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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

20/05/2022

Marcha del silencio en Uruguay

El mundo nuevo: ficción para la batalla por la memoria

El mundo nuevo (Sudamericana) se publicó en septiembre de 2021 en Uruguay. En esta novela, coautoría de Gabriela Schroeder e Ignacio Ampudia, se aborda el pasado reciente de las dictaduras cívico-militares de Uruguay, Chile y Argentina de la mano de Julia y Alejandro, dos militantes del MLN-Tupamaros. En la génesis de estos personajes de ficción se encuentra un trabajo de archivo combinado con entrevistas, testimonios e historias de vida que se terminan fundiendo con los códigos del universo de la ficción.

El 20 de mayo de 1996 se celebró la primera Marcha del Silencio en Uruguay “en homenaje a las víctimas de la dictadura militar y en repudio a las violaciones de los derechos humanos” tal y como rezaba el texto de la convocatoria pública que hiciera una veintena de actores civiles, políticos y sindicales. La fecha no era casual. Veinte años antes en Buenos Aires la policía localizaba un auto en la intersección de Perito Moreno y Dellepiane en cuyo interior estaban los cadáveres de Zelmar Michelini, senador de la República, Héctor Gutiérrez Ruiz, presidente de la Cámara de Representantes, Rosario Barredo y William Whitelaw, ex tupamaros y activos militantes políticos contra la dictadura cívico-militar instaurada desde 1973. Desde entonces, la Marcha se ha venido celebrando cada 20 de mayo constituyéndose, junto a las más recientes marchas por el 8M, como la concentración más multitudinaria del país. Miles de personas recorren la Avenida 18 de Julio en un silencio ensordecedor ataviadas exclusivamente con las fotografías del más de centenar de desaparecidas y desaparecidos que todavía pesan sobre la memoria colectiva del país.

Sin embargo, la fecha no es correcta. Los cadáveres no aparecieron el 20 de mayo sino el 21. Así lo atestigua el parte policial firmado por el comisario jefe de la 40. Tampoco se corrobora en ningún informe la hora de la muerte, aunque se presume que habría sido a lo largo del mismo día en que fueron localizados. Con las fuentes en la mano, con el hecho, esta apreciación sobre la fecha no modifica en lo sustancial nada de lo que se moviliza en esta jornada de homenaje y reivindicación. La Marcha del Silencio constituye ya un lugar de memoria en Uruguay basado, eso sí, sobre una imprecisión histórica. En este caso, dato no mata relato. Y no importa. No importa porque el camino de la memoria está jalonado de este tipo de interferencias entre lo que pasó y lo que se dice que pasó y es precisamente en ese terreno, en el de las palabras, donde la memoria libra su batalla crucial.

Creemos que peleamos por la verdad cuando en realidad lo hacemos por el sentido de esa verdad, sentido que pretendemos se convierta en memoria colectiva. Lo hacemos con la guía de la historia porque pensamos que en la historia está la verdad y, entonces, tan solo se trataría de bucear en los archivos para encontrar lo que estamos buscando, escribirlo después y confiar en que la objetividad se convierta en ley. Pero esta operación presenta, al menos, dos inconvenientes. El primero, si se quiere, es de orden filosófico. ¿Es el pasado el que cambia o más bien es el pasado construido el que está en constante mutación? Es moneda natural en el campo de la escritura de la historia encontrar múltiples investigaciones sobre el mismo hecho histórico que arrojan diferentes enfoques y conclusiones. Ocurre incluso aunque las fuentes documentales sean las mismas. Si un acontecimiento histórico “cambia”, es porque el análisis que hacemos del mismo ha cambiado. La historiografía, en consecuencia, es una disciplina que siempre se encuentra en tránsito porque es tan histórica como los que hechos de los que habla. Los significados que tienen los hechos históricos no son inherentes a los hechos mismos, sino que se traman durante el planteamiento del proceso de investigación, se consolidan en el archivo y se materializan en la redacción de los textos en los que se ofrece la interpretación de ese hecho histórico. El pasado que nos describe descansa bajo una densa capa de interpretaciones, narraciones y representaciones, es decir, productos lingüísticos que configuran lo que entendemos como pasado. Es en ese sentido en el que es posible afirmar que la historiografía no es el pasado sino más bien una representación sobre el pasado.

