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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

Dossier / La memoria de González

01/01/2005

Las sombras del edificio: construcción y anticonstrucción

 

¿Qué hacer con la Esma? La pregunta -como contraseña del destino- podemos sellarla en la frente de casi todos los hechos que ocurren en nuestros días. El desafío de convertir esos edificios en un Museo de la Memoria -si es que ese nombre se conserva- es un reclamo que no puede desobedecerse ni resolverse con la mera aplicación de una cuaderneta de apuntes. Siquiera con los provenientes de realidades más asentadas que las nuestras, que interrogan su pasado y han construido ya ámbitos apreciables de memoria colectiva. Antes de su última notoriedad, la Esma albergaba el más importante espacio de escolarización, aprendizaje y capacitación técnica de la marina argentina. Espacio secreto de agravio y suplicio, no dejaba de llevar hasta un inconcebible extremo las pedagogías de descarte, destrucción y reconversión de personas.

¿Su nuevo avatar debe convertirla también en una escuela, esta vez de sentimientos edificantes, de deseos de paz y de rechazo del lado aciago de la historia?

Un museo es una vasta y arraigada creación de todas las culturas. El museo comparte con las iglesias el llamado a un recogimiento de la conciencia avergonzada, y con las galerías de arte la exposición de obras que llevan a la meditación sobre las vidas dolientes o resarcidas. Esta ambigüedad es tomada por el museo de varios modos, siendo el más reconocible el del museo de obras y el museo de actos [o de hechos].

En el museo de obras, todo es fácil. Se trata de desencajar ciertos productos del ingenio humano, que llamamos arte o que llamamos historia, con la garantía de que ellos merecen ser rescatados de los martirios del tiempo para la admiración de los hombres de todos los presentes posibles. De este modo, los objetos ya son artísticos por el mero hecho de llamar ellos mismos a la preservación en el tiempo [pues se sobreentiende que fueron salvados de una serie de objetos semejantes que no lograron superar el darwinismo indiferente del tiempo] o ya son históricos por el mero hecho de que han sido rescatados de una tenaza temporal que los ponía a luz y luego los hacía perecer. Luego, debe ocurrir el juicio del asistente al museo, que quizás observa todo con una condescendiente valoración -entre curadores y guardas- o piensa secretamente que tanta unción debe ser pasajera so pena de museificación de la experiencia. En este último caso, el afluir vivo de los acontecimientos de actualidad, siempre tiene una carga que puede ser efímera pero deja la poderosa incerteza que no debe poseer un museo, a costa de guardar con celo religioso sus objetos para salvarlos del mundo.

Un Museo de la Memoria en primer lugar no atrae objetos, pues su tema es lo que los hombres con casualidad o indiferencia ante su contemporaneidad, dejaban caer en su espíritu para impregnarlo de época. Pero contiene la fuerte hipótesis política de que un poder nuevo siempre suele renegar de la memoria anterior. Ese modo anterior del tiempo se presentaría mucho más significativo por el hecho de que una secuencia posterior intentaría desvanecerlo, aunque no sólo como producto de la natural disposición a una memoria perezosa de la cual gozan los poderes actuales respecto de los antiguos, sino por la conciencia de haberse cometido en esa franja del tiempo anterior un conjunto de abusos e iniquidades cuyo recuerdo eriza la historia.

Si se trata de los hechos de horror, que como se sabe tienen una severa relación con los hechos del lenguaje, el Museo de la Memoria debe decidir el modo que los conserva para la ilustración pedagógica de los contemporáneos. El horror desafía la representación; no la anula ni la reprende, pero horada sus bases tradicionales de actividad. Si la representación clásica propone a sus objetos legados cierta distancia respecto de la mirada del autor de la representación -y eso le da objetividad-, la representación del horror parte de tal estallido de la experiencia que la realidad rompe el lazo con lo pensable para ocupar un anonadamiento aterrador [pues el horror es una superación de los límites del lenguaje y una aparición del mundo como anulación del sentido]. Desde luego, en la tradición de las artes, la traducción entre el dolor y las formas artísticas siempre cautivó la imaginación crítica, y el debate partía menos de la imposibilidad representativa que de la diferencia de los géneros artísticos para abordar el mismo sufrimiento, como puede seguirse en el extraordinario escrito de Lessing de fines del siglo XVIII, el Laocoonte.

