Saltar a contenido principal

Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

15/04/2022

Treinta y cinco años del levantamiento de Semana Santa

El fallido regreso de los cuarteles

En la Semana Santa de 1987, un grupo de militares “carapintadas” conducidos por el coronel Aldo Rico, se sublevó en el edificio de la Escuela de Infantería de Campo de Mayo en la Provincia de Buenos Aires. Tenían como objetivo resistirse y exigir una “solución política” a las citaciones a la Justicia por violaciones sistemáticas a los derechos humanos y terminar con lo que denominaban “una campaña de agresión contra las Fuerzas Armadas”. En aquellas tensas jornadas las calles y las plazas del país se poblaron en defensa del sistema democrático.

El miércoles 15 de abril de 1987 ya daban vueltas varios rumores de origen militar. No se habían iniciado ese día, desde luego, porque desde el mismo 10 de diciembre de 1983 la cuestión militar rondaba la escena política, generando incertidumbres varias que implicaban tanto el futuro de la democracia, como el rol de los mismos militares en ella. El gobierno de Raúl Alfonsín podía exhibir un hecho inédito en nuestra historia e incluso a nivel mundial: el Poder Judicial en democracia había juzgado a 9 integrantes y condenado a 5 miembros de las Juntas militares que lideraron la dictadura entre 1976 y 1983 (la tercera junta encabezada por Leopoldo Galtieri fue absuelta, lo mismo que Omar Graffigna de la segunda junta; la cuarta no fue incluida en ese proceso judicial). El punto 30 del fallo de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal abrió otra posibilidad de juzgamiento: “Disponiendo, en cumplimiento del deber legal de denunciar, se ponga en conocimiento del Consejo Superior de la FF.AA., el contenido de esta sentencia, y cuantas piezas de la causa sean pertinentes, a los efectos del enjuiciamiento de los oficiales superiores que ocuparon los comandos de zona y subzona de defensa, durante la lucha contra la subversión, y de todos aquellos que tuvieron responsabilidad operativa en las acciones”. El fallo fue histórico y este último aspecto abría la puerta a otra etapa en lo vinculado al enjuiciamiento por el accionar represivo. Raúl Alfonsín había rechazado de plano la autoamnistía que se habían otorgado los militares en septiembre de 1983 (mientras el candidato del Justicialismo Ítalo Luder, dijo que acataría) a la vez que el radical había manifestado que la acción judicial recaería sobre quienes habían conducido la acción represiva, es decir sobre las Juntas Militares. El punto 30 que la Cámara incluyó en el fallo, alteraba esa perspectiva.

Así, durante 1986 se iniciaron diversos procesos judiciales sobre distintos miembros de las Fuerzas Armadas por su participación en la represión. Esto produjo que la cuestión militar, ocupara una parte notable de la agenda política, a pesar que la situación económica (que en aquel año aún gozaba de la estabilidad conseguida por el Plan Austral, lanzado en junio de 1985) estaba lejos de encaminarse con certeza. En esos hechos fortuitos que suelen atravesar la política, Alfonsín había perdido a sus dos primeros ministros de Defensa (y amigos personales) Raúl Borrás y Roque Carranza fallecidos en 1985 y en 1986 respectivamente. Para el año que aquí nos interesa, el general Héctor Ríos Ereñú, era ya el tercer Jefe del Estado Mayor General del Ejército, desde el retorno democrático. Pequeñas muestras de un panorama complejo.

Ante el incremento de las citaciones por parte del Poder Judicial, la cúpula del Ejército alentaba a los miembros de la fuerza citados con la consigna “preséntense en los tribunales”. No parecía haber mucha más estrategia que esa práctica y es evidente que en los días de la Semana Santa de 1987, algo se quebró. Alfonsín, había dado una señal a fines de 1986: envió al Congreso la denominada Ley de Punto Final, que establecía un plazo perentorio en febrero de 1987, para iniciar causas nuevas por violaciones a los DD.HH. durante la dictadura. El gobierno pagó un alto costo político para una medida de escaso impacto ya que, imprevistamente, los fiscales levantaron la histórica feria judicial de enero, y así se sumaron centenas de nuevas causas. Rechazo de la sociedad y nula eficacia sobre el conflicto abierto. De este modo, los oficiales del ejército de menor jerarquía, de teniente coronel hacia abajo, comenzaron a suponer que los oficiales superiores, generales y coroneles, estarían gozando de un trato diferencial. Y que los que concurrían a los tribunales eran ellos y no la conducción, los generales de escritorio, una expresión que se extendía en aquel período; la suposición que el arma les había soltado la mano. Esa concepción desemboca en el otro elemento clave para comprender los hechos que aquí recordamos. Asumir que la fuerza estaba quebrada en un sentido horizontal se alimentaba sin dudas de una experiencia muy reciente como había sido la guerra de las Malvinas. En 1983 el denominado Informe Rattenbach, por el apellido del general que lo coordinó, era muy claro en las responsabilidades de conducción del conflicto bélico por parte de la junta y sus mandos superiores, que llevó incluso a solicitar la pena de muerte para algunos de los responsables. Ese desprestigio de la conducción, extendido en buena parte de la sociedad, había calado hondo en el mismo Ejército. De principio a fin del levantamiento de abril de 1987, el recuerdo de la guerra de Malvinas estuvo presente en todos: desde los sublevados hasta el Presidente de la Nación.

