28/03/2022
Queridos chicos hijos
Por Lucía Dorin
Fotos Archivo personal Lucía Dorin
Queridos Clara, Pedro y Theo:
No solemos escribirnos cartas entre nosotros, es cierto, tampoco mails. Sin embargo, las cartas son, para mí, imprescindibles. Fueron una de las formas posibles de comunicarme con mis padres durante mucho tiempo. Cuando mi mamá y yo salimos de Argentina, hubo cartas a papá, a los abuelos, a Graciela y María. Cuando volvimos a Argentina, las cartas fueron entre papá y yo, casi la única forma de comunicarnos. Y cuando volvía a París, mamá y yo nos carteábamos. Por eso, quería enviarles una carta a ustedes, para contarles algunas de las cosas que pasaron a partir de esos tiempos de exilio.
Como ya saben, leer siempre fue mi pasión. Cuando descubrí la lectura, la individual, ya vivíamos en París. Y aprendí a leer con libritos en francés. Astérix, Le petit prince El principito y muchos otros cuentos, que me traía el Bambo, el compañero francés de mi mamá. Los libros siempre estuvieron en casa, porque el abuelo tenía la librería y siempre me contaban cuentos. En Barcelona, hubo menos libros. Si no había libros, mi mamá inventaba historias, o las escribía. Ustedes la conocen bien.
Entonces, descubrí la lectura en francés. Antes, en el jardín, los chicos me habían enseñado un montón de palabras. Hacían un dibujo en el pizarrón y me hacían repetir como sonaba en su idioma. Era divertido, y me encantaba aprender jugando. Me acuerdo bien de todo eso. Como en un film una película, o una pintura. A veces me pregunto por qué escribo y no pinto. En cambio, de cómo hablé catalán, no me acuerdo nada. Las causas pueden ser muchas, pero cuando con mamá nos subimos al barco con destino a Barcelona, yo era chiquita y todavía estaba asimilando el español.
Todo fue rápido en Barcelona, aprender, convivir con mucha gente, recibir visitas de Argentina, crear lazos de familia. Por supuesto, ya estaba la tía Marcia, pero también Paula, Claudita, Abel, y muchos amigos que se amuchaban, como en una cofradía frente al desamparo, que no se terminaba de disimular.
Al frío no me acostumbré nunca, la verdad. Salíamos a buscar madera por todas partes, la juntábamos de dónde fuera para encender la chimenea. Y ese calor, nos devolvía la felicidad de estar vivas y juntas. En nuestras recorridas callejeras, también encontrábamos tesoros, como el burro de peluche que, una vez limpio, encontró refugio entre mis juguetes y los de Abel.
Dibujo de Lucía en una carta a su papá, 1984.
Cuando nos instalamos en París, después de ir y venir mucho porque mi papá había elegido esa ciudad, las cosas se empezaron a acomodar. Me gustaba la escuela, y aprendí a escribir rapidísimo. Pasaba unos días en casa de mi mamá y otros en los de mi papá. Él venía a buscarme al cole, los miércoles y los sábados. Tenía amigos de distintos países, que hablaban otras lenguas como yo.
No sé bien cómo sobrevivían mis papás, de qué trabajaban, qué hacían cuando yo estaba en la escuela. Un poco de teatro, actividades que compartían con otros argentinos, que también se habían ido a Francia. O tal vez no tanto, sé que a mi mamá le resultaba muy difícil. Por suerte, tenía unas amigas increíbles, como Marlis y Frida.
Cuando empezó el conflicto de Malvinas, se supo que era el final de la dictadura. Y ella quiso volver. Mi papá no quería saber nada. A mí ya me habían mandado sola en avión a visitar a los abuelos varias veces. Viajaba sola, o con alguien que también iba a viajar, para que me cuide cuidara en el avión. Por eso no tenía muchas ganas de ir a vivir a La Argentina. Podíamos ir de viaje a ver a los abuelos, pero dejar a mis amigos, la escuela, papá y mi hermana, era demasiado. Igual nos fuimos. Y cómo extrañé el francés.
