificultad: no sólo un cuerpo ausente, capturado y escondido, sino que la propia figura de Eva siempre es un trazo enigmático sobre el que proliferan escritos e interpretaciones políticas. Y si en los setenta se interrogó su temple insurgente y se la quiso montonera; en estos años se la piensa desde los feminismos, como hace Julia Rosemberg en su libro Eva y las mujeres.
Eva, nombre de rebeliones y disidencias. En Evita. A militante no camarín, que Horacio González escribe en San Pablo, la invoca para dar cuenta de un feminismo estratégico. Néstor Perlongher reseñó ese libro. Pocos años antes había escrito su Evita vive en la que esa deviene puta, loca y reventada. Que cada vez retorne su nombre como precursora incómoda, díscola habitante de un linaje que necesariamente es impuro -si no, no la podría albergar -, no hace más que subrayar el enigma: el vaivén entre el cuerpo frágil de la joven muerta y la implacable conductora de un partido y una Fundación que existió, casi como Estado paralelo.
María Eva Duarte. Argentina. Foto: Archivo General de la Nación. Fondo Acervo Gráfico Audiovisual y Sonoro. Serie Repositorio Gráfico. Caja 3302. Inventario 348739
Eva, la actriz, había encarnado en la radio un conjunto de mujeres notables. Templada en la épica, encontró un resonar que haría propio en la gran escena nacional el pasaje de la seducción radiofónica de la actriz a su reproducción como interpelación política: la militante en el camarín. Alguien que construye un papel y lo interpreta. En toda escena hay un modo de habitarla, que se construye con todos los elementos a disposición: unas marcas en el lenguaje, un tono, unas posibilidades en el cuerpo, recursos narrativos, histrionismos. Los de Eva eran precisos y eficaces, habían sido moldeados en el melodrama y en la fortísima conciencia de la propia imagen.
González se detiene allí para encontrar la verdad de fondo que es una impostura: en La razón de mi vida, la apología del Padre, encubre “un feminismo ‘estratégico’, listo para devastar las sociedades paternalistas”. Feminismo subterráneo, indecible, que se venía amasando en la Fundación Eva Perón, esa “gigantesca sociedad ‘separada’ de mujeres”. Feminismo clandestino, porque en superficie se trataba de glorificar la subordinación a un hombre. En esa decidida opacidad, todas las acciones que significaban una efectiva ampliación de los derechos de las mujeres -sin ir muy lejos, la sanción del derecho a votar y a ser electas- era vista como falsedad, engaño o trapisonda: “aparecieron carteles en la vía pública en que un insólito aunque divertido eslogan proclamaba que ‘ahora no queremos votar’.”, cuenta Vera Pichel en su Evita íntima. También en los movimientos emancipatorios se expulsan las bastardías y se señala a las impuras.
En la quinta presidencial de Olivos, la Sra. Eva Perón, despidió a las numerosas delegadas censistas y subcensistas del Partido Peronista femenino que, procedentes de las provincias y territorios nacionales vinieron a esta capital para participar en el Cabildo del Justicialismo. En la presente foto aparecen reunidas en los jardines de la Residencia, mientras hace uso de la palabra la esposa del Jefe del Estado para enviar un cordial saludo a las mujeres del interior del país. Argentina. Foto: Archivo General de la Nación. Fondo Acervo Gráfico Audiovisual y Sonoro. Serie Repositorio Gráfico. Caja 3189. Inventario 192608
El libro de González es una ficción cuyo personaje central es Manuel Penella Da Silva, el escritor español que escribió tramos fundamentales de La razón de mi vida. Manuel Penella, el hijo del escritor fantasma, hace pocos años publicó un libro llamado Evita y yo. La verdadera historia del libro de Eva Perón, donde recoge un manuscrito de su padre y un trabajo comparativo entre la versión escrita por Penella y la editada por Peuser. Según estos documentos, Penella Da Silva acompañaba cotidianamente a Eva, para escucharla y aprehender su voz para convertirla en autora de su propia biografía. Él estaba convencido que el futuro de la humanidad dependía del desplazamiento del poder masculino hacia el de las mujeres y para ello quería apelar a las grandes heroínas. Veía en Eva la encarnación de ese principio y escribió un libro en el que ella anotó correcciones y sugirió cambios. Luego encargaría a Raúl Mendé su revisión final. Según Penella, es a Mendé a quien se deben los tramos enfáticos de la apología de Perón y un tono general de subordinación, que vendría a opacar ese esfuerzo que implicaba sostener nada menos que la necesidad de un salario para amas de casa y el fin del trabajo doméstico impago.
