Es esquiva la idea de verdad. No nos permite saber si ella es un mero efecto de consensos actuales proyectados al infinito pasado o una arcaica categoría atemporal que puede atravesar inmune las épocas. Todo se modificaría, excepto ella. Lo inmodificable sería esa virtud impávida que se torna sinónimo de verdad. Pero no, no es así.
Porque es obvio que una tradición que todo le debe a la fuerza del mito insiste en que la identidad tiende a figurarse en un ente fijo, que tendría dos movimientos: el de su descubrimiento fundamental y el de su idéntica presencia en todas las fases de su desarrollo. Sin embargo, otra perspectiva de reflexión histórica se inspira en el carácter abierto de toda identidad, en la capacidad de la memoria autosustentada de unir el estado de heterogeneidad en que se hallan todas las piezas de una historia, y en la propia definición de la memoria no como cantidad taponada por los hechos, sino al contrario: como una memoria que renace, cambia y revisa su inmenso diccionario de nombres, a propósito de la libertad de los hechos.
La primera es la memoria en suspensión sempiterna y consolidada; la segunda, la memoria acontecimiento, donde cada momento suspendido origina una realidad nueva. Así, la primera clausura su despliegue en el momento fundador; la segunda es una irrupción del pasado trastornado por el deseo del presente, y en ese deseo, dar paso a la irrupción siguiente. Esa irrupción altera lo ocurrido, pero respecto de lo que confirma, lo hace nuevamente original.
Estos temas están en permanente discusión en nuestro país. La solución liberal del problema (y no hay liberalismo al margen de esto) consiste en declarar hábil un solo modo de la “invención de tradiciones”. La que responde a un contractualismo de la memoria sin puntos significativos o creencias históricas elaboradas con cierta espesura (esto es, legados más invención). De este modo, un liberalismo al estilo de Luis Alberto Romero (con este nombre ejemplificaremos) se convierte en atractivo sólo por sus modos reiterativos irresueltos, sus eficaces incoherencias: el fanatismo del no fanatismo, la insipidez de un racionalismo burilado para siempre pero desprovisto de razones.
Esta manera de pensar remite a una permanente planicie de exención a los planos entrelazados de la imagen-tiempo, como si un mitigado contrato social tan sólo entre individuos, hiciera triunfar una voz inmunizada de toda profanación del tiempo histórico. Entonces, como un autómata que mueve fichas de un eterno juego binario, el mismo que pretende criticar, se dictaminaría dondequiera que nos cercan los “sustancialistas”, los “esencialistas” y vaya a saber, los “ontologistas”. Ellos nos asfixiarían porque sólo perciben un mito inmóvil que mira al río congelado de la historia. ¿Pero no es en este bando que, por su revés, milita hace tiempo el historiador Luis Alberto Romero? En sus artículos de La Nación, suele dejar abandonadas afirmaciones de adolescente desdeñoso contra el populismo: “Fueron ellos quienes postularon la perenne existencia de un pueblo nacional unido detrás de un jefe, y denunciaron a sus enemigos, de adentro o de afuera, conjurados contra la nación y su grandeza. El discurso engañador y triunfalista de la epopeya de Obligado reapareció en la guerra de Malvinas y luego en el actual combate contra los holdouts o buitres”.
Al caricaturizarse de este modo la noción de memoria (ignorándola como rastro posible de una unidad imaginada, desligada de cualquier continuidad obligatoria), se hace fácil dedicar unos cómodos perdigones contra el “discurso fundamentalista”. El desprecio indestructible que cargan estas frases va parejo con su futilidad. Su aparente denuncia contra sucesos similares enclaustrados en burbujas sucesivas (Batalla de Obligado-Batalla de Malvinas-Batalla contra Fondos Buitre) tiene su desenlace consecuente en un ataque inútil a las posibilidades de la memoria, tanto a su concepto como a su práctica. La consecuencia de denunciar la supuesta mismidad de esos eslabones históricos concluye en un innecesario ataque a la noción misma de memoria histórica, con el sibarítico regalo que le brinda la idea de jefe, ciertamente auroleada de una notoria suma de recelos, los que ha recogido desde las Vidas paralelas, de Plutarco, hasta El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez. Pero ni al respecto de este ceñido concepto la memoria de su uso sería apenas una cantidad ensamblada de efemérides hincadas en el desfile unívoco de hechos pasados (y en ese sentido, no es inadecuada la crítica al “esencialismo”), sino una sucesión de acontecimientos no repetitivos, que no por ello desertan del acoso nunca inmunizable de la memoria.