Llegamos y estalló la guerra. Nos proponían escribirles cartas a los soldados, pero yo no podía porque no sabía ni escribir ni leer en español. De ahí que eligieran el liceo francés para que siga siguiera con las dos lenguas. Me hicieron saltar de grado y todo me costaba mucho. Me decían “la francesita” y nadie me hablaba. Comer en la cantine el comedor era un suplicio. Lo mismo me pasaba cuando salía al patio del recreo, que era enorme y lindaba con los Bosques de Palermo, ahí donde los mismos chicos decían que se habían encontrado muchos cadáveres. A fin de año, el acto de fin de curso era una fiesta de disfraces con dos opciones: hada o policía. Elegí policía y mamá me cambió de escuela.
Lucía y su hermana en plena pirueta, década de 1980
La escuela pública fue un bálsamo porque se parecía más a mi escuela de París. Ahí tuve muchos amigos, y a algunos los sigo viendo. Con ellos nunca hablábamos de por qué hablaba raro, y por un tiempo largo, creyeron que era correntina por arrastrar las erres.
Los veranos, iba a visitar a papá. Y volvía a hablar francés con mi hermana. O hablábamos en una media lengua, ni francés ni español ni frañol. Una ensalada de construcciones. Los chausson(e)s eran las pantuflas, los petits poids las arvejas, la serviette la toalla. Y así miles de objetos que se llamaban en una y otra lengua. Son las mismas palabras que sigo diciendo en casa, como se habrán dado cuenta.
En Buenos Aires, empecé a tomar clases de francés porque de verdad extrañaba la lengua. Iba particular, no encajaba con el sistema de la Alianza, ni con otra institución de enseñanza de lenguas extranjeras. Siempre decía perdón, perdón y mamá no entendía por qué siempre estaba pidiendo disculpas. Mucho más tarde, me di cuenta de que solo estaba pidiendo pardon o “permiso”. Una costumbre francesa, seguramente.
Algo parecido pasó con la palabra autocontrôle, que me encantaba escribir en mis cuadernos. Mamá se preocupaba y quería saber por qué me autocontrolaba tanto, me decía que era libre de hacer lo que quisiera y cosas así. Pero esa palabra quería decir simplemente “autoevaluación” y, como me gustaba estudiar, me hacía mis propios exámenes, en especial con matemáticas. Todos malentendidos que ahora les pueden parecer hasta graciosos, pero, en su momento, parecían pequeños abismos entre nosotras.
Lucía, su papá y su hermana en un muelle del río Sena.
Ni con mi mamá ni con mi papá hablábamos mucho de haber vivido afuera, ni por qué ella se volvió y él se quedaba. Con papá nos escribíamos cartas, que a veces tardaban mucho en llegar. A mamá le robaron la línea de teléfono (algo frecuente en esa época), así que no había casi nunca llamadas. Cuando era posible, y los horarios coincidían, desde la casa de los abuelos. Una vez papá me mandó un grabador y nos empezamos a mandar cassettes. Era mágico poder escuchar sus voces, la de él y la de mis hermanas.
Cuando empecé la secundaria, papá decidió volver. Para su regreso, yo ya estaba en segundo año. Y todo cambió. Tenía la misma edad que Theo tiene ahora. Le pregunté por qué venir a La Argentina. Y me dijo que se quería morir acá. Del destierro al entierro. Yo no estaba en ese mapa.
Seguí estudiando francés. Dejé de estudiar con maestros particulares para integrar un grupo hermoso en la Alianza. Eso coincidió con mi descubrimiento del latín, una lengua “muerta” que teníamos que aprender en el colegio. Primero me costó mucho, y un día algo me hizo un clic y empecé a descubrir conexiones entre el español y el francés, pero sobre todo las relaciones que podía hacer con el francés. Castellano, en cambio, me costaba muchísimo. En los dictados siempre me sacaba un uno. Me ponía nerviosa, cambiaba el orden de las letras, me olvidaba las h, o las ponía donde no iban. Nunca nadie me preguntó nada. Es un poquito de dislexia, me dijeron bastante después, por cómo pasaron las cosas. Ustedes saben que a veces no encuentro las palabras, las invento, o describo los objetos por su utilidad: lavarropas, por máquina de lavar, heladera por enfriadora, etc. O puedo ir un poco más lejos, y decir ventilador por desodorante. El latín también me hizo descubrir otras cosas. Primero, la traducción que, desde entonces, no abandono y no me abandona. Y después al gran poeta Ovidio, que murió exiliado.