No sabemos si así fue esa historia, pero sí que Evita se sintió escrita en ese libro y lo reconoció como propio. Pliegue de lo real y lo ficticio, quiasmo entre la letra y su espíritu. Esa, Eva, ella, fue autora y voz mediada. En los últimos meses de vida, Eva habría dictado su testamento político: Mi mensaje. El manuscrito fue hallado en un remate, pero en el tembladeral de discusiones sobre su autoría o su apocrificidad, hay un dato precioso: meses después de la muerte de Eva, Perón lee, ante la Plaza de Mayo, el fragmento que funge de testamento. El libro recién se imprimió en 1987. Si La razón de mi vida se sostenía por la estructura del día maravilloso y el amor al pueblo; Mi mensaje se tensa en la indignación, el fanatismo, el odio y el amor. No hay medias tintas ni conciliaciones.
José Pablo Feinmann dice que La razón de mi vida es biografía oficial y ajena, mientras que Mi mensaje “era la voz verdadera y ya exangüe de una mujer que se moría.” Ya no impostura estratégica, sino denuncia gritada: “el mundo será de los pueblos si los pueblos decidimos encendernos en el fuego sagrado del fanatismo. Quemarnos para poder quemar.” 1952. Pocos meses después, Eva moría. Setenta años después, la seguimos buscando entre los restos de sus escrituras y de las escrituras ajenas, buscando, en su nombre, ese hilo de insurgencia plebeya y rebelión incesante. Esa mujer, para nosotras.
María Eva Duarte. Argentina. Foto:. Archivo General de la Nación. Fondo Acervo Gráfico Audiovisual y Sonoro. Serie Repositorio Gráfico. Caja 3302. Inventario 349211
Esa, Eva, ella, la impura. La que quiso armar a los obreros y las trabajadoras para resistir el golpe que se olía en el aire. Vera Pitchel fue su amiga, la conoció en una redacción de una revista de farándula, cuando Eva era una joven actriz ávida de fama. La periodista cuenta que, mientras trabajaba en el diario La prensa, fue parte de las iniciáticas milicias sindicales que se organizaban para esa resistencia.
El libro de Pitchel traza un retrato amoroso pero no hagiográfico. Cuenta que Eva, como sus hermanxs, no había sido reconocida por Duarte. Fueron inscriptxs en el registro público bajo el apellido materno, Ibarguren. A la hora del casamiento con un coronel que ya ocupaba el centro de la vida política, había que corregir esa filiación. El libro de nacimientos del Registro Civil de Los Toldos perdió algunas hojas y “en el Folio 728 del Libro de Actas del Registro Civil de Junín quedó asentado que María Eva Duarte era oriunda de esa ciudad, como así también todos sus hermanos”. La escritura condena a una existencia ilegítima y la bastardía en pueblo chico se refuerza con la exclusión social y el cotilleo despectivo. Corregir esa palabra, rasgar las actas de un Estado que nombra para asumir un papel en las zonas centrales de ese Estado.
