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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

Dossier / La memoria de González

01/01/2010

Arte, grito y representación: entre la abstracción universalista y los nombres de la historia

 

Pocos días antes de este encuentro, en Argentina se cumplieron 50 años del  bombardeo a la Plaza de Mayo. En oportunidad de este aniversario, el gobierno  actual y sus publicistas ensayaron varias conmemoraciones. Una de ellas consistió  en colocar varios muñecos yaciendo sobre el suelo en la boca de salida del transporte subterráneo que da a la Plaza de Mayo. Otra, una intensa campaña de afiches  que decían “memoria y justicia”. Sin duda estas expresiones conmemorativas están  tomadas del vasto repertorio que han propuesto los militantes y grupos de derechos humanos en todo el mundo: el arte figurativo y los conceptos universalistas.

Hasta el momento, este antiguo hecho de 1955, de una inusitada crueldad y  practicada contra una plaza civil en día laborable, sólo estaba situado en la memoria nacional de modo compartimentado, incluso de un modo partidario propio  del peronismo. Se lo conmemoraba con los utensilios de una crónica interna, no  secreta, pero fuertemente particularizada. Ese bombardeo fue un hecho conmocional que alimentó los aparatos mitopoéticos y simbolizadores de la narración  política argentina durante largas décadas, incluso hasta hoy. Dejó lugar a una vasta  y fundamental cadena de réplicas, como si hubiese sido un sismo originario de una  modalidad de la violencia encadenada y sucesiva que se dio en la Argentina. Pero  ahora empieza a tener, y seguramente por impulso del mismo gobierno actual,  una literatura, una iconografía y una plástica performativa tomada del discurso  general académico sobre el horror. No es para nada extraño que se note primero  en el arte que en la política este universo conmemorativo diagramado con fuertes  abstracciones sobre la vida y la muerte. El universalismo absorbe entonces los  calendarios nacionales y se deja caer la prioridad locucional que hasta ahora ponía  el bombardeo de 1955 contra la ciudad de Buenos Aires –o sobre la ciudad de  Buenos Aires– como un hecho de la irreductible singularidad nacional. 

La pérdida de esa irreductibilidad, ahora, ¿posibilitaría la compañía universal  de todos los sacrificios históricos, que este hecho hasta ahora no tenía? Esta pregunta fundamental orienta nuestras reflexiones.

La disolución de los símbolos nacionales

¿Cuándo y en qué condiciones puede un hecho histórico político alimentar  una dramaturgia de intervención urbana que se sitúe en la búsqueda de la víctima  universal –así como Howthorne buscaba el desterrado universal? La fuerza del  arquetipo del silencio, de la sombra, de la plegaria o de la constricción quizás deba no perder las pistas de un delicado equilibrio con los nombres de la historia: estos son los nombres de las historias singulares. En sí mismos son triviales. Aquellos,  los nombres arquetípicos, son trascendentales. Pero en esta balanza entre lo trascendental y la banalidad de una historia nacional quizás está la propia definición  del arte.

En la Argentina, films como Garage Olimpo de Marco Becchis y Los Rubios de Albertina Carri son estéticas dispares que tratan precisamente de la disolución de aquellos nombres singulares de la historia. Ellos revelan que esos nombres  singulares, nacionales, particularizados de la crónica interna de la nación pueden  resultar triviales. Perciben estos dos films que la trama comunitaria nacional debe diluirse como precondición para la memoria viva. Sugieren que así se logrará una  nueva génesis comunitaria: para refundar la sociedad es necesario así negar el argumento nacional y la misma idea de lo comunitario es entonces entendida como  la falsedad o el simulacro de lo colectivamente propio. Lo propio debe abrirse y de  alguna manera un impulso artístico lo hace estallar desde su interior. 

¿Significa esto que deberá entonces fundarse otro colectivo, otra vida social?  Esta forma del arte ¿es un arte profético? En Garage Olimpo se reconstruye un campo de concentración de secuestrados en un barrio de Buenos Aires. Y no hay  ningún muro entre el afuera y el adentro. El campo es continuación de la ciudad: continuación perfecta de la ciudad, en un carácter transitivo dramático y un deslizamiento pleno, prácticamente no hay límites entre la ciudad y el campo de concentración. Si no se puede salir de él es porque lo sostiene una fuerza sólida y extrahumana que aprisiona los cuerpos de los de adentro, pero inversamente también los de la propia ciudad. Los símbolos nacionales a su vez son los que presiden  el aniquilamiento.[1] 

En Los Rubios ocurre algo parecido. El uso de una peluca de ese color por parte de los protagonistas del film significa una retirada de la ciudad, una vuelta edénica a una prehistoria sin nación y una crítica arrasadora a la condición popular desde donde se condena a los propios militantes que creían hablar en nombre del pueblo. Se trata de dos films de profunda importancia en este debate: Garage Olimpo y Los Rubios.

