22/12/2021
A 70 años de su muerte
La confesión: Enrique Santos Discépolo
Por Gustavo Varela
Un día como hoy, 23 de diciembre, pero de 1951 fallecía el compositor y actor Enrique Santos Discépolo. “Santos Discépolo escribe para el hombre común: las letras dicen la vida cotidiana del hombre medio, la de aquel que todos los días está obligado por la rutina, aguafuertes escritas en tiempo de tango que hacen de la vida privada, privada de vida, un lugar de polifonía de sentido y reflexión”, afirma el filósofo, ensayista y músico Gustavo Varela.
Enrique Santos Discépolo escribe para el hombre común: las letras dicen la vida cotidiana del hombre medio, la de aquel que todos los días está obligado por la rutina, aguafuertes escritas en tiempo de tango que hacen de la vida privada, privada de vida, un lugar de polifonía de sentido y reflexión.
Es la época en la que Buenos Aires necesita escribir sus costumbres, sus hábitos. Roberto Arlt lo hace desde las páginas del diario La Nación: el hombre medio, el que desayuna todas las mañanas en la lechería, que busca trabajo en el diario y no encuentra; un cruce amoroso de miradas en el colectivo; el canastero y el vigilante. Buenos Aires se retrata a sí misma, su vida cotidiana toma dimensión literaria. El hombre de todos los días, su vida de todos los días es materia para el relato, su ropa, su manera de hablar, todo queda expuesto en letras de molde y dan cuenta de una identidad urbana que ya no es la multiplicidad de costumbres traídas del extranjero por los inmigrantes sino que es el modo en como Buenos Aires va a fundar sus relaciones. Hasta el más mínimo detalle es visto con esta lente de aumento, con la intención de mostrarnos a nosotros mismos que aquella pluralidad de voces que a principios de siglo ocupaba las calles de la ciudad se fue convirtiendo en un modo propio. Lo que el tango significaba como expresión del sincretismo cultural de una sociedad nueva, a partir de los años ‘30 se expande en otras direcciones. El hombre medio es el hijo del inmigrante que habla con acento italiano o español puertas adentro, pero que en la calle tiene el mismo idioma que los otros, la misma forma de vincularse y de fundar sentido, los mismos problemas, las mismas ambiciones y, en muchos casos, la misma pobreza.
Enrique Santos Discépolo
“El origen del tango es siempre la calle, dice Discépolo. Por eso voy por la ciudad tratando de entrar en su alma, imaginando en mi sensibilidad lo que ese hombre o esa muchacha que pasan quisieran escuchar, lo que cantarían en un momento feliz o doloroso de sus vidas”. Es sobre la sensibilidad de Discépolo donde se tallan las pasiones del hombre común, y él escribe para ellos, extrayéndole a la vida cotidiana un fondo que se oculta, el mismo que él tiene a flor de piel, un dramatismo que está todos los días presente a pesar de la costumbre de repetir y repetir y repetir los mismos gestos. Debajo del dinero está dormida la pregunta por los valores de la sociedad; detrás de los tamangos rajados por tanto yirar, la indiferencia del mundo; detrás de Chorra o Malevaje, la vanidad del hombre común que es necesario disolver.
Por ello la mirada habitual que se ha formado sobre Discépolo, a partir de las letras de sus tangos, es la de un hombre angustiado que padece el dolor de existir, sus canciones una especie de manual de filosofía existencialista escrita con tono popular. Y lo que él está escribiendo es que apenas se rasca la cáscara de vivir, la pregunta por el sentido de las cosas emerge de inmediato, no perdona. Como un arqueólogo que busca debajo de capas sedimentarias, debajo de los archivos de la vida cotidiana el principio que funda los días, con un pico y un martillo, Discépolo golpea sobre la piel del hombre común de Buenos Aires para hacerle decir lo que está por debajo. El valor y el significado de la vida de todos los días esconde una intensidad que no deja de mostrarse: es el hombre que todas las mañanas se afeita, que todas las mañanas a la misma hora cumple con el mismo ritual de enjabonar su cara con la brocha, tomar su navaja y rasurarse, que lo hace casi automáticamente, sin pensar, ese mismo acto de todos los días que parece no tener más sentido que ese, el de afeitarse. Pero al que un día, ese mismo hombre rutinario, le encuentra otro sentido. Cuando se mira al espejo, ve sus ojos y su cara llena de jabón, y en sus ojos, la grieta, la desesperación que se hace pregunta por el sentido de la vida; así, de repente, sin anuncios ostentosos, sin que nada lo haya motivado. Ese es Discépolo, el que hace de una mañana de jueves, en el baño y con la brocha de afeitar en la mano, una mañana cualquiera, un problema de existencia, ese tipo de pregunta tan incómoda que uno prefiere no formularse jamás en primera persona, nunca. Por ello el tango de Discépolo es un tango escrito para ser dicho y cantado en el baño, lugar íntimo y cotidiano si lo hay, frente al espejo, que parece devolver una cara diferente todos los días ignorando que uno es un nombre, un oficio, una familia, pero que ese espejo del baño, que sólo uno mira, no devuelve nada de eso, ni la familia ni el oficio, ni el nombre. Nada. Sólo refleja una mirada escrutadora, preguntona, incómoda: ¿tiene sentido esto que estoy haciendo, tiene algún sentido levantarme, trabajar, tener hijos, escribir, tener amigos, tiene sentido, si el mundo viene a contramano, si la ilusión se desvanece a cada rato, si a Dios se lo vende por monedas? ¿Tiene sentido todo esto? Claro, escrito en un libro de filosofía existencialista, es objeto de estudio, de interpretación, de disección intelectual. Pero puesto una mañana de jueves, mientras la cara está llena de jabón como todos los días, mientras la esposa vuelve a repetirle al marido que no llene de jabón el espejo, el mismo espejo que muestra los ojos de un desesperado, una mañana de jueves. Esto es lo que trae Discépolo. El drama en el baño, una mañana, cuando “el gesto de lo cotidiano se rompe”, cuando del fondo de la pileta del baño parece salir una voz que insiste e insiste con la misma pregunta: ¿Para qué?. Discépolo, Schopenahuer en Buenos Aires, dice Carlos de la Púa, “el gran buceador de almas, que supo sumergirse a fondo en cada tipo y volver a la superficie con una imagen feliz que lo catalogaba definitivamente”.