Quiso ser la pródiga pero para las clases dominantes no dejaría de ser la bastarda, la del origen oscuro, la humillada. La que parecía provenir de la literatura de un Roberto Arlt, tan conjurada, tan alocada. Lanzallamas, esa. Sabía del fuego. ¿O sabia del fuego? Fogosa, seguro. Evita conocía bien los trasfondos de las vidas desesperadas y de algún modo puso su propia existencia al servicio de crear una comunidad -organizada- y una idea de lealtad a esa comunidad por la mediación de la lealtad al líder. Sospecharía, quizás, que esa imagen vertical y el halo mítico eran reaseguros para impedir la tentadora traición entre iguales. La humillación pasada está también en su rabia, su furioso modo de habitar la escena, su esfuerzo redentorista. Sebreli vio allí el resentimiento, pero esa ira no fue tanto el mascullar individual de lo padecido que una fuerza capaz de abrir otras zonas; de abrir, fundamentalmente, una hospitalidad para les humillades.
Los hogares para niñas y niños, los lujos de su decoración, las comidas plenas. Leonardo Favio estuvo un tiempo, junto con su hermano Zuhair Jury, en uno de esos hogares. Contaba, ya grande, que había conocido en esas mesas el plato de ravioles y la comida sana y abundante. ¿No es su cine parte del esfuerzo de redención de lo popular, una imagen que quiere narrar sin humillar, un modo del cuidado? No en la forma de quien ordena y normaliza para que les pobres merezcan lo que reciben, sino un amor a lo existente como tal, en su vitalidad nunca prístina. Eva, esos hogares con cortinados, es recuperada y continuada en Milagro y sus piletas para los ardientes veranos de las infancias jujeñas. Lo inaceptable no es la caridad, la copa de leche, el pan del merendero, lo insoportable es el lujo, el placer, que vienen a poner en escena el derecho a todo. La igualdad, eso es lo intolerable. El borramiento de la distinción. Milagro y sus fiestas de reyes, vestida ella también de Rey mago; o las fiestas del orgullo, allá en el norte. No dejan de ser homenajes a Eva, a su tenacidad por una reparación festiva del dolor popular, en la desesperación para sumar una bicicleta, una pelota, una muñeca, que cada niñe podría desear.
Gisela Catanzaro muestra el lado punitivo del neoliberalismo: reclamo del castigo, pero también punición sobre sí. Todes, culpables y deudores. A pagar las cuentas. Eso es moral, como bien sabía Nietzsche, que encontraba en la deuda el nudo con la culpa. Y su trenza, oscura trenza, con la deuda por haber gozado: anécdotas proliferan sobre el castigo que aparece ante, por ejemplo, una mujer en trabajo de parto: si te gustó antes, bancate el dolor ahora. La crueldad con sus abonos cristianos y sus ortodoxias morales. Aurora Venturini, la prolífica escritora que sería descubierta tan tarde por el mercado editorial y les lectores, también fue amiga de Eva, trabajó en la Fundación durante un tiempo. Escribió Eva. Alfa y Omega, una obra trazada en la incertidumbre de los géneros, donde el giro barroco lezamaniano coexiste con el trazo biográfico y la alusión metafórica. Allí cuenta que en una escuela normal “se había pedido un facultativo por cierto problema. La directora me dijo que el doctor había encontrado tres vientres embarazados. Escandalizada, la anticuada docente resolvió exonerar a las dueñas de los incipientes embarazos y a una educanda que noviaba con un divorciado. Aclaro que las chicas estaban en quinto año. Faltaba poco para fin de año y para recibirse. Por mi cuenta y riesgo, llevé el caso a Evita.
‘Marcame el número de esa escuela’, me dijo.
-¿Habla la directora?
Siguió. Siguió.
-¿A vos te gusta que te cojan? A las chicas también.
Volviéndose a mí:
-Ya está.
De más está contar que nadie exoneró a nadie.”
Reina de la lengua plebeya, pone la autoridad política a desarmar la autoridad tradicional, con la jota del cojer como sable o cimitarra tajea el acuerdo de la exclusión. Tan irritante a la moral y a las buenas costumbres como esa afirmación del goce, es la asunción de un registro popular de la lengua. Sonora reprimenda, jocosa intervención. Eva, esa, la plebeya reina de les humillades, es también el nombre de su redención pendiente.
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