Ahora, ciertamente, la tendencia artística a sentirse potenciado con la crisis de la representación, o con la representación en la representación o simplemente con la resolución del objeto artístico en los pliegues absorbentes de la vida, una elaboración entre el vitalismo y el misticismo, viene al encuentro de la desmuseificación de la historia o de la incómoda sensación de que las paredes de los salones de exposición deben ser también problematizados. Así, en consonancia con la revolución científico-técnica en el área de las informaciones, cierta perspectiva artística que se mantiene anunciadora y colectora de rumbos informáticos, problematiza el soporte, el banco de datos y la performance, con el presupuesto de que la actividad previa, la antesala misma de la decisión artística y el acto de señalar objetos sociales ya implica un contenido artístico. Lo implica como actitud y decisión social de tomar tal o cual objeto que desde ya es el arte en su forma de destino.

Pero la memoria del horror presenta resistencia a ser representada. ¿Podrá mantenerse en estado de soporte huidizo a la representación, aunque evocada con diversos utensilios que recuerdan a las vanguardias del arte contemporáneo? Es el caso de apelar al vacío arquitectónico, a la construcción de formas ceremoniales de un poder simbolizador abstracto o de arqueologías alegorizantes. Quizás es la vuelta del arte sobre el horror a las ceremonias más primitivas. Aquellas con las que se refundan comunidades ante los suplicios sufridos por víctimas reconocibles o por la misma humanidad [o su idea] como víctima. La comunidad refundada se basaría entonces en la conjura del miedo. Bastaría que un suplicio a ser exorcizado se convierta en un rito de origen vago o en ciertos juegos de lenguaje que no tienen por qué apelar a un origen cierto.

 

Entre todas las ideas que se lanzan a quebrar la representación clásica, la idea de vacío es la más significativa. De alguna manera el vacío supondría -estábamos por escribir representaría- la posibilidad de señalar la ausencia de aquello que fue arrebatado por el horror.

El horror mismo se pondría en términos de lo inefable o de lo indescriptible, en la medida en que para producirse debe afectar radicalmente los pilares de la narración y el conocimiento. Entonces, lo vacío, lo ausente, serían figuras necesarias de lo inconmensurable, de lo privado de palabras e imposibilitado de montar relatos comunicables. El horror es lo incomunicable y lo lleno de sentido al punto de la extenuación. Al liquidar las bases de su propia comprensión y de la comprensión ajena, sólo puede ser evocado a través de la naturaleza del vacío o del vacío en la naturaleza.

Pero a tal vacío hay que construirlo, planearlo o darle una arquitectura. En tal caso, si surge de una previsión constructivista, el vacío no lo sería tanto, sino que actuaría en términos de una deducción que sobreviene luego de ciertas puestas en escena. Sean estas propias del museo o del monumento público. En los museos europeos sobre el holocausto o el martirologio judío -en este caso, los museos de Berlín-, la idea de vacío convive con formas arquitecturales que aluden a significados ambiguos. Rompen con la idea de cenotafio o catafalco. Al construirse bloques de cemento irregulares, existirán alusiones a formas humanoides en una tiesura mortuoria, pero en verdad con una intención que dirige la simbolización hacia la serie de sacrificados. Los dispares bloques verticales de cemento construidos sobre caminos irregulares proponen un desafío a la caminata por un jardín y una interesante provocación que recuerdan demasiado a un bosque de símbolos derruidos.

Pero en el intento de quebrarse la representación clásica a través del vacío considerado como una escritura en ausencia,1 no puede evitarse que el propio vacío sea una invitación a un tipo de arte alegórico o incluso de simbolizaciones teñidas de un abanico de sentimentalizaciones, todo lo justas que se quiera, que sin embargo no diferirían de las emociones que en sí misma reclama la historia del arte. Con lo que la esperanza de fusionar lenguaje arquitectónico, escritura del vacío y crítica de las imágenes, aun mostrando una obra completa, no escapa a la unidad representativa entre espacio, tiempo y percepción. Esto es, no escapa al juego de la representación. En el caso de la Esma se ha hablado de que el valor de ese edificio significa una demarcación definitiva en el sentido mismo de lo humano. Los procedimientos de tortura y desaparición de cuerpos permitieron traspasar los límites mismos de la violencia -y no es posible disentir en esto. Y si la violencia siempre afecta lo humano, en este caso la demasía incluía un trans-límite.

