Dossier / La memoria de González
01/01/2011
El pasado del futuro: cruzar el umbral
Por Horacio González
Comenzaré con una pregunta: ¿Dónde entramos cuando entramos a este edificio, a la Escuela de Guerra Naval, a la ex ESMA, al Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti?
Desde el punto de vista del tiempo, no resulta fácil dar respuesta para el que realiza esa práctica: entrar a este edificio.
¿Dónde entramos cuando entramos al Palacio de Aguas Corrientes, en la avenida Córdoba? Entramos al viejo edificio que absorbía todas las aguas del Río de la Plata y las distribuía en la ciudad, y hoy es un museo. Es muy probable que el que realice la práctica de entrar a ese edificio diga que es un museo, que es el Museo del Agua de la Argentina.
¿Dónde entramos cuando entramos al Museo Nacional de Bellas Artes? Era la vieja toma de agua de la ciudad. Todavía tiene ese aspecto de toma de agua. No es la fachada exacta de un museo de bellas artes. Sin embargo, preferimos imaginar que entramos a aquello que caracteriza su actual ocupación, que es ser el Museo de Bellas Artes, y no una toma de agua.
Si esa misma pregunta la formuláramos para cualquier edificio, encontraríamos una cierta vacilación en la conciencia del paseante, del que traspone el umbral. Nunca es fácil trasponer un umbral, porque es necesario hacerse la pregunta por los pasados que tiene el tiempo presente y los futuros que advendrán.
Se me ocurre preguntar esto mismo para el convento de los Recoletos, actual Centro de Cultura Recoleta. Dado que en la escenografía del lugar se intenta mantener a la capilla como tal –y así se la llama–, quien visita el Centro Cultural Recoleta tiene una experiencia en la que el pasado es fácil de contener, puesto que es agradable, es un pasado que no quisiéramos perder, un pasado cuya insignia estamos dispuestos a conservar; y hay arquitectos conservacionistas que lo cuidan, como ahora, que la capilla del Centro Cultural Recoleta está siendo restaurada. No se llama salón, se llama capilla, en un centro cultural en el que ya no están los padres Recoletos de los que dependía la célebre Iglesia del Pilar.
Sabemos que los edificios tienen múltiples ocupaciones: fábricas, cines; toda clase de edificación está sometida a la multiplicidad de sus funciones.
Si entramos al palacio del Congreso, no nos equivocamos: es el palacio del Congreso. No tiene otra identificación. Pero en la Casa Rosada se produce una severa inquietud. Es el mismo lugar en el que estaba el Fuerte.
Sin embargo, este tipo de preguntas, que –aunque con trazos muy indelebles y no siempre planteadas de este modo– forman parte de la conciencia crítica ciudadana, adquieren características mucho más drásticas cuando entramos en este edificio, el de la ex ESMA.
Resulta claro que los actuales administradores del predio –el Estado nacional en sus diferentes variantes– lo ocupan con un propósito notoriamente antagónico, exactamente inverso, eminentemente contrapuesto y totalmente crítico al de sus ocupantes anteriores.
Y esto plantea un problema que contiene todas las características de los dilemas históricos, de la fijación de la historia, de la postulación de la memoria, de la implantación museística y también del siglo XXI, porque presupone cuál será la conciencia cívica, la conciencia crítica, la conciencia social que permita amparar experiencias en las que la reutilización de edificios por su razón inversa y la explicación adecuada de por qué esto ocurrió –que no es una explicación fácil– tengan una raíz museística y política, de contenido ético y de capacidad fuertemente narrativa. Para que encuentren al siglo XXI argentino en condiciones de contar una historia severa pero justa, lógica y de alguna manera también emotiva. No se puede perder la emotividad en un museo.
Por lo tanto, considero que la pregunta relativa a trasponer el umbral es correcta. ¿Dónde entramos cuando entramos a este edificio?
Citaré en este punto a un amigo que está aquí presente. Mientras esperábamos, me dice: “Escuela de Guerra Naval, preferiría que no estuviera ese rótulo, pero sé que tiene que estar”. Esa observación resulta exacta en relación con lo que quiero expresar.
Evidentemente los actuales ocupantes, la forma actual que administra este edificio, que es una forma nueva del Estado nacional, que no tiene continuidad con el anterior –porque esta es otra pregunta severa– prefiere mantener el título, tal como se mantiene a la Secretaría de Comunicaciones en el edificio de 1928 que está frente a la Casa Rosada, un edificio típicamente alvearista que ya no se dedica a esos fines, y que próximamente será otro museo, Palacio de las Bellas Artes o como se lo denomine. No obstante es adecuado, atinado, conservar el rótulo de su anterior ocupación: Secretaría de Comunicaciones. Allí ha tenido lugar la historia argentina.