Estas obras proponen giros problemáticos y limítrofes en la discusión argentina  sobre la conmemoración de los suplicios. Estos y otros filmes llaman así a erigir un memorial que tome a los estados nacionales como una ciudad de los muertos  y plantee la creación de un cine que invierta o supere los signos nacionales de las crónicas reconstructivas después de una masacre o después de una tragedia. Es que no es posible pensar la representación del horror, problema que se puede traducir como la representación de lo irrepresentable, o la irrepresentación de una representación, sin proponer nociones como alegoría y paradoja. Porque se trata de una crítica radical del símbolo para llegar a la experiencia desnuda de un sufrimiento,  lo que quizás dejaría en pie un último símbolo.

Este símbolo último, el símbolo que quedaría en pie después del despojamiento del envolvimiento simbólico del arte, sería un símbolo que se construiría a imagen del último hombre de Nietzsche. Quizás sea ese símbolo último el lenguaje y su texto irreductible. El texto que incluso para negarse precisa de una trama de palabras. Se enuncia un símbolo o se lo destruye y es posible que se lo vuelva así más seductor, pero ahora como trama de palabras o parte de una poética.

Grito, representación, memoria 

Cuando se escucha a los muchachos o muchachas guías en el Museo Judío de Berlín o en el Monumento a los Judíos asesinados de Europa, diciendo a cada cual de los asistentes a esa jornada de difícil definición que es la visita al monumento, que cada uno interprete los símbolos según su propio ser moral, intelectual o sentimental, entonces lo ocurrido en las tinieblas de la historia permite una radical pero problemática emancipación hermenéutica. ¿Dónde se valida esa libertad interpretativa? ¿En la demolición general de los símbolos que vinculan la experiencia con un momento histórico determinado? ¿O en la imposibilidad de reconstruir simbólicamente una experiencia? (con lo cual sólo una línea poderosa  pero abstracta del arte sería la única que quizás estuviera en condición de seguir  los momentos trágicos de cualquier historia).

Estamos entonces ante uno de los más graves problemas de la discusión sobre el arte contemporáneo. ¿Puede la representación tal como la entendíamos clásicamente reponer la génesis del grito? El grito es un escándalo cultural, un sufrimiento personal que envuelve e implica a toda la humanidad. ¿Es necesario suprimir la idea de representación para que el grito o la forma más primordial del sentimiento pueda manifestarse? ¿Y esa manifestación, necesita del asombro silencioso de una  conciencia o bien de un lenguaje colectivo, incluso un lenguaje colectivo configurado por el Estado? La muy conocida conferencia de Martin Heidegger sobre  la obra de arte, al fusionar dramáticamente el arte a la vida, señala una discusión  que ha penetrado profundamente en el arte que se practica sobre las ruinas de la memoria.[2]

Estos problemas son propios de la forma paradojal del arte de la memoria. El  arte de la memoria es un arte que trabaja sobre lo inaprensible de su propia materia. Y su materia no es la glorificación de la vida sino la evocación de una ausencia.  Pero más que eso aún, intenta la experiencia moral de rescatar un remoto instante  vivido. En este caso es evidente que cada instante vivido es una experiencia pasada de horror. La angustiosa discusión contemporánea se debate por resolver  si el horror debe llevar a la quiebra del espejo de la representación o a construir  símbolos que anuncian la presencia pura de un ícono de dolor. En el Lacoonte de Lessing, logrado ejercicio de argumentación sobre las fronteras entre la poesía y la  escultura que ya tiene más de 200 años, también se reflexiona sobre el dolor. Pero  la pregunta es sobre la diferencia entre los medios con que cuenta el poeta y los que tienen el escultor para representarlo. Hace más de medio siglo Jean Paul Sartre  consideró que no es por medios estrictamente poéticos que se puede provocar una apertura hacia el drama de la historia. Sartre dictaminó que las palabras no son cosas, y que si las palabras desean abordar un comportamiento positivo frente a los compromisos históricos podrían ser cosas pero convertidas en nombres reales de la historia, a fin de poder relacionar textos con acciones morales. El arte contemporáneo del horror, sin embargo, ha vuelto a la palabra cosa, quizás por decisiva  influencia de poetas como Paul Celan, y este arte, contemporáneo de la memoria,  se fuerza por levantar monumentos despojados de nombre a fin de que el vacío, la  rememoración de cementerios arcaicos y la reproducción, como en un concierto  de cámara, de experiencias de precariedad y privación, puedan esperanzadoramente volver a la pronunciación de los nombres singulares. 