Marcha del silencio en Uruguay. Foto: Andrés Stapff/ REUTERS

El segundo inconveniente lo encontramos en el campo de lo material, de su producción y de su control. El discurso historiográfico basa su lógica en la existencia del documento, en el registro escrito de lo que pasó. Sin prueba, no hay sustento de lo que se dice, que es lo mismo que admitir que, desde la historiografía, no hay posibilidad alguna de hablar de todo aquello que no genere un documento. Hay cientos de razones por las que no se genera un documento, la mayoría de ellas vinculadas con las relaciones de poder y de clase. Y además no se trata sólo de generarlo sino también de conservarlo, sistematizarlo, incorporarlo a un repositorio, mantenerlo y, finalmente, hacerlo accesible para su consulta, si procede y si así lo dispone quien tiene que disponerlo. Toda autoridad que domina el presente trata de poner a trabajar el pasado en favor de sus visiones políticas e identitarias. Toda autoridad siempre selecciona y jerarquiza lo que debe recordarse para, en el mismo movimiento, ocultar todo lo que debe olvidarse. Sobran los ejemplos de acervos  documentales sobre el pasado reciente que se mantienen silenciados en los depósitos de dependencias del poder judicial. Sin letra, no hay pasado.

Ante la tiranía de la materialidad letrada se rebelaron hace ya algunas décadas nuevas perspectivas sobre el pasado que creían con firmeza que la historiografía también puede pisar el terreno del presente. Se ensayaron diferentes nomenclaturas: historia del tiempo presente, historia del presente o historia del mundo actual. Destacados y destacadas profesionales del oficio historiográfico, vetustos ellos, añejas ellas, señalaron que eso ya existía y se llamaba periodismo. Navajazos internos al margen, lo cierto es que desde este campo en desarrollo se conjugó el uso de fuentes documentales con otras técnicas de investigación que incorporaban la voz de los y las protagonistas de un pasado que ya no lo era tanto. La memoria, que había sido anatemizada en la disciplina por considerarla subjetiva, fragmentaria, discontinua, errática y cambiante, adquirió una dimensión significativa en el campo de la interpretación del presente. Quizá fuera la insatisfacción ante la memoria ofertada la que nos llevó a prestar atención a esos recuerdos; quizá fuera la inquietud de las generaciones de los nietos hacia su pasado. Lo que sí es seguro es que se pusieron en circulación relatos sobre el pasado que nunca habían ocupado una sola línea, relatos que nos sonaban, relatos que nos resultaban familiares porque no eran muy diferentes a los que llevábamos años y años escuchando en nuestras casas y en nuestros barrios pero que sí diferían, y mucho, a los que nos habían contado en la escuela y en la televisión.

A través del testimonio, de la entrevista, de la historia de vida y de los recuerdos, se logró comprender y poner en valor la subjetividad en la trama de una memoria colectiva que ya no era unívoca ni monocromática, sino que se revelaba como un espacio en disputa entre los relatos instituidos y los que tenían potencialidad de instituyentes. Con esta polifonía que, lejos de responder todas las cuestiones, colocó
muchas más sobre la mesa, se comenzaron a explorar nuevos campos de expresión lo cual implicó el mestizaje de géneros narrativos que fusionaron elementos de la historiografía con la crónica, entrevistas, testimonios e incluso la autoficción. No se trató (ni se trata) de renunciar a la historia. Se trata más bien de admitir que no sólo es la historia la que legítimamente nos puede hablar del pasado. La ficción tiene la capacidad que no posee la historia - dejando a un lado el género biográfico - de ofrecernos las vivencias de los protagonistas en un presente actualizado. Desde la subjetividad del personaje, es posible insertar su memoria personal dentro de la corriente de la memoria colectiva. Este movimiento le ofrece un alto grado de verosimilitud al texto porque encarna ideas, sentimientos, miedos, deseos y contradicciones que son perfectamente reconocibles y cognoscibles por el público. Ese y no otro es pilar básico sobre el que se asienta El mundo nuevo.

Tapa del libro El Mundo Nuevo de Ignacio Ampudia y Gabriela Schroeder.