De este modo, conservar la Escuela de Guerra Naval aquí permite también postular la pregunta de qué estamos conservando con ese rótulo, cómo conservarlo, cómo invertirlo, en todos los sentidos que tenga la expresión. Hacerlo otro, refutarlo, ejercer sobre él una negatividad. Y al mismo tiempo explicar por qué se lo conserva, ocupación del museísta, el historiador, el archivista y el ciudadano del futuro, que merece precisamente contener esta pepita de oro de la pregunta. Quién será ese ciudadano futuro, cuáles serán los rasgos de su predisposición memorística, y si alguna forma de fijación del pasado no hará perder a las futuras generaciones la emoción última, la emotividad última y el rasgado último de la conciencia dramática de lo que significa estar aquí.
Este es siempre el peligro. Es el peligro de cualquier museísmo. Siempre es el peligro en la historia y siempre es el peligro en los estados, que también están ahí para ordenar la memoria, y ordenando la memoria, estableciendo un modo de actuación de baja intensidad, no impertinente, no perturbador de lo presente.
Cuando el presidente Kirchner realizó el discurso de ocupación de este lugar, un momento muy emotivo para la historia argentina contemporánea, empleó una expresión que no tiene explicación clara: pedir perdón en nombre del Estado. En cierto modo, aquí está encerrado el elemento último de esta cuestión de tan trascendente significación. Porque la expresión perdón, o pedir perdón, es habitual en la coloquialidad popular, en la coloquialidad de todos los signos que uno pueda imaginar. Usualmente pedimos perdón como rasgo, no inútil, pero de alguna manera capaz de atormentarnos en relación a la necesidad de rever un pasado inmediato o mediato que parecería cancelado, y que de hecho está cancelado, pero que el perdón restituye éticamente de otra forma.
Sin embargo, pedir perdón en nombre del Estado… es necesario considerar que de algún modo este Estado es el mismo que aquel que practicó el terrorismo de Estado. Y vuelvo a formularlo como pregunta: ¿el que practicó el terrorismo de Estado es el mismo Estado que contiene ahora la administración de este edificio? Enseguida surgiría ante nuestra atónita reflexión la respuesta de que no se trata del mismo Estado, pero no estamos en condiciones de demostrarlo fehacientemente. Por eso la palabra perdón es muy específica. Es el mismo Estado el que pide perdón por lo que hizo otro Estado, que es otro y a la vez es el mismo. Si asumiéramos esta situación veríamos lo dificultoso que es estar acá, lo tremendamente dificultoso y lo absolutamente desafiante para la conciencia crítica del siglo XXI que es estar acá. No es un estar cualquiera. No es el mero estar de quien convierte la Secretaría de Comunicaciones o el convento de los Recoletos en otra cosa. No importa que no estén los curas. Los curas saben que van a estar acá, allá, de otra manera. No importa que no estén los comunicadores de 1928; saben que van a estar de otra manera, o en forma superior a la que estaban antes. Siempre habrá Secretaría de Comunicaciones, quizás en los canales de TV, en los sitios de internet. Pero aquí estamos abordando una cuestión muy diferente.
Entonces, me parece posible ver el siglo XXI de la Argentina de este modo: como un lugar en el que esta pregunta debe realizarse de modo que presuponga también pensar en las frases dichas aquí cuando el predio se restituyó. ¿Se restituyó a dónde, a quiénes que antes hubieran estado y después no estuvieron? Claramente este es un edificio que contiene la historia de la Marina. Recuerdo que lo conocimos cuando entramos aquella vez primera, luego del discurso de Kirchner. Allí estaban todas las placas del patio principal de armas. Eran placas de bronce muy importantes, bajorrelieves, altorrelieves. Tengo presente la imagen de una muy destacada, dedicada al rastreador Fournier, protagonista de un episodio trágico de la historia de la Marina argentina.
Este edificio –que creo es el más importante de la arquitectura militar argentina, quizás más que los de Campo de Mayo u otras sedes militares– es un edificio de estilo, un edificio de 1928 también, al igual que el Palacio de Comunicaciones. Y en ese momento, al entrar, percibí el problema de la guarda de una historia. ¿Dónde está esa historia, quién la guarda?
Podríamos decir que se guarda de una manera inversa, sin las chapas de bronce, que ya han sido llevadas todas. Evidentemente, los ocupantes anteriores del edificio no podían permitir que la custodia del bronce quedara en otras manos, como ha quedado el bajorrelieve de la leyenda “Escuela de Guerra Naval”. No quedaron las chapas de bronce. ¿Pero qué es lo que quedó?