El caso de la ESMA: retórica y contexto

Es difícil hacer hoy un balance de esta experiencia artística que tiene el riesgo de su fuerte abstraccionismo y al mismo tiempo la maravilla de ser como un museo de los últimos bastiones de la condición humana y de los laberintos perdidos de la memoria. En primer lugar, para su propio esclarecimiento este arte debe tomar a  su cargo la dialéctica de las ruinas: la arqueología trabaja con la memoria en estado  petrificado y es necesario constituir un pensamiento vitalista sobre las ruinas. ¿Se  deben pensar todas las ruinas? ¿Se debe cuidar el patrimonio arquitectónico de los saqueadores y de los victimarios? Lo que se odia ¿se convierte en material de museo sólo por obra de curadores de arte con neutral visión de archivistas? ¿Es  suficiente con sólo una señal reflexiva y autocomprensiva sobre las piedras para dar testimonio de la existencia de un poder horroroso y victimario? 

En el frente del edificio de la ESMA, en Buenos Aires, hay un escudo nacional, pulcramente pintado, y su fachada expresa el bucolismo y la prolijidad de un  mundo administrado bajo la fe en el Estado nacional. El edificio es la encarnación  arquitectónica de la historia filosófica y militar de la nación argentina. Cual sea  su destino en el futuro en el sistema conmemorativo que vaya a crearse, y ojalá  se acierte en esto, esta cuestión es fundamental para la agudización creadora de la  democracia argentina y la creación de una retórica de justicia colectiva avanzada.  Existen acontecimientos anteriores en relación a la historia de este edificio abominado, insoportable. En 1943 marinos apostados en este edificio dispararon contra  fuerzas del Ejército que se dirigían a tomar la casa de gobierno. Fue en el año de un golpe de Estado en la Argentina, 1943. Hubo entonces más de 70 muertos,  militares y civiles, es pues también un edificio de las guerras civiles e intermilitares en Argentina. 

En 1948 en una de sus salas, la Escuela de guerra naval, el filósofo Carlos Astrada poseedor de la mayor formación filosófica de la alta academia en la Argentina,  proveniente de la fenomenología de raíz alemana, ofrece un complejo discurso  a los oficiales navales. En este discurso, que Carlos Astrada había inspirado en  Max Scheler, se condena la destrucción de ciudades como Hiroshima y Nagasaki  y se refuta también el pensamiento de Ernst Jünger, basado en el concepto de  movilización total, que a su vez influía decisivamente en el gobierno de aquel  momento de Juan D. Perón. La ESMA es entonces un edificio que una vez en su  vida fue sede de un debate filosófico que no puede trivializarse. ¿Cómo incluir  este episodio en su destino como museo de la memoria? ¿Su conversión en “Casa  del horror nacional” debe ligarse a cuántos hechos anteriores y de qué naturaleza?  Si no comprende este hecho histórico singular e irreductible al discurso general  del siglo XX, ¿debe relacionarse entonces con la narración sobre el padecimiento  de los cuerpos que incluya aquel bombardeo del ‘55 –realizado precisamente por  marinos, educados en ese edificio? ¿O debe este cruel edificio ser interrogado en  su historia más diversificada, con riesgo de que se historice y por lo tanto se aminore la carga de terror bajo sus techos? Es sabido que una historia contextual o  cualquier tipo de historicismo vulgar por interpretar hechos de violencia tiene un efecto amortiguador. Porque el historicismo amortigua cualquier acontecimiento que se busca rescatar o redimir en su integridad. Así procede todo contexto,  como una forma de dilución de la culpa. Pero si en cambio la conmemoración se presenta como puro acontecimiento ¿no corre el riesgo de abstraerse de memorias  culturales también relevantes? 