Enrique Santos Discépolo en Cuatro Corazones, 1939.
Enrique Santos Discépolo fue un hombre comprometido con su época. Anarquista en un primer momento, luego peronista, lo que hace interesante su escritura es que vuelve al tango un puñal que atraviesa la vida privada del hombre común y del letrado. Pone en un lenguaje cotidiano el fondo profundo de cualquier existencia. En un verso lunfardo, de conventillo, en un verso de la vida de todos los días da cuenta de los abismos del ser. El hombre común, el que está en una mesa de café siente, en Cafetín de Buenos Aires, que se entrega sin luchar, toda una situación existencial que describe Albert Camus en El extranjero, y que Discépolo escribe desde el estaño de un bar. Adquiere fama en un tango de 1928, Esta noche me emborracho. Lo va a presentar al Teatro porteño, para una obra donde actuaba y cantaba Azucena Maizani, convencido Discépolo que su composición es buena y va a ser aceptada. Comienza a cantarlo, nervioso, la voz un poco temblorosa, los dedos flacos y dubitativos sobre el piano. Nadie le presta atención, ni Azucena, ni el resto de los artistas ni ninguno de los productores que estaban en ese momento en el teatro. Entonces, allá en el fondo, al lado de la cortina del escenario y sin que nadie la vea, una bataclana se pone a llorar. Nadie salvo Discépolo, que clava sus ojos en la mujer que está llorando, que él no conoce, y si ella llora por la letra de su tango, desde ese momento él le canta a ella.
Sola, fané, decangayada,
La vi esta madrugada salir del cabaret...
...vestida de pebeta,
teñida y coqueteando su desnudez
Sabemos que Esta noche me emborracho es un tango tiene que ver con un hombre que se ve a sí mismo, después del paso del tiempo, ve el amor que ha tenido por una bataclana después de muchos años, un amor que lo ha dejado marcado para siempre y ve cómo el tiempo se ensaña y transforma en un desecho lo que amamos.
Azucena Maizani, después de escucharlo nuevamente, lo incorpora a su repertorio y lo canta en la obra. Desde entonces Discépolo, de algún modo, siempre le cantó a una bataclana.
Discépolo y su compañera Tania.
Cuando componía decía que buscaba las palabras, que a veces se le fugaban, como si su poesía exigiese una métrica perfecta para poder decirse. Por eso siempre andaba con una hoja arrugada en el bolsillo de su saco, y muchas veces, en medio de una conversación cualquiera, en la cocina de su casa, en la mesa de un bar o en un aeropuerto, escribía aquella palabra que andaba buscando hacía tiempo, como si esa misma palabra anduviese por su vida cotidiana, escondida, y él no podía encontrarla.
Tal vez sea el tango Secreto el que da cuenta de la debilidad de la vida cotidiana, donde Discépolo no habla de sí mismo sino de una historia de amor oculto que le sucede a un amigo, de cómo la desesperación es capaz de arrebatar el sentido de la vida al hombre más común de todos, al más seguro. Y aunque el amor oculto no es de él, Discépolo vive la historia en la amistad y la escribe, porque los tangos tienen que ver con aquello que a él le pasa. No es como el tango de Manzi, que si bien en muchos de ellos Homero habla de sus amores, de sus fracasos y pérdidas, es una poesía que conduce más al ensueño que al mundo. La poesía de Discépolo utiliza las situaciones del mundo para decir, de un modo retórico, los ensueños.