Desde el punto de vista museístico quedó lo que se llama por los nombres de fantasía, de trágica fantasía, “capucha”, “capuchita”, un sistema de visitas, un sistema elocuente de carteles muy sumarios, muy precisamente enfocados y austeramente concebidos, que permiten al visitante suponer o imaginar el tipo de experiencias a las que ahí se era sometido.
Esto plantea también un grave problema desde el punto de vista del tiempo que vendrá, puesto que el pasado de la experiencia, para cualquier historiador, cualquiera que trace la línea del presente, cualquiera que piense la historia futura –que es lo que hacemos todos los días–, permite también suponer una pregunta similar a la que se formula quien traspone el umbral, que es una pregunta que supone si con el traspaso del tiempo y las generaciones se perderá la noción de lo que fue este edificio. Se precisarán cada vez más museístas, administradores de archivos, investigadores del pasado, de carreras que traten estas cuestiones, y de posgrados, maestrías y títulos que se entreguen a los estudiosos del tema, que efectivamente abundarán reemplazando qué… ¿Qué sería mejor que ellos? ¿Acaso nos molestaría que el mundo persistiera en mantener la memoria de sus episodios más dramáticos? ¿Para qué? ¿Para finalmente asegurar algo que el mundo sabe es muy difícil de mantener: que no se repita? El sentimiento de desear que no se repita una historia traumática es el más normal y afectuoso de los sentimientos, y al mismo tiempo alberga en su interior la pavorosa consistencia de algo que es muy difícil conseguir y mantener. Por eso en la Argentina hay una delicada tarea, desde el punto de vista de una escala de toda la humanidad, que es el “nunca más”; el “nunca más” es la forma frágil, extrema, casi imposible, pero que de algún modo el pueblo argentino –esa vaga unidad que sin embargo todavía existe– persiste en mantener. No porque resulte fácil, casi no hablamos de ello. Es lo más difícil de hacer, porque no sabemos si la historia se va a repetir. No sabemos si este predio será ocupado otra vez de otra manera. De ahí la responsabilidad de esta ocupación de contar esta historia, la otra historia, la historia de los otros, y de suponer precisamente que la experiencia vivida, ese núcleo último de aquello que ocurre en la historia, no es fácil de reproducir.
¿Es seguro que viniendo aquí, trasponiendo este umbral, entramos a un lugar tan diferente, en el que hablamos y presentamos una ponencia, y aparecen las antípodas de esa otra experiencia vivida, de lo que ocurrió aquí en aquellos años? No es seguro, porque eso nunca es seguro. De ahí el mundo de la escritura en bronce, en mármol, el mundo estatuario, el documento y el monumento, el investigador archivista, la idea de convertir esto en algo que no es exactamente un museo, pero se le parece mucho. O es un centro archivístico.
La idea de la memoria es una idea del siglo XX. El siglo XIX tiene el magnífico trabajo de Ernest Renan, que afirma que no es posible ser permanentemente un pensionista de la memoria. Es necesario leer ese trabajo, porque para que mantener la memoria sea posible hay que saber que grandes textos escritos en la estela de la filosofía universal dicen que esto no es posible. E incluso que es mejor no hacerlo. No es verdad que se hacen mejor las cosas leyendo aquellos trabajos que afirman que es posible hacerlo. Hay que leer los que dicen que es difícil hacerlo. El famoso trabajo de Renan dice algo así como: “mejor no revolver tanto la memoria, mejor el olvido, porque las sociedades nunca van a poder vivir felices con su ‘nunca más’, recordando viejas masacres, la catástrofe aquella, el asesinato de cual, seguramente injusto. Pero, ¿por qué no dejamos que el tiempo realice su ópera magna, que es la cicatrización de la sangre?”.
Se trata de un gran trabajo. No es un trabajo desdeñable, es el trabajo de los trabajos sobre nuestro tema. Es nuestro trabajo, que implica leerlo en el mismo acto de saberlo refutar. Sólo que hay que invertirlo, o hay que pensar que esto no es así para nosotros. Y que si fuera así, estaríamos de más en este lugar.