Hasta hoy, en sus paredes pueden verse los testimonios de la historia naval argentina, llenos de plaquetas de bronce –algunas fueron retiradas, después del discurso del Presidente Kirchner en el lugar, cuando una multitud entró en la ESMA-.  Esta historia fuertemente conmemorativa de la historia militar naval de la Argentina ¿quiénes y con qué filosofía de la memoria a ser creada pueden hacerse cargo  de ella, a modo de “la memoria de los otros”? Las acciones retóricas que aquí se reclaman en materia de inversión del significado y a la vez de exploración antagónica de un legado histórico apenas comienzan a ser discutidas en la Argentina.  

No es verdad que la cuestión esté resuelta, y quizás no lo esté con los conceptos a  veces insuficientes que se están empleando para el debate. 

Lenguaje y monumento

En las retóricas artísticas de la memoria, como en los comienzos de todo arte,  se apela a la imaginación sensorial y a la fuerza evocativa de lo innombrable. Estas evocaciones son eslabones temporales que encadenan hechos pero finalmente asocian nombres y este encadenamiento no puede detenerse en ninguna parte.  Pero hay una secreta sospecha artística de que en algún momento estos encadenamientos de símbolos deben arrojar conclusiones para una humanidad concreta y  presente. Como la materia de la memoria es movediza, impalpable, volátil y metafórica, es preciso considerar a la literatura, la poesía, al contrario de lo que creía  Sartre, también como escenas conmemorativas y de carácter monumentario. Pero  son monumentos a la manera del traductor que actúa entre las ruinas del pasado,  la voz del poeta y las imágenes de los artistas. 

Esto nos lleva a un drama interesantísimo que es el idioma idish, que quizás está  en extinción en todo el mundo y que en Argentina tuvo una expresión cultural  muy alta. 

Hay obras relevantes en Argentina escritas en idish y vale la pena mencionarlas. Una de un escritor, no muy conocido, llamado Pinie Wald, quien escribió en idish una crónica de lo que en Argentina, y también en Barcelona, se llama "La semana trágica" y evoca huelgas obreras del año 1919, libro que está traducido al castellano. La traducción la realizó otro escritor idish, Simja Sneh, autor también de seis volúmenes formidables con la historia de un soldado judío que atraviesa distintas  vestimentas militares –está en el servicio militar israelí adosado al ejército británico con el cual hace todas las batallas de oriente y entra por Italia a Alemania– es  uno de los primeros en entrar en Auschwitz.[3]

Todo esto fue escrito en idish, en seis volúmenes de una dimensión literaria  de fuerte significación y escrito en la Argentina (no tiene otra traducción que la que hizo el propio autor al castellano). Hay una relación entre el castellano, el  alemán y el idish, que en Alemania pertenece ni más ni menos que a uno de los  momentos más altos de la cultura occidental. De ese cruce salen obras de suma  relevancia. Entonces, en la cuestión de los monumentos, me parece a mí, no se puede ignorar la cuestión idiomática, porque tanto la idea de monumento como  la de documento, ideas emparentadas entre sí, no pueden no tener un rango literario. Si acá definimos monumento como una extraña mezcla de persistencia en  signos de la naturaleza, o en signos de la creación artística, que sean perdurables,  y en signos de la memoria –que es, como se ha dicho, difusa, evasiva, y no es autocomprensiva de su propia fuerza– entonces, y creo importante decirlo aquí en  Alemania, la literatura hecha en idish es un monumento al siglo XX. Un monumento filosófico al siglo XX, en el que se han escrito obras significativas y que está en  extinción –también en Argentina. Esto debería alertarnos sobre la relación entre lenguaje y monumento, entre lenguaje y documento, y sobre cómo constituir el  propio discurso de esta discusión, que en ocasiones recae en excesivos ritualismos  y esquematismos. No puede no haber un lenguaje con autoexigencias cada vez  mayores para hablar de este tema. 

La discusión está pidiendo un nuevo lenguaje que no forme parte de un discurso banalizado. Yo propongo que también las tradiciones literarias y el drama de la  traducción sean parte de esta dimensión donde el monumento se aloja en la lengua  y tiene la persistencia extraordinaria de la lengua, y tiene también la vivacidad y la  forma en que la lengua trabaja con sus propios olvidos, lo cual hace a los monumentos muchísimo más interesantes.