Secreto habla de un hombre común, que lleva una vida cotidiana como la de cualquiera, sin sobresaltos, ordenada, con dos hijos. Este hombre, del que no sabemos el nombre, asistía todos los días a las tertulias de café junto con Discépolo y otros de la misma raza pero, en lugar de seguir camino con ellos rumbo al cabaret, este hombre volvía a su casa temprano, no tanto por los retos de su esposa sino por el pudor de lo que vaya a pensar ella si él llegaba tarde. Nada tenía este hombre para ocultar. Amó y vivió siempre con la misma mujer. Hasta que un día se enamora de otra, inconveniente, bataclana, como son las pasiones de esquina, una hendija abierta para que el amor fugue hasta los huesos, como el agua o el viento.
Quién sos, que no puedo salvarme,
muñeca maldita, castigo de Dios...
ventarrón que desgaja en su furia un ayer
de ternuras, de hogar y de fe...
Por vos se ha cambiado mi vida,
sagrada y sencilla como una oración,
en un bárbaro horror de problemas,
que atora mis venas y enturbia mi honor.
Un amor oculto. Discépolo cuenta la historia de un hombre incapaz de soportar la vivencia de una pasión secreta y que vive la tormenta de la traición sobre sus espaldas. Sabiendo de la desesperación de su amigo, decide visitarlo en la casa. La esposa, que nada sabía de la locura amorosa que padecía su marido, lo acompaña a Discépolo hasta la puerta del escritorio y lo invita a pasar. Ella se retira, Discépolo entra y allí encuentra a su amigo muy deprimido, con un revolver en la mano y decidido a suicidarse.
Resuelto a borrar con un tiro
tu sombra maldita que ya es obsesión,
he buscado en mi noche un rincón pa’morir...
Discépolo le habla, él no lo escucha, solo puede llorar y hablar del dolor que siente y que su vida ya no tiene sentido y vuelve a poner el revolver sobre su sien. Discépolo se abalanza sobre él, rápido se tira por encima del escritorio y caen al piso. Mientras forcejea, en medio de la lucha por salvar la vida de su amigo, escucha que detrás de la puerta la esposa está poniendo naftalina en los rincones para combatir las polillas. Una situación absolutamente cotidiana en medio de una tragedia. Nada más cotidiano que la naftalina. La lucha continua, su amigo se resiste a que le quiten el arma, está decidido a matarse y Discépolo, flaco y chiquito como era, saca fuerzas vaya a saber uno de dónde y de un golpe se la arrebata. Una vez con el arma en la mano y para evitar que su amigo se la quite, sale corriendo del escritorio y se tropieza con las bolitas de naftalina, rodando más de cinco metro y cayendo junto a los pies de la esposa de su amigo, que atónita lo mira. Se puso de pie, se arregló el saco y, saludándola cortesmente, se retiró de la casa.
Al final el hombre no se suicida, porque el arma se afloja en traición. Y no es por sus dos hijos, ni por su familia la razón por la cual no se mata. Elige quedarse para no olvidar, para seguir recordando ese enorme amor que tuvo por una mujer tan inconveniente, que una tarde cualquiera vino a correrle los muebles de su vida.
Discépolo (sentado a la derecha de la imagen), junto a Aníbal Troilo, Francisco Canaro, José Razzano, y Osvaldo Fresedo, 1944.
Sobre el final de su vida Discépolo padeció el desprecio de muchos. Se dice que hasta cruzaban de vereda para no saludarlo. Entonces decide dejarse morirse, en el living de su casa, con una mirada de espanto, porque a su dolor de vivir se le sumaba el dolor de los otros, “como si fuera un dolor mío, el hambre de los otros, la injusticia de los postergados....y la tristeza infinita de vivir en la tierra que lo ofrece todo, para que los más no tengan nada...”[1], su drama existencial reunido al destino de las causas populares. Muere en diciembre de 1951, unos meses antes que Eva Perón.
El tango fue y es verdaderamente popular con Discépolo. Tal vez sea este modo de reunir la vida del hombre común con el fondo oculto de las cosas lo que sus tangos hayan querido decir.
Siempre le escribió a una bataclana y posiblemente haya sido éste el drama de su vida cotidiana, que a la bataclana a la que le escribió Discépolo, nunca se le escapó una lágrima.
Sobre el mármol helado, migas de medialuna
Y una mujer absurda que come en un rincón
Tu musa está sangrando y ella se desayuna...[2]
Gustavo Varela
Es filósofo, ensayista y músico. Es profesor en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y titular de la cátedra de Pensamiento Contemporáneo en la Universidad del Cine. También es presidente de la Comisión Directiva de la Facultad Libre de Rosario. Es miembro del Consejo Editorial de la revista Lote, del grupo editor de la revista Artefacto y colaborador habitual de la revistaÑ. Como músico ha sido acompañante del cantante de tango Argentino Ledesma.
Compartir
Notas
[1] Ibid. Pag. 66
[2] Discepolín. Autor: Homero Manzi. Año: 1951
Te puede interesar
Sin cadenas
Por Sebastián Scigliano
El hombre al que le gustaba pensar y hacer con otros
Por Manuel Barrientos
- Temas