Creo que la Argentina desmiente eso filosóficamente. Alguien decía que los griegos le hicieron un favor a la humanidad con Aristóteles y Platón. Nosotros podemos hacer otro favor, quizá no tan egregio desde el punto de vista filosófico pero valioso de todos modos: demostrar que una parte de la filosofía que recomendó el peligro de la memoria constante no acertaba en el nudo del problema. No es un peligro la memoria constante. Sin embargo, eso es posible, incluso con el aspecto museístico, archivístico, con el solo hecho de preguntarnos por el lugar en el que estamos, y dejar una pequeña burbuja en la reflexión. Porque no podemos vivir la pesadilla de la memoria tampoco. Es tan turbio olvidar lo que ha pasado –puesto que instituye los poderes más conservadores e indignos de la historia– como incómodo –ya lo dice Borges en su famoso cuento– vivir la pesadilla de un presente permanente, una simultaneidad de todo lo ocurrido, poder verlo súbitamente en un instante. Es otra pesadilla.
Por lo tanto, es bueno que esto sea parte de la vida cotidiana, y al mismo tiempo es bueno que sepamos que hay algo que nos descotidianiza permanentemente.
¿Cómo será esta descotidianización? El presente tiene una característica impresionante: siempre pide su soberanía sobre el pasado, incluso sobre el futuro. Y finalmente cuando ocurre, el futuro es otro presente, y aquel pasado no es más que el presente que hoy tiene derecho a revisar el pasado. La revisión del pasado en la Argentina es una escuela de pensamiento. No sucede del mismo modo en otros pueblos. En la Argentina la revisión del pasado es una escuela crítica y popular de pensamiento. La historia, al mismo tiempo, se ha constituido con fuertes nódulos. Toda la generación del 80 construyó fuertes nódulos, todo el monumentalismo, la escuela historiográfica, los diarios, las citas, las academias, los estilos de museo, el aparato pedagógico escolar se han constituido muy fuertemente, y eso de inmediato llamó la atención a los espíritus libertarios, que incluso ni siquiera se consideraban libertarios. Todo el revisionismo histórico rosista no se creyó libertario, sino que entendió su misión como un volver a instituir imaginariamente un poder fuerte anterior a la batalla de Caseros. Sin embargo, tuvo un aspecto libertario; tuvo un aspecto de rechazar algo que las sociedades difícilmente rechazan. El sistema estatuario de las ciudades, el nombre de las calles. Acá vivimos pensando en cómo cambiarlas. Scalabrini Ortiz por Canning. Es fuerte y doloroso tener que cambiar un nombre, porque se está cambiando un acontecimiento histórico; se está modificando el nombre que tuvo un acontecimiento histórico y una voluntad histórica determinada.
Y el combate por la historia en la Argentina es un combate vivo hasta hoy. Por eso la idea de que el presente constituye el pasado, y no al revés, es una idea central de la filosofía. Está en las grandes filosofías y en las grandes tradiciones críticas, dialécticas, y conservadoras también. Está en las grandes novelas, en los grandes cuentos, en los grandes autores que leemos: el derecho soberano del presente. No cambiar la historia, pero reinterpretarla permanentemente. Y el derecho a pensar en el futuro en las múltiples formas en que puede pensarse. Resulta más fácil pensar de múltiples formas el pasado; y el futuro, que parece tan habiendo no ocurrido, a veces no es tan fácil de pensar en tantas formas, y esta imposibilidad de la multiplicidad del pensamiento del futuro radica en un ejercicio del miedo. Pensar cualquier futuro, en la Argentina o en el mundo. Y eso debemos reconocerlo como tal.
Así, me da la impresión de que este edificio se sitúa en un lugar crucial de la historia argentina. Y tiene que ser debatido en estos términos: qué museística –cuando se agoten las primeras pasiones que lo fundaron, cuando no sea necesario pedir perdón en nombre del Estado– habremos de tener.
Como afirmé anteriormente, “pedir perdón en nombre del Estado” fue una frase enigmática, una de las más enigmáticas que dijo el ex presidente Kirchner. En el fárrago de los discursos algunas frases suelen pasar, pero esta contiene una fuerte carga enigmática, inspiradora, y además contradictoria. Considero que es necesario verla así, referida a este edificio. Parece una frase de circunstancia, y que quizás ha sido dicha de un modo que juzgamos “de circunstancia”. Sin embargo, las frases que quedan para la reflexión pueden ser aquellas dichas como al pasar. “Perdón” es algo que decimos al pasar, y sin embargo es un concepto que se encuentra enclavado en la conciencia de la humanidad. Plantearlo en nombre del Estado establece toda clase de problemas. La Argentina tiene demasiados problemas como para afirmar que este es un problema. No vamos a venir a decir que este es “el problema” ahora. Pero yo digo aquí que este también es un problema. Este también es nuestro problema. Es el problema que tenemos que tratar.