En efecto, el uso de técnicas de secreto estatal y esclavitud corporal, abjuración completa de juridicidad, despojamiento de nombres, expropiación de nociones de espacio y tiempo, usurpación de identidades y vejación absoluta aun dentro de mecanismos calculados de muerte, se situaron más allá de la palabra política aun cuando en ella siempre hubiera vibrado de violencia.


Ahora, el sujeto era anulado en nombre del cuerpo, el cuerpo era suprimido en nombre del secreto de Estado y el secreto de Estado era abolido en nombre del terror.

El terror tenía un método y un procedimiento, pero entendido como mero efecto, conseguía sumergir el lenguaje colectivo en el confinamiento de lo impensado y lo inconcebible. El pensamiento colectivo estaba embargado por una autodestrucción de sus fuentes de fidelidad a lo perspicuo. El terror era la cúspide del pensamiento sin pensamiento, la dictadura amorfa del poder sobre las formas módicas de la expectativa del vivir diario.

¿Qué hacer pues con la Esma? Se sitúa en la historia nacional como un rito de pasaje. Lo ocurrido en ella traspasa la muerte política. Paradójicamente, la idea de muerte violenta había sido quitada en ella de su papel central en la historia nacional, para reelaborársela en términos de otro tipo de morticinios, que precisamente fueron los que llamaron la atención de las filosofías del nombre, esto es, las que proponen que en la configuración nominal de todo acto violento hay una falla o un malogro material en la lengua. Este fracaso respecto de la posibilidad de completarse como nombre de la lengua alude simultáneamente a la sacralidad latente de todo lenguaje y al vacío real que anuncia, también [por así decirlo] de índole sagrada. Nunca el crimen parece encontrar potencialidades completas en el lenguaje que lo enuncia, salvo en aquellas estetizaciones que lo ven lúdicamente como una “bella arte”.

En esa conjunción la muerte no toma caracteres violentos, observables y censurables. Son muertes en medio de una madeja técnica y secreta. Pero sin que nada de lo secreto se ausente, la violencia se hace mecanismo, extenuación, decisión técnica, masiva fábrica de gestos destructivos con cuerpos sometidos a despojamientos éticos, progresivos hasta la desaparición final. Esta desaparición industrial actúa en el conjunto cuerpo-lenguaje, separando zonas de designación común para entregarlas a la “noche y niebla” del habla atónita, que se ve saqueada de atributos objetivos, sean de la historia narrada, sean del tráfico habitual de las condenas a muerte, cuando ocurren por mandato del Estado visible.

Se anuncia así la lengua del horror, expropiada de su capacidad de nombrar. ¿Cómo sería posible hablar así?

Toda la comunidad del habla se enrarece, pierde su fuerza ética, incluso en el caso de los usos habituales del énfasis simulado o encubridor del idioma. En el caso referido, incluso cuando se simula o se encubre, se pierde la naturalidad del desciframiento siempre posible.

Habiendo ocurrido una catástrofe cultural de esta magnitud, ¿cómo se podría conmemorarla o señalarla en la atención de los que no desean que se repita? ¿Qué material moral o ético debería convocarse para que este hecho radical sea evocado sin mengua de su carácter en la memoria de la actualidad? Y a la vez, ¿cómo procurar que tampoco haya mengua en los materiales necesarios para producir la evocación? Los museos de la memoria europeos buscan precisamente un momento de reflexión que recale como pausa en el flujo cotidiano de los pensamientos amorfos, caóticos, dispersos. La reflexión busca forma, orden, nitidez. Es una reflexión trascendental, que retira el pensar de su retén corriente y lo pone en estado de sacramento, a fin de que cada ser viviente encuentre en un punto recóndito de su epojé sagrada el vaso comunicante con el despojo de humanidad que significa la barbarie. Es, sin duda, un acceso a la memoria, pero no una que procede por axiomas humanitarios -sin descartar a ésta, desde luego-, sino una memoria devocional y a la vez cívica: memoria de la polis. Memoria de la tragedia.

Es así que la memoria de la cual hablamos debe ser lo contrario a la memoria del computador. No podemos sacarnos de encima esa palabra. Memoria: ¿hay que pronunciarla? Desde luego que sí, y seguramente la escuchamos mucho más a menudo ahora que en épocas pasadas. ¿Esto sería motivo de regocijo? ¡Hay “políticas de la memoria”! Pero no nos referimos a la memoria técnica, la que adjudicamos al computador, ni a la memoria en manos de agencias públicas con planes de acción todo lo dignos y justificados que sean. Ellas corren el riesgo diverso de ser un tipo de memoria fija, una cantidad predeterminada que puede aumentarse o quedar debilitada si las máquinas trabajan demasiado, en el caso de las memorias informáticas, o quedar fijas a efemérides públicas con especialistas que redactan y dan aliento semiológico a la circularidad del tiempo. Que la memoria pueda ser asociada con una cantidad mensurable no deja de ser una curiosa situación, pues la memoria histórica o la memoria humana son campos inconmensurables. La misma palabra sirve entonces a lo inconmensurable y a su contrario, la memoria medida, mensurable, calculada a través de procedimientos invariables.