¿Qué es la memoria? Es cierto que no podemos ahora imaginar un macizo continuado de eventos que repiten una única herida o una escisión en forma de insistencia cíclica, un repertorio tabicado de hechos siempre prefigurados. Pensamos todo lo contrario. La memoria es una hipótesis capaz de invocar un legado dormido, reactualizarlo y referir de una manera nueva los acontecimientos que parecen actuar en serie, separándolos, tratándolos uno a uno, para luego reenlazarlos de manera nueva, invencional. Se rehace así una comunidad, se la despoja de su tentación al ritual de una supuesta autenticidad imperecedera, de las semejanzas hogareñas de los mitos carentes de gracia (no de los verdaderos mitos, que siempre se burlan de nosotros invitándonos a una verdad huidiza). Pero aquella característica invencional, no es una invención sin resabios, sin rescoldos del pasado o retazos supervivientes reincorporados a nuevas relaciones vitales.
De este modo, la sombra que cada hecho proyecta sobre el futuro y viceversa (el pasado futuro y el futuro anterior) va realimentando nuevas interpretaciones de todo tipo. La batalla de Obligado no aparecerá entonces como antecedente forzoso o matriz moralizante de todo otro evento similar (intimando a la similitud imperiosa), sino que podrá ponerse en ella, incluso en primer plano, una significación dramática (en trazados autónomos diversos: épicos, y además trágicos, y además, con la negociación política de cancillerías pragmáticas). Al mismo tiempo, las formas anteriores que adquirió la cuestión de las Malvinas no serán parte de nuestro destino oneroso de repeticiones, sino motivo de formulaciones nuevas. Es sobre esto que diferimos con Luis Alberto Romero, pues si bien no hay un nudo posible que vincule de un único tajo conceptual todos esos hechos, lo que replanteamos es el carácter de todo nudo redescubierto: decimos que es de naturaleza trágica.
No es bueno que la política y la vida intelectual argentina abandonen la idea de tragedia. Es una idea alimentadora, ilustrativa de conflictos incesantes que no se ligan por su triunfalismo sino por ser parte de proyectos turbados o perplejos, de nombres que parecen seguros y de súbito reaparecen cambiados en el pliegue de la memoria social (que no es igual a la memoria genética, de índole científica). Así resurge la señal reconstructora, pues a cada nombre le esperaba otro nombre verdadero. Ignacio hará surgir de sí a Guido y Guido guardará la memoria de Ignacio. Toda memoria es una revisita, retorno a buscar lo olvidado y no sabido de cada uno. Somos en nuestro nombre actual un yacimiento que guarda nuestros nombres involuntaria o voluntariamente adulterados. La forma griega antigua de la tragedia desafió a la humanidad con un imposible: poner un punto de atracción común para el conflicto de Estado y el conflicto doméstico, o sea, el del nombre civil público y el del nombre familiar (o recóndito) que nos señala o nos espera.
Mejor pensar lo difícil, antes que creer que pensando lo fácil resolvimos el diferendo esencial de la vida colectiva o individual. La manera en que cada nombre surge de un fondo anterior de cosas (lo trágico) son las infinitas mutaciones de una identidad, cuyo régimen de variaciones llamamos identidad en tanto huella. ¡Cómo me gustaría ser Luis Alberto Romero y vivir enojado todo el día por no saber que la memoria efectiva nos sigue como una sombra! ¡Cómo me gustaría ser del Club Político y expropiar todo sentimiento trágico sobre el presente! Pero soy del club inconcluso de la memoria ensoñada. Es porque ella nos hace libres, no nos ata a esencia alguna, nos confiere la libertad de asociar los hechos y su crítica a través del hilo conductor de la comedia y la tragedia humana.
“Nombre, identidad y memoria”, Página/12, 12 de agosto de 2014
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