El Presidente Raúl Alfonsín habla a la multitud movilizada a Plaza de Mayo en defensa de la democracia. Luego de reunirse con los amotinados afirmó “Felices pascuas: la casa está en orden…”. Poco tiempo después se presentaba la propuesta para sancionar la Ley de Obediencia Debida. Foto: Eduardo Grossman. Fototeca ARGRA. 19 de abril de 1987.

 

Los carapintadas, expresión que surgió en los medios cuando los amotinados aparecían frente a las cámaras de televisión que transmitían desde Campo de Mayo con la cara pintada de negro listos para el combate, habían producido un breve documental denominado Operación Dignidad en el cual se reivindicaba la lucha antisubversiva, y a la vez se anclaba una clara reivindicación por la participación en la guerra de Malvinas afirmando “sin mencionar las guerras contrasubversivas y del Atlántico Sur, la operación dignidad carece de explicación”. Hubo allí un intento por enlazar ambos procesos en uno mismo, de modo de presentarse a la sociedad como “los héroes de dos guerras que están siendo perseguidos por el gobierno y abandonados por sus jefes”. Los hechos son conocidos: el mayor Barreiro es citado por un juzgado en Córdoba, se niega a concurrir y se fuga hacia un barrio cerrado. Allí comienza la tensión respecto de llevarlo por la fuerza en un contexto en el que eso podría despertar solidaridades, lo que efectivamente sucedió. Sólo necesitaban quien se pusiera al frente de la rebelión y lo encontraron en un teniente coronel destinado en un regimiento de San Javier, Misiones: Aldo Rico. En horas viajó en un Jeep hasta Campo de Mayo y asumió la conducción de la intentona, en la mañana del jueves 16 de abril de aquella Semana Santa. Como señala Ernesto López en su libro El último levantamiento (Legasa 1988) Aldo Rico ya había enviado un documento al general Ernesto Alais donde sugería que se presionase al gobierno por una solución política a la cuestión de los juicios; esto es, presentarse pasivamente ante los tribunales civiles, no lo veían como una opción. Al mismo tiempo, el levantamiento es la manifestación que la relación con los mandos de la fuerza estaba quebrada, que se había perdido algo del espíritu corporativo con que el Ejército, y las otras dos fuerzas, se habían conducido durante el ejercicio del terrorismo de Estado. Ese espíritu corporativo, parecía mantenerse entre los sublevados.