Por eso es probable que la memoria de la cual hablamos deba ser diferente a la del computador. Y aunque no sea fácil decirlo ni justificarlo, es probable también que deba ser diferente de la memoria impulsada por peritos bienintencionados del espacio público. ¿Es probable?

Decimos es probable porque no siempre la memoria de la historia aparece nítidamente distanciada de la memoria técnica. Ni ésta del buen oficio del administrador público, que no debe dejar de existir. Quizás el arte y sus procedimientos -con su poder diferenciador- pueden saldar esta cuestión.

De todas maneras, la memoria como rescate de algo que al mismo tiempo hay que elaborar es lo más relevante en cuanto al carácter imaginario de la reminiscencia o del recuerdo. Pero a veces estamos ante una mera memoria judicial o una memoria digitalizada. Así, una memoria que se rehace a cada momento en que es interrogada, conviviría con una memoria surgida de una catalogación. Bien se podría decir: surgida de un banco de datos.

Los bancos de datos y otros artificios de la investigación en el campo bibliográfico, documental, archivístico y de la memoria, son una realidad contemporánea irrevocable. Pero no pueden, como es lógico, abonar una idea completa de la memoria y su campo de significaciones políticas o artísticas, cuanto más, experienciales. Pues se trata de crear -especialmente con los museos de la memoria- un terreno experiencial de carácter pedagógico y también trascendental. Y en este último caso, no hay pedagogía posible, pues se trata de enfrentar a cada sujeto o cada ente político con lo imposible, con lo carente de fundamento, con el abismo de la historia en su máxima intensidad. Allí, al pensar pierde en la densidad de lo impensable.


¿Qué hacer entonces con la Esma? No sería adecuado responderlo con pretensiones concluyentes en un escrito que apenas explora los contornos amplísimos del tema. El partido a tomar en torno de la historia del edificio no deja de ser convocante. Ciertamente, muchos pensamientos alrededor de la Esma se basan en tesis sobre lo que acuciosamente se ha llamado trauma, o en un sentido general, sobre las escrituras que en varias oportunidades llevaron a Theodor Adorno a indicar el nulo porvenir que tendría la poesía de Auschwitz.

Este punto de vista es sumamente adecuado para resaltar que ante los hechos que de una manera inédita vulneraban lo instituido como humano, no sólo crímenes en masa, no sólo intervención criminal masiva del Estado, no sólo bombas atómicas, y repárese en la gravedad de estos hechos, el ataque técnico a la idea misma de lo humano nos ponía en una escala política demiúrgica que se inmiscuía en la destrucción misma de cuerpos y lengua de los cuerpos. Sólo lo inefable podía comprenderlo. La expresión genocidio es la más propicia para abarcar esta situación y, frente a ella, las poéticas pueden cesar como última señal de duelo y agonía de lo humano, y quizá como síntoma de su reposición, que también sólo podría se poética. No otros son los temas de las grandes poesías, como las de Paul Celan, que se hacen cargo de esta gravísima cuestión. 

Ahora bien, lo grave o lo gravísimo difieren de varias maneras de lo indecible del horror. En el caso de la Esma, es necesario notar que no parece conveniente subsumir de inmediato su condición gravísima en términos de historia nacional en una categoría de memorial que pudiera deducirse sin más de un horizonte globalizado de imágenes rememorativas. Hay sin duda una estética de la memoria o de los memoriales del horror que de alguna manera ya han sentado un logos y una arquitectónica en torno del drama que han dejado los campos de concentración, las deportaciones o la desaparición forzada de personas. Sin embargo, si un museo de la memoria parte también de un hilo conceptual que en el máximo de su pedagogía posible descubre una historia [y no sólo la narra], hay que enfrentarse con la historia de la Esma, lo que equivale a su historia arquitectónica, territorial, social, militar y política. Y desde luego, hay que contarla a partir del mismo edificio, que guardaba, hasta la entrega por sus antiguos poseedores, toda la orfebrería conmemorativa de la historia naval argentina. “Historia contra historia”, conocida dificultad hermenéutica. Esto es, una instancia colectiva en uso de sus facultades de relato, cuanto se debe relatar la historia de otra, que le es adversaria.