En el colegio, también conocí a otras personas de mi edad que habían vivido su infancia en otra parte. Algunos en México, otros en Venezuela, en España, o en alguna provincia. Y habían vuelto con sus padres. Empezamos a hablar de las cosas que habíamos vivido, y algunos de ellos son como hermanos, aunque hoy nos veamos poco y nada.
Sobre de la carta que su papá le envío a Lucía, 1986.
Ayudaba a mis compañeros con francés, algo que me divertía bastante (ahí tal vez surgió mi vocación de profe) y también empecé a escribir.
Las cosas no iban bien con papá, él ponía las reglas de allá y yo vivía acá. Pero con mis hermanas teníamos una buena relación y esa lengua extraña y única que nos unía tanto.
Cuando terminé la secundaria, quería trabajar en una editorial. A la vuelta de casa, estaba Emecé y me dijeron que por mi breve CV y mi historia tenía que traducir. Me dieron una prueba de traducción, que ahora no recuerdo si entregué, me dio un poco de vértigo, en sintonía con el fin de mis estudios en la Alianza y el inicio de Letras. El francés quedó en latencia.
Unos cuantos años después, cuando nació Clara, las canciones que le cantaba eran en francés. Muchos de los objetos que le enseñaba a nombrar me salían en francés. Y ella lo aprendía así. Ese idioma íntimo volvía a aparecer. Y, entonces, mi hermana me propuso estudiar traducción.
Y así fue como conocí el Lenguas Vivas, que me brindó la seguridad de moverme mejor entre mis lenguas. Fue un hogar para mí. Y lo sigue siendo.
Pero como ustedes saben no es que las huellas del ir y venir entre una y otra lengua se allan hayan borrado. Ahora conozco mejor de qué se tratan. Las posibles razones fonológicas de la confusión entre letras, sonidos, algunas construcciones. La delgada línea de lo arbitrario entre los sonidos, los conceptos, y la realidad. Por ejemplo, el uso del subjuntivo. Siempre tengo que estar atenta a usarlo bien en español, que no salte una estructura a la francesa. No los quiero aburrir con la gramática, pero… El modo es una categoría morfológica del verbo que tiene que ver con la actitud del hablante, en cómo dice lo que dice. Al subjuntivo, se lo conoce como el modo que se elige para hablar de lo posible (en oposición a lo probable) o de lo irreal. En cada idioma funciona de forma distinta, y la confusión constante sobre cómo usarlo me hace pensar en mi propia manera de registrar el mundo, en cuáles son las posibilidades que tengo, o si las tengo en realidad.
Cuando traduzco, todo eso va fluyendo y produce sus efectos: atención, pautas, un oficio. Reviso mucho. Y lo disfruto. Pasan muchas cosas en el proceso de traducir, no solo el de la lengua misma sino en el descubrimiento del uso particular de cada escritor o escritora. Una zambullida en las profundidades de una manera única de usar la lengua… No importa si es francés o español.
Como ustedes saben, sobre todo cuando estoy muy cansada, reaparecen esas marcas. Que me sobresaltan en cada oportunidad. Como la vez que Pedro se dio cuenta (hace bastante poco) que confundo la v con la f cuando me dictan y me puse a llorar. Y enseguida, nos reímos. Y a veces, también los contagio con mis maneras de decir, sino pregúntenle a Theo o a Clara cómo suelen llamar a la licuadora o al horno. Y también nos reímos.
En esos momentos, vuelve el oleaje invisible de todo lo vivido sobre este puente entre lenguas, que es, en definitiva, el rastro de ese exilio compartido con mis padres, sus abuelos.
Hablamos poco de esto con ustedes, esta carta con su recorrido lingüístico no es más que un inicio.
Los adora,
mamá
Lucía Dorin
(Buenos Aires, 1975) se crió entre Francia y Argentina. Es docente universitaria (UBA, UNA y Lenguas Vivas), magíster en ciencias del lenguaje y en escritura creativa, traductora de francés. Fue librera, estudió literatura y traducción, y publicó dos libros de poemas, Almitas en salmuera, (Leviatán, 2007) y Umbría (Zindo & Gafuri, 2019). Tradujo varios autores como Alain Finkielkraut, Antoine de Saint-Exupéry, Guillaume Apollinaire, Akira Mizubayashi, Franck Venaille y Rachid Benzine. Vive en algún lugar del barrio de Chacarita. Suele encontrarse gente conocida por la calle.
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