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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

17/03/2022

A 65 años

Fuga en Río Gallegos, la "piantada" que sorprendió a la Libertadora

En la madrugada del 18 de marzo de 1957 seis dirigentes del peronismo se fugaron de la cárcel de Río Gallegos, capital de Santa Cruz. Héctor Cámpora, Guillermo Patricio Kelly, Pedro Gomiz, Jorge Antonio, John William Cooke y José Espejo habían sido víctimas de la represión de la autodenominada Revolución Libertadora que derrocó a Perón el 16 de septiembre de 1955. Crónica de una fuga con contratiempos.

Cuando salieron de la cárcel, en la madrugada del 18 de marzo de 1957, una ráfaga de viento les golpeó la cara y los hizo lagrimear. El frío era una de las peores amenazas de la Unidad XV de Río Gallegos, capital de Santa Cruz. Podrían escaparse, les dijeron, pero no sobrevivirían al desierto patagónico. Los seis peronistas fugados lo sabían y habían previsto que un auto los recogería para llevarlos a Chile. Pero cuando pisaron la calle, el auto no estaba.

El grupo estaba integrado por dirigentes de un peronismo golpeado, proscripto y con su líder en el exilio. Cada uno representaba un sector del movimiento y las viejas diferencias políticas no habían terminado. Pero, de algún modo, la cárcel los igualó. Eran víctimas de la represión de la autodenominada Revolución Libertadora que derrocó a Perón el 16 de septiembre de 1955. Para ellos no había dudas, los seis eran jerarcas del régimen depuesto.

En la entrada de la Unidad XV, tres de los fugados, Héctor Cámpora, Guillermo Patricio Kelly y Pedro Gomiz se vistieron con delantales y gorros blancos. La idea era confundirse con obreros de un frigorífico lindero. Uno de los líderes del grupo, el empresario Jorge Antonio, los miró sorprendido. De verdad parecen trabajadores de ese lugar, pensó.

Sin embargo, no estaba tranquilo. Tal vez pensaba que los disfraces no alcanzaban para confundir a sus futuros perseguidores. Antonio y el resto del grupo, John William Cooke y José Espejo, estaban de civil sin el abrigo suficiente para una noche dura, de frío penetrante, de ese que llega a los huesos. Tampoco parecía ser de trabajadores andar armados y llevar de rehén a un guardiacárcel, el chileno Juan de la Cruz Ocampo.

El auto no llegaba y cada minuto que pasaba los alejaba de Chile. Así como estaban, parados en la calle, frotándose las manos y mirando para todos lados eran presa fácil. Si los atrapaban terminarían como el general Juan José Valle y los sublevados del 9 de junio de 1956. Fusilados.

Cámpora, silencioso hasta ese momento, se paró al lado de Antonio y le hizo una humorada  grotesca.

—Jorge Antonio, ¿por qué no volvemos a la cárcel y dejamos la fuga para otro día cualquiera?

Los dirigentes y militantes peronistas fugados del Penal de Río Gallegos. Huyeron hacia Chile.
De izquierda a derecha: Guillermo Patricio Kelly, Pedro Gomis, José Espejo, Héctor José Cámpora, Jorge Antonio y John William Cooke.

***

«No tengo nada que ocultar o temer», dijo Jorge Antonio a los suyos cuando se dio el golpe de 1955. Mal cálculo. Las comisiones “especiales” creadas por la Libertadora para investigar la supuesta corrupción del peronismo lo tenían en la mira. Haber sido uno de los empresarios más exitosos de los últimos años y ufanarse de ser amigo personal de Perón eran motivos suficientes. A los pocos días intervinieron la filial local de la automotriz alemana Mercedes-Benz (Antonio era el representante) y confiscaron gran parte de sus bienes. El paso siguiente fue su detención.

Algo parecido sucedió con Héctor Cámpora, expresidente de la Cámara de Diputados de la Nación entre 1948 y 1953. Las denuncias de corrupción en su contra lo angustiaron. Cámpora era alto y corpulento. Generaba ternura verlo así de triste. Él, que había hecho de la honestidad y la lealtad los estandartes de su vida, no podía ser difamado de esa manera. Pensó que presentándose por su cuenta iba a poder aclarar todo. Otro mal cálculo. Terminó preso acusado de supuesta malversación de fondos públicos y por el “arreglo de un auto particular en un taller oficial”.

Los destinos de Antonio y Cámpora se cruzaron en la cárcel de Ushuaia, la más austral y fría del mundo. Allí los trasladaron y alojaron en pésimas condiciones, sin siquiera ropa para invierno. A pesar de la desgracia que compartían, ambos mantenían un recelo mutuo. Al exdiputado no le gustaban los cruces entre negocios y política. Para el empresario, Cámpora era timorato. Cada día lo veía rezar y jurarle a Dios que no volvería a meterse en política. Antonio, en cambio, tenía una idea fija: escapar.