Jalones de la historia política e ideológica de la Esma, nunca disociables del conjunto de la historia naval argentina -basta ver los nombres de sus edificios, talleres, departamentos de estudio, etc.-, es el combate que en 1943 hubo frente al edificio, donde murieron casi un centenar de personas, y en otro orden, el discurso en 1948 de Carlos Estrada -en la Escuela de Guerra Naval, parte del predio de la Esma- con una interesante y desde luego polémica redefinición del pacifismo. ¿No corresponde un relato alternativo de esta historia? Se trataría del examen de los acontecimientos del pasado que rechazarían, o en otro caso hoy reclamarían ser juzgados nuevamente a la luz de la nueva configuración semántica que adquirió la palabra Esma.

Por otro lado, hay una historia no historizable, una historia que no actúa del modo anterior, enhebrada a una secuencia nacional de hechos históricos. Cuando se dice que cesan las determinaciones de una historia del tipo de las historias sociales o nacionales, trazadas sobre un conjunto de signos de violencia, duelo y reparación, entendemos que esa violencia se interpreta como propia de una dialéctica de guerra clásica. Entretanto, las decisiones sobre las vidas en una escala de muerte técnica y desaparición administrada de cadáveres pertenecerían a un territorio de otra índole, en el cual intervienen juicios metafísicos, dimensiones sagradas en el criterio de análisis de la historia mundana y recato reflexivo para considerar la devastación como una categoría filosófica.

En ese sentido, los campos de concentración argentinos, como los de los nacionalsocialistas alemanes, deberían ser puestos en la misma escala de abominaciones, sin que importen algunas diferencias no irrelevantes, y con proyectos de museo de la memoria que enfaticen en cada caso un aspecto performativo, un museo fuera de las representaciones simbólicas, pero evocando toda clase de símbolos a través de la imaginación agonística y participante. En este caso, habría que pasar por alto la evidente diferencia de los campos de concentración nazis, en donde una siniestra idea laboral-fabril-serial agrupaba cuerpos considerándolos mercancías o materias primas, redefiniendo el trabajo como una “recreación de lo humano” gracias a considerarlo un detritus de la “experimentación científica”. La prueba de laboratorio que sin embargo contenía la Esma, en primer lugar, no era “científica-laboral” sino que consistía en una operación política para la cual una esencia de poder se señalaba a través de la tortura y desaparición de cuerpos, con sustracción de nombres y signos de memoria pública sobre la muerte. Esa forma de “poder” era un esbozo de “pedagogía” espeluznante, que nutría al conjunto de la época vista desde los gobernantes militares de entonces, y que sin duda tenía un aspecto técnico cuya animación maquínica precisaba también de un trágico consumo de cuerpos. La experimentación en la Esma no dejaba, a su manera, de ser “pedagógica”.

¿Qué museo debería hacerse a la luz de estas consideraciones y singularidades de una experiencia humana transpuesta al límite devastador de su esencia?

Historizar su trama edilicia, la memoria naval argentina de la que proviene y los sucesos que se desarrollaron ahí antes de los años del terror -donde decir la partícula lingüística Esma es una búsqueda de significados aún en disponibilidad en el lenguaje-, puede diluir el modo en que Esma es un vocablo que busca otra organización actual de la experiencia del límite y por lo tanto del corte de los tiempos. Simultáneamente, su obligatorio adosamiento al debate sobre los museos sacrificiales existentes hoy en el mundo podría también convertirlo en un objeto más de una red memorativa ya elaborada a modo de canon.

Ciertamente, no es posible desconocer la fuerza estética que aquí reside. Está probada con el empleo de alusiones abstractas a una destrucción humana inconcebible, y que luego queda resuelta en una invitación de naturaleza activista para que cada asistente re-simbolice lo ocurrido en su conciencia particular. De la combinación de la fotografía con capacidad de relato biográfico hasta la arquitectura de formas cósmicas, en un contrapunto entre vidas singulares y vacío aterrador, surge una experiencia artística notable pero que lleva en su seno el riesgo de crear una fórmula universalista que pueda provocar, también, un axioma emocional o reverencial único, lo que disminuiría el alcance trascendental de la deconstrucción de lo humano que se pone ante nosotros.

