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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

01/10/2015

Arte y memoria: sacralización, impertinencias, diálogos

Volveré y seré ficciones

En la conferencia de cierre del VIII Seminario Internacional Políticas de la Memoria organizado por el Conti, el escritor Carlos Gamerro leyó este texto perteneciente a su último libro. Se trata de un disparador más que interesante sobre la producción literaria y cinematográfica de algunos hijos de desaparecidos que hablan sobre sí mismos y el pasado por fuera de los discursos memorísticos considerados como "oficiales".

Operación fracaso y el sonido recobrado
Muestra de Albertina Carri en el Parque de la Memoria - Monumento a las víctimas del terrorismo de Estado
Foto: Pablo Jantus



Una de las muchas novedades de Diario de una princesa montonera (110% verdad) de Mariana Eva Pérez es, como el título indica, la forma-diario: más precisamente, el Diario se escribió como blog y luego se convirtió en libro. La otra novedad es el insistente recurso al humor e incluso al chiste: la Princesa planea “un libro de chistes como los de Pepe Muleiro, pero sobre el temita. ‘Un monto le dice al otro…’, ‘Hay un monto, un perro y un comunista…’, etcétera.”

El recurso al humor, y más aun al chiste, pareció, en los primeros años, vedado el tratar “el temita”. A lo sumo, durante la dictadura y los años inmediatamente posteriores era concebible que los militares fueran blanco de un humor muy mesurado (había un humor tolerado, como es el caso de la Revista Humor, que por momentos rozaba el humor cómplice, como el del programa de Tato Bores). De modo más decisivo, el humor también era posible en el corazón del poder represor, el campo mismo, como señala Pilar Calveiro en Poder y desaparición (2006), algo que la autora destaca desde la dedicatoria: “Para Lila Pastoriza, amiga querida, experta en el arte de encontrar resquicios y de disparar sobre el poder con dos armas de altísima capacidad de fuego: la risa y la burla.” Frente a la realidad de subhumanos y dioses que el campo pretendía imponer, el preso que podía reírse de sus captores, pero también de aspectos absurdos o grotescos de su propia situación, se elevaba hasta la condición humana, y ‘bajaba’ al secuestrador hasta la misma – condición humana que los igualaba sin hermanarlos, claro: “La risa fue, para el desaparecido, un elemento de afirmación de la humanidad propia y de la del secuestrador; con ella, el sarcasmo y la burla, permitían desmitificar al desaparecedor, revelarlo en una existencia muchas veces patética que desvanecía de un golpe la omnipotencia. […] Dice Blanca Buda que cuando sus interrogadores, que la habían castigado intentando que revelara sus más íntimos secretos, se negaron a que dijera por quién había votado aduciendo que ‘el voto es secreto’, ella lanzó una carcajada y… ‘desde ese instante perdieron para mí la imagen de ‘lobos feroces’ […]  Lo consideré una burla de bajo vuelo que me puso de buen humor.’”  Preso que logra reír es preso que no ha sido del todo arrasado, o que empieza a recuperarse. No hay noticia de que los “musulmanes”[1] de Primo Levi rieran nunca. Pero tampoco hay que caer en le ingenuidad de suponer que la risa es un absoluto ético o un inequívoco instrumento de liberación: los represores y torturadores también ríen. No recuerdo dónde (si alguno de ustedes lo sabe, le ruego que me lo haga saber) leí el testimonio de un niño sobreviviente de un campo de la Segunda guerra, que al salir se sorprendió de que la gente riera con inocencia o alegría: porque en el campo nadie reía salvo los guardias, y eso cuando estaban matando o atormentando a alguien. La literatura argentina, recordemos, empieza con la risa de los mazorqueros de Rosas frente al ‘joven unitario’, que no está para bromas: “Pobre diablo, queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio” resumirá el Juez; o