Antonio era un tipo alto y fornido. Disfrutaba de una buena conversación y era entrador. Rápidamente estrechó vínculos con presos y carceleros. Un día preguntó si alguien había escapado de allí. Le respondieron que sí, pero murieron congelados. A los pocos meses comprobó en carne propia el peligro de aquella desolación gélida. Lo trasladaron en avión para declarar ante un juez. Durante el viaje lo ubicaron en el sector de carga, que tenía una abertura cubierta sólo por una lona. Había 20 grados bajo cero.

—¡A este hombre hay que darle un baño bien caliente! —gritó Cámpora cuando vio entrar a Antonio semiconsciente y todo amorotonado.

Cámpora, que además era odontólogo, le pidió ayuda a otro preso, Guillermo Patricio Kelly, el máximo referente de la derechista Alianza Libertadora Nacionalista. Ambos improvisaron una pileta llena de agua hirviendo. Cuando Antonio volvió en sí dijo:

—Estuve en el filo de la navaja. Ahora puedo decir que conozco el otro lado.

***

En agosto de 1956 llegó a Ushuaia John William Cooke, otro "jerarca" del régimen depuesto. Era fácil de reconocer. De mediana estatura, era un tipo de gordura y panza prominente. Tenía cara redonda y, a pesar de los achaques, mantenía una sonrisa infantil que desentonaba con su bigote fino. Su pelo era corto y de un color negro intenso.

En esa época era uno de los pocos dirigentes que intentó organizar la incipiente y casera resistencia peronista. Junto a Raúl Lagomarsino y César Marcos creó el Comando Nacional Peronista y comenzó a intercambiar cartas con Perón. Duró poco en la clandestinidad. A los tres meses del golpe fue capturado y desde entonces recorrió diferentes cárceles de Buenos Aires y el sur del país.

Tenía fama de intransigente y eso generaba la admiración de las bases peronistas y el recelo de los dirigentes "históricos". Pero eso no detenía su vocación de conspirador. Por las noches recorría celdas y pasillos para tramar acciones y organizar la resistencia. Un fuego le quemaba por dentro y le resultaba insoportable estar encerrado.

Meses después, ya en Ushuaia, llegó de manera clandestina una carta para él. Estaba fechada el 2 de noviembre de 1956 y llevaba la firma de Juan Perón. Al leerla, Cooke se conmovió. Una mezcla de orgullo y vértigo lo atravesó.

«Por la presente autorizo al compañero John William Cooke, actualmente preso por ser fiel a su causa y a nuestro Movimiento, para que asuma mi representación en todo acto o acción política. Su decisión será mi decisión, su palabra, mi palabra (...) En caso de fallecimiento, en él delego el mando».

«Tengo que escaparme», pensó Cooke.

***

Para sorpresa de muchos, el 28 de diciembre de 1956 varios presos políticos fueron trasladados a la Unidad XV de Río Gallegos. La capital provincial era pequeña y por sus calles soplaban constantemente vientos helados a una velocidad de 100 km por hora.

La Unidad XV era un lugar inhóspito, similar a la cárcel de Ushuaia. Días después, Cooke le escribió a su padre: «La cárcel es triste y lúgubre y carece de las más elementales comodidades». Años más tarde, Antonio recordará a la cárcel «aplastada por un cielo negro de angustia». La buena nueva eran los guardias. No eran militares como en Ushuaia, sino de Institutos Penales. 

Ese cambio fue suficiente para reactivar los planes de fuga de varios presos. En especial, el de Jorge Antonio, con recursos económicos considerables. Desde el comienzo se acercó a los guardias penitenciarios con buena charla y algún dinero para aflojar tensiones y mejorar las condiciones carcelarias.

La primera noche en la Unidad, José Espejo, secretario general de la CGT entre 1947 y 1953, se acercó a Jorge Antonio. Estaba excitado. «Con 200 mil pesos se puede sobornar a los candados», susurró. Antonio lo tildó de disparate. Espejo insistió. «Hay un guardia peronista. Promete hacerse cargo de todo». Antonio no se inmutó y pidió discreción. En ese momento estaban todos los presos alojados en un mismo pabellón y no quería llamar la atención. Además, Antonio tenía su propio plan.

Una de sus piezas claves era el mayor Alfredo Máximo Renner, también preso, quién había vivido en la Patagonia. Éste se comprometió a confeccionar mapas y varias opciones de acción. Lo discutieron en más de una oportunidad y llegaron a la conclusión de que lo mejor era escapar a Chile, donde podrían pedir asilo político. El riesgo era el frío que casi mata a Antonio. Para llegar a la frontera debían cruzar un desierto árido y frío, casi sin vegetación, de varios kilómetros de extensión. Necesitaban un vehículo.