Creo, entonces, que no se puede desconsiderar, como hubiera dicho alguien, la historia y las versiones de un nombre, como el que -con el sonido Esma- habita en nuestra lengua azorada. Es historicidad, pero historicidad también en la lengua. Pero tampoco se puede diluir su carácter de émbolo, embragues y pedales de una máquina abstracta, que a diferencia de la de la Colonia penal kafkiana, ponía la tortura no como textos sobre cuerpos, sino los cuerpos como textos no escritos del terror estatal. Lo ocurrido en ese ente sin nombre en la historia [siendo un edificio de la nación, es un emblema máximo del Estado nacional con su escudo, campos colorísticos y gorro frigio bien pintados en su fachada escolar] debe ser tomado por el arte, pero a condición de que el arte sea tomado por reflexiones como éstas, parecidas a éstas, o que partan de una raíz similar, aunque con conclusiones diferentes.

Este nuevo libro de Marcelo Brodsky, Memoria en construcción, contiene en acto todos estos dilemas. Se compone de textos lúcidos y de obras de arte que quieren ir al encuentro de sus textos, sin saberlo acaso. En cuanto a los textos, también si saberlo, operan con las mismas formas del collage que muchas de las obras presentadas aquí. Desean, como es justo, que se evidencie en aquellas piedras Esma de qué modo se instaló un procedimiento mecánico que hizo de los cuerpos Esma víctimas de un aparato penal y terminal para las vidas. Y lo que desean puede llevar a que cada procedimiento del horror sea mostrado con vocación ética y metafísica, a escala de lo humano recobrado. Lo que permitiría en suma que la experiencia mostrativa ingrese en la zona representativa de la conciencia. ¿Puede ésta descartarse? ¿No deberá forjar imágenes del horror que, inadvertidamente o no, se conjuguen con la memoria de las presencias en collage que posee cada texto de la intimidad o del discernimiento personal, a la altura de las épocas de crueldad primaria en que vivimos?

No cabe duda que en este debate vuelven a atarse las lianas del arte y la política, que en épocas pasadas buscaron su posible cofradía o el nexo soñado que les permitiera ser las alas de un mismo acto de sentido. Según cómo las atemos, se responderá al enigma de la Esma, en cuanto representación de la frontera dolorosa de lo humano y en cuanto búsqueda de la mecánica atemporal que la produjo. Una historicidad que arrastre su antípoda, su vacío pendiente y visible [Esma es, al fin y al cabo, el nombre de un edificio, de piedras, cables de luz y fachadas]. Y también que muestre una intercalación de lo visible y lo invisible y una reinvención pedagógica que, a pesar de que no osamos imaginar sus alcances, sean quizá las líneas principales de nuestro debate. Como muchos dijeron, ya el presente debate es parte de la forma que debe adquirir ese edificio en la memoria. De muchos modos la contiene. Por eso qué es la memoria es parte también del debate. Entonces sería errado imaginar que el debate está despojado de historicidad. En ese vaivén desesperante, encontramos a las viejas artes, que se nutrieron perfectamente de esto péndulos del espíritu. La pintura, la fotografía, la representación que busca acercarse a su aliado y a veces adversario, el texto. 

Marcelo Brodsky ofrece aquí un nuevo capítulo de esta búsqueda, que me atreví a presentar dentro y fuera de la idea de museo, que es la que obviamente está en juego.

Ojalá podamos resolver este núcleo dramático de nuestra experiencia social apelando a nuestras fuerzas artísticas reveladas y a la pasión intelectual que siempre debió hacerse presente en los momentos en que era necesario rehacer el vivir común, la flecha misma de la existencia colectiva.

 

 

 

 

 

 

"Las sombras del edificio: construcción y anticonstrucción" en Brodsky, Marcelo, Memoria en construcción. El debate sobre la ESMA. Buenos Aires. La Marca editora, 2005.

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Notas

1 Andreas Huyssen, “El vacío rememorado”, en En busca del futuro perdido. México, FCE/Instituto Goethe, 2002. Republicado en Reader con textos sobre Berlín, preparado para el Simposio internacional de culturas urbanas en Berlín y Buenos Aires, organizado por Estela Schindel, Berlín, abril 2005. En relación con la idea de performance que se utiliza en diversos momentos para apreciar la acción de las formas artísticas del juicio sobre el terror, también debemos remitir a diversos trabajos de Estela Schindel.

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