El eje temporal de la novela se encuentra entre 1968 y 1976 y el espacial en Montevideo, Santiago de Chile y Buenos Aires. En ese marco es donde se insertan los protagonistas del relato, Alejando y Julia, dos jóvenes uruguayos, estudiantes de Medicina y militantes del MLN- Tupamaros que, como otros tantos y otras tantas en su generación, dieron todo lo que tenían por la idea de un mundo diferente. Como
cualquier otra representación del pasado, esta novela se inscribe en las coordenadas estético-ideológicas del tiempo histórico en que se produce, en 2020, y, por tanto, es producto de sus preguntas, conjeturas, filias y reservas.

Las preguntas más sustantivas son las que Gabriela Schroeder se venía planteando desde hacía ya muchos años. Ella es hija de Gabriel Schroeder y Rosario Barredo, esos dos militantes tupamaros que alimentan a los personajes de Alejandro y Julia. Una premisa básica en la que ambos coincidimos cuando empezamos a moldear la idea de la novela era huir de los discursos heroicos. De panegíricos y  agiografías el mundo está lleno y, más allá del placer militante, no aportan más que esa visión dicotómica del mundo entre buenos y malos que, además de ser una fantasía, no es operativa para entender casi nada de lo que pasó. Gabriela quería comprender por qué sus padres hicieron lo que hicieron y yo quería dimensionar el alcance de esa pulsión para cambiar el mundo. Queríamos comprender cuál era el contexto particular en el que unos jóvenes y no otros se comprometían con la militancia; queríamos comprender cómo se insertaban las mujeres en la militancia revolucionaria; queríamos comprender cómo se conjugaba la maternidad con la revolución, la noción del peligro que manejaban, las lealtades entre compañeros y compañeras, la intelectualización de la violencia, la organización clandestina, la vida en la cárcel, el papel de las familias a veces como meros espectadores, a veces como la retaguardia, a veces como el enemigo, el amor en tiempos de lucha… Queríamos comprender todo esto porque en realidad lo que queremos es comprendernos, quizá
para saber qué haríamos en una situación similar.

Presentación del libro con sus autores.

Listamos archivos, cómo no, y fuimos, y encontramos más confirmaciones que hallazgos, algún papel que otro que no esperábamos y todo eso lo pusimos a dialogar con los testimonios que nos ofrecieron compañeros y compañeras de militancia, amigos y familia en más de una treintena de entrevistas. Documentos, testimonios y recuerdos, algunos frágiles, otros vigorosos, a veces edulcorados, duros otras tantas, entablaron conversaciones con obras de investigación, películas, documentales, música, prensa de época, cartas, ropa y diapositivas. Después de dos años de investigar, hablar mucho, pensar más, esbozar, descartar, avanzar, desechar pistas falsas que algún proyecto de héroe nos dejó por el camino y emborronar hojas y más hojas de cuadernos que quizá algún día, quién sabe, descansen en los estantes de algún archivo, nos metimos en el taller para darle forma a esos personajes que, a fin de cuentas, son como somos: tan reales como ficticios. Julia tiene elementos de Rosario, de Gabriela, de mis amigas, de mi hermana, de mi madre, de mi compañera y de ella misma, del mismo modo que Alejandro tiene un parecido a Gabriel y a sus hermanos, a los recuerdos que nos llegaron de su padre, a recuerdos de mi hermano y de mi padre y de mis mejores amigos y de él. Están hechos como estamos hechos, con lo nuestro y lo de los demás si es que es posible hacer ese distingo.

Es por eso que la ficción posee esa capacidad de llegar e instalarse en los rincones más recónditos de cada persona que lee o que ve o que escucha. La ficción se parece tanto a lo que nos pasa que es imposible negarles una sonrisa, una caricia o una buena reprimenda a esas personas que corren por las letras. Nos emocionan sus dolores, nos reímos con sus ocurrencias, nos aburrimos con sus disquisiciones y nos decepcionamos con sus decisiones. Y luego nos olvidamos de lo que dijeron y los dejamos unos cuantos años en la estantería o los y las llevamos allá donde vayamos. Y pasa el tiempo y ya no nos parecen tan divertidas como antes o tan aburridos y, de repente, quizá, comprendemos lo que hicieron o lo que dijeron porque ya no somos las mismas personas, porque también cambiamos, porque recordamos a duras penas, porque la memoria no es un monumento sino una sucesión de imágenes que se mueven, que cambian, que se renuevan y por eso nunca podemos llegar a asegurar que recordamos lo que siempre hemos recordado. El pasado siempre se  reconstruye en nuevos contextos. Es por eso que quizá no exista el pasado sino sólo los verbos en pasado.

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