Otro punto importante era la manera de salir de la cárcel. Como la seguridad era floja, llegaron a la conclusión de que bastaría con unas pistolas para reducir a los pocos guardias que vigilaban durante la noche. Una vez afuera, se disfrazarían con delantales y gorros blancos para confundirse con los trabajadores del frigorífico que se encontraba al lado.

Para esta epopeya era necesario un frente externo. Allí entró en escena la otra persona clave del plan: Esmeralda Rubín, esposa de Antonio. Estaba en el sur, acompañada por su hermana María Luisa, desde hacía un tiempo. Su primera tarea fue contactar a Manuel Araujo, un hombre de confianza, quien se trasladó a la zona y simuló ser un empresario audaz. Mientras compraba un terreno para, supuestamente, construir un edificio, se dedicó a  conseguir armas y un auto Ford modelo 1956, clave para que los fugados no mueran de frío en el camino a Chile. Araujo sería el conductor.

La segunda tarea de Esmeralda y su hermana fue ingresar disimuladamente los disfraces y las armas. Lo consiguieron en tres visitas seguidas a la Unidad.

Cuando el plan maduró lo suficiente, Antonio y Renner decidieron sumar otras personas. La travesía sería larga y necesitarían brazos para hacerla. Los elegidos fueron John William Cooke, Guillermo Patricio Kelly y José Espejo. Todos aceptaron sin dudarlo, cada uno por sus propios motivos.

La fecha elegida fue la madrugada del 18 de marzo de 1957 a las 2:30 de la mañana, media hora después de que comenzara el turno del guardiacárcel Juan de la Cruz Ocampo. En general, Ocampo tenía buena relación con los presos. No era antiperonista y trabajaba ahí más por el sueldo que por convicción carcelaria.

Tenían todo listo. Sólo faltaba esperar.

***

—Se está preparando algo grande, ¿no es cierto, don Jorge? —lo increpó Cámpora.
—No lo crea.
—Estoy seguro que sí; usted ha retirado las fotos de sus hijos de la cabecera de su cama y seguramente se las habrá dado a su mujer.

Jorge Antonio se estremeció y supo que no tenía otra opción que sumar a Cámpora a su plan de fuga. Odió tener que hacerlo porque no confiaba en sus dotes para la acción.

No fue el único cambio imprevisto. Días después, Renner fue trasladado de urgencia a Buenos Aires. Eso no detuvo el plan. Quien ocupó su lugar fue Pedro Gomiz, importante dirigente del Sindicato de Petroleros y de un físico voluminoso. El plan incluía empujar el auto durante 7 kilómetros y esos músculos podrían ser útiles.

***

En la noche del 17 de marzo, Kelly tuvo un gesto inesperado. Se ofreció para preparar mate cocido y servirlo a sus compañeros del pabellón. Con el frío del lugar, nadie se negó. Un rato después, todos se acostaron. Los complotados esperaron. Un rato más tarde se levantaron y comprobaron que el resto no despertaría por un rato largo. El somnífero que había puesto Kelly funcionó.

Luego, Antonio le pidió al guardiacárcel Campos que trajera una botella para celebrar el carnaval. Cuando llegó, Antonio lo encañonó. En ese instante, Kelly aprovechó para quitarle el arma reglamentaria y el manojo de llaves. En fila, los seis complotados y el rehén fueron pasando las puertas hasta llegar a la calle y respirar el frío aire de la libertad.

***

—Jorge Antonio, ¿por qué no volvemos a la cárcel y dejamos la fuga para otro día cualquiera?

El Turco miró a Cámpora con odio. La desconfianza entre ellos no se había disipado.

No hubo tiempo para mayores broncas. Araujo apareció arriba del Ford y todos respiraron. Una vez dentro del auto fue más difícil hacerlo, estaban apretados como sardinas. Las panzas grandes y los cuellos largos complicaba todo, pero siguieron. Fueron varios kilómetros de travesía, siete de los cuales debieron empujar el auto para no llamar la atención de la gendarmería argentina.

Cuando el director de la Unidad XV se dió cuenta de la fuga, los seis peronistas estaban cerca de Chile y, salvo Kelly, habían conseguido el asilo político. Pero esa, es otra historia. Lo cierto es que para la Libertadora fue un golpe duro en su proyecto de "desperonizar" el país. Poco después tuvo que convocar a elecciones constituyentes.

Perón festejó la fuga y la calificó como una “piantada” espectacular. «Realmente nos saltaron los tapones -le escribió a Cooke- cuando recibimos insólitamente la información de que estaban a salvo en Magallanes». No era para menos. Fue la fuga de presos peronistas más legendaria de la historia.

Gonzalo Magliano

Es periodista y licenciado en Comunicación Social (UBA). Escribe en diferentes medios, hace radio, y desde 2009 trabaja en la promoción de los derechos humanos en diferentes instituciones públicas.

 

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