López menciona en el texto citado que la mayor parte de los que tomaron el control de sus unidades para plegarse a Rico eran hombres de la misma arma de infantería y compañeros de promoción de Aldo Rico. Es decir, al tema Malvinas se agregaba también una pertenencia generacional que nos abre a una pregunta relevante ¿existía allí un quiebre generacional con lo que habían sido los militares en la política argentina? O bien ¿se sentían los sublevados parte de una nueva generación llamados a cambiar a las Fuerzas Armadas en algún sentido? Hay varias respuestas posibles, pero una en la que coinciden los especialistas: no poseían una nueva visión sobre el rol y la misión de las FF.AA., nada indica que había allí una lectura política en clave histórica con visión hacia adelante. Había sí, un quiebre con una orientación política dominante en la cúpula del Ejército en particular que se hizo sentir en dictadura: su acercamiento al liberalismo. Los carapintadas, de un modo menos claro en esos días, un poco más explícito luego, buscaron reivindicar posiciones nacionalistas, contrarias justamente a los generales de escritorio y que su pasado reciente malvinense parecía acrecentarles. De allí que el carapintadismo incluía larvadamente un proceso político que a la postre, se hizo mas explícito. A la pregunta que se formuló antes hay una respuesta afirmativa, pero que no provino de la acción de los sublevados. En efecto, llegaba de manera definitiva una nueva época para las FF.AA. en Argentina, decretando primero el fin del partido militar y en términos generales la ausencia de cualquier influencia relevante en la política nacional; pero ese ocaso no fue producido por el corte horizontal dado en el Ejército, sino que ese conflicto fue parte de ese mismo momento de transformación y declive político. Los carapintadas no expresaban algo nuevo, sino apenas los resabios de un pasado ya en desaparición. Varias veces repitieron que su intención no era la de generar un golpe de Estado, a los que nuestra historia estaba tan acostumbrada, sino que defendían su dignidad, pero lo hacían repitiendo las viejas prácticas extorsivas hacia el poder democrático, empuñando las armas que el Estado ponía en sus manos para proteger la soberanía y no para guardar sus intereses. No había nada nuevo en las prácticas y el discurso, aunque parece cierto que el golpe de Estado no estaba en sus horizontes, pero sí en cambio la ambición por desplazar a las cúpulas y ocupar la conducción del Ejército. (De todos modos, no pocos golpes comenzaron por movimientos semejantes). Pero la inviabilidad del golpe estaba dada por otro factor clave: la absoluta ausencia de respaldo desde la sociedad civil. Ningún estamento o espacio social o político siquiera acercó alguna adhesión a ellos. El apoyo del peronismo al gobierno de Alfonsín fue total. Saúl Ubaldini, secretario general de la CGT, declaró un paro nacional en defensa de la democracia. Finalmente, no acompañaba a los rebeldes un momento histórico, pues este cambiaba velozmente y las posiciones nacionalistas, mucho más las autoritarias, perdían notable peso en el debate político.

Multitudinaria movilización popular en Plaza de Mayo repudiando el alzamiento militar carapintada liderado por Aldo Rico. Foto: Eduardo Grossman. Fototeca ARGRA. 19 de abril de 1987.

 

Con todo, para el gobierno fue una situación difícil de conducir. El sistema político estaba de su lado, lo mismo que empresarios y sindicatos y el conjunto de la sociedad que llenó plazas en apoyo a la democracia. Pero la corporación militar no se quebró y si bien muchos no adhirieron al levantamiento, no aparecían unidades y jefes dispuestos a reprimir. En un reportaje que años después estudiantes de la Carrera de Ciencia Política le hicieron al general Alais, nombrado a cargo de la represión, expresaba: “nunca me llegó la orden de reprimir”, quienes debían dársela, sabían la respuesta final. El apoyo recibido por el gobierno era contundente; pero su margen de maniobra, limitada. La salida tuvo que ser negociada porque era muy poco probable que se pudiera reunir una fuerza relevante para disuadir a los rebeldes ante una inminente represión. Y esa cara se pudo conocer apenas un mes después, cuando el gobierno envió al Congreso el proyecto de la llamada Ley de Obediencia Debida, la solución política a la cuestión militar que Rico y otros varios habían reclamado incluso antes del levantamiento. Pareciera que Alfonsín leyó que no era viable la continuidad de los procesos sin una crisis política permanente, pero en el fondo retrotraía la cuestión al horizonte fijado por la UCR en campaña que proponía juzgar a la conducción, es decir, a las juntas.

Los carapintadas continuaron con sus acciones mediante tres levantamientos más, el último en 1990; dicho alzamiento fue cruento, tuvo 13 muertos y fue derrotado con una fuerte represión, que sucedió cuando el entonces presidente Carlos Menem ya había firmado los indultos a los ex comandantes. Luego, al año siguiente, los carapintadas, junto a otros militares protagonistas de la dictadura, iniciaron un camino de participación política electoral, con algunos éxitos. Sin embargo, todas significaron las últimas letras escritas de un proceso político que llegaba a su fin y que deja hoy a las Fuerzas Armadas alejadas de cualquier intervención política que afecte a la democracia. Un objetivo central de la transición a la democracia, que se obtuvo, luego de varios escollos, pero de modo contundente.

Sergio De Piero

Politólogo. Director del Instituto de Ciencias Sociales y Administración - UNAJ

Compartir

Te puede interesar

<br />Sin cadenas


Sin cadenas

Por Sebastián Scigliano

La pasión fusilada

La pasión fusilada

Por Mariana Arruti y Lautaro Fiszman

Ilustración Lautaro Fiszman

  • Temas