Un arte de intervención urbana no sólo debe orientarse en un rumbo pedagógico, sino que deberá introducir signos que revelen la sacralidad de todo existir,  sacralidad silenciosa e implícita para que a la vez sea tolerable por las grandes  urbes. Pero debe apuntar también al misterio del pasado, evocar lo pasado, como  bien lo demuestra la literatura de Proust y tantos otros, es una operación esquiva  pero posible, gracias al poder evocativo de los sentidos. Los antimonumentos, que  destruyen el tiempo para buscar el tiempo perdido, deben ser oposiciones líricas  que hagan de las astillas de los objetos, del alma paródica de los objetos, formas de  reflexión sobre la conmemoración oficial. 

Juzgo que los grandes trabajos de Horst Hoheisel señalan y constituyen el ámbito de este debate, bien conocido acá en Alemania y parcialmente conocido en  Argentina. A la conmemoración oficial le falta el tiempo huidizo pero sus rituales inmóviles, cuando pertenecen a un sentimiento figurativista democrático, y una  visualidad que nos pone en igualdad con la naturaleza, deben ser respetados bajo  el fuerte enigma de una conciencia crítica muy densa. Pues tiene que mantenerse la  historia, debe proseguir y al mismo tiempo condenar los símbolos odiosos que de  alguna manera también preserva. Faltan textos trascendentes sobre este punto que nos lleven a entender por qué por ejemplo los veteranos del Vietnam querían su  imagen a escala figurativa[4], tal como la tuvo Laocoonte, el sacerdote de la Ilíada. Y  tal como demuestra el sorprendente predominio y la perdurabilidad del arte fotográfico, arte burgués por excelencia que sin embargo es indispensable en cualquier  aventura estética basada en una fuerte espiritualidad abstracta.

En verdad, todos nuestros textos sobre este tema deben ser antimonumentos de  una razón perdida, pues la pesadez de la historia es la paradoja mayor. El horror  no es un concepto, sin embargo. Como el horror de Elliot, de Conrad o de Borges,  es un nombre sin nombre, una palabra que es propia y ajena a la vez. Pronunciarla  como meros testigos académicos nos aleja de la experiencia y pacifica en falso nuestras vidas. Pero no intentar balbucearla dondequiera que sea, nos impide sentir el miedo del lenguaje. Sin miedo no hay silencio, y sin silencio no hay arte, que es siempre una voz futura, que nos lleva a pensar en el recomienzo de las grandes  vanguardias del arte. Éstas ya fueron una vez comentaristas del sufrir humano,  y en los tiempos que vivimos pretenden serlo una vez más, por eso también yo me inclino, para seguir reflexionando en torno a la discusión sobre el arte y la  memoria, a seguir utilizando el concepto de horror, pero hacerlo una categoría de silencio interno en nuestra conciencia.

 

 

“Arte, grito y representación: entre la abstracción universalista y los nombres de la historia” en Memorias urbanas en diálogo: Berlín y Buenos Aires. Estela Schindel - Vera Carnovale - Peter Birle - Elke Gryglewski (Eds.). Buenos Aires, Buenos Libros, 2010.
 

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Notas

[1] La toma final del film muestra a un avión de la Fuerza Aérea argentina, que lleva las insignias nacionales,  volando sobre el Río de la Plata mientras suena un himno a la bandera. [Nota de los editores].

[2] Podrá gustar o no el filósofo Martin Heidegger, pero debemos notar que es precisamente por su implicación trascendental en los acontecimientos fundamentales del siglo XX que su palabra es necesaria, incluso  para ser negada y destruida. Pero tal destrucción no ocurrirá sin la presencia del hoy notorio concepto  de acontecimiento y del no menos notorio concepto de destrucción, que también puede rastrearse en la  filosofía de Heidegger.

[3] Hay una escena muy sobrecogedora en ese libro que es cuando entra con un uniforme británico pero con  la estrella de David en la manga. La escena es la siguiente: como los alemanes derrotados pensaban dificultosa su situación si entrara otro tipo de ejército que no fuera el inglés, se alivian al percibir un uniforme  inglés, pero en la escena tan impresionante el soldado judío le dice “soy un soldado judío” y anota el rostro  temeroso de los campesinos alemanes de la zona por la que va atravesando el ejército británico.

[4] En la conferencia inaugural del simposio la arquitecta Susana Torre mencionó el caso del monumento a los  veteranos de Vietnam, en Estados Unidos. Los veteranos reclamaron allí que el memorial, fuertemente abstracto, se complemente con la estatua de un soldado de un figurativismo explícito. [Nota de los editores].

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