Para terminar, quisiera manifestar que estamos estableciendo un modo de la historia. Que tendrá sus revisionistas, sus libertarios; tendrá quienes dirán que lo establecimos bajo una manera del Estado. Pero aquí se sitúa otra forma del Estado, que debemos definir mejor. Todos debemos definirlo mejor. El gobierno debe definir mejor la forma del Estado a la que apelamos, porque no sabemos cuál es. Nadie la tiene tan claramente trazada. A la luz de la historia argentina, es necesario definir una modalidad del Estado, y hacerlo aquí. No puede ser definida de un modo anexionista, en una mera reinterpretación invertida de la historia para pasarnos la vida en el archivismo. Tenemos que hacer otro tipo de archivismo, otra forma de colección de documentos. Y por lo tanto, otra forma de interpretación de los años setenta. ¿Qué interpretación de este período haremos cuando los testigos, los sobrevivientes, los memoristas, los investigadores que estuvieron cerca de los hechos, aquellos que los protagonizaron de cierto modo y hoy los piensan de otro ya no sean el síntoma de lo que hay que hacer? Pensarlos de otra manera. Sin embargo, no de cualquier otra manera. ¿Pensarlos a la inversa, a la manera del hombre contrito, que finalmente dice que todo lo que hizo en el pasado estuvo mal? Esa no puede ser la manera. Sin embargo, tampoco puede ser la manera –aunque se lo hará igual y aunque hoy, por un acto que no sabemos describir bien, este edificio cayó en nuestras manos cuando estaba en las manos del otro– decir que conquistamos la ESMA. No fue tan sencillo. La frase que se enunció aquí en la puerta revela que no fue tan sencillo. El Estado tiene continuidades y rupturas. ¿Qué tipo de ruptura es esta que protagoniza el Estado respecto de su continuidad? El Palacio de Correos, el Centro Cultural Recoleta, el Palacio de las Aguas, no importa quién los administre ahora respecto de su faceta conmemorativa.
Ya que estamos en el Bicentenario, diría que el aspecto conmemorativo está más claro. Pero como paradoja señalable, casi todos los monumentos de la ciudad, los monumentos más lindos, son los del Centenario. Este festejo, en cambio, no fue monumentalista, no hay monumentos, se construyeron muy pocas cosas monumentales. Se arreglaron las anteriores. Es cierto que una sociedad no puede vivir de monumentos, pero al mismo tiempo, no tener ninguna concepción de lo que significa conmemorar también es un déficit de la sociedad argentina. No de un gobierno o de un Estado. Es un déficit de los medios de comunicación. Quizás también sea un déficit de los que tratamos la Ley de Medios con el entusiasmo que tenemos que seguir manteniendo. La experiencia vivida –la experiencia de la tortura, el sacrificio, los gritos más profundos de dolor– no puede ser evocada permanentemente por cualquiera. Ni siquiera por quienes la atravesaron en aquel momento y ahora no la sufren. Pero sin embargo, una base última, el fundamento de la filosofía, de la historia, del ensayismo, de la investigación histórica, del archivismo, es intentarlo por las vías que conocemos o no conocemos. No importa que no las conozcamos. Nadie piensa en dejar de hacer las cosas porque no conoce un problema, que en este caso consiste en recuperar la experiencia vivida, recuperarla en la escritura, en las poéticas del siglo XXI, en este lugar, cuando se hayan sucedido distintos ocupantes. Voy a tomar otra frase escuchada esta noche: “cuando ya no estemos”; es una frase popular en la que todos los días pensamos. Cuando ya no estemos, estarán otros. Y ese otro tendrá el derecho de ser el otro. Y por lo tanto tendrá que aceptar legados. No se puede ser otro sin aceptar legados. Sin aceptar este asunto que estamos tratando acerca de este lugar. Y al mismo tiempo apelará al derecho de reinterpretar. Y una experiencia viva quizá pueda amortiguarse mucho, hasta que aparezca otra experiencia viva, hasta que se la pueda recrear con los instrumentos de investigaciones del concepto que existan en otro momento en la historia.
Lamentablemente, hoy el debate político argentino no nos permite plantear esta discusión con todo el espacio que se merece, porque es una más de tantas cuestiones que se plantean y todas son fundamentales y nos encuentran –por decirlo así– embanderados. No obstante, veo al siglo XXI argentino como el período en el que sobrevendrán estos nuevos debates acerca de lo que significa cruzar un umbral de un edificio como este. Este debate no sólo no se ha agotado, sino que el siglo XXI lo tendrá como un debate central. Si no lo tuviera, no sería el siglo XXI de las grandes libertades y de las grandes conquistas sociales en la Argentina.
“El pasado del futuro: cruzar el umbral” en Jozami, Eduardo…(et al.),Tradiciones en pugna. 200 años de historia argentina. Buenos Aires. Editorial EUDEBA y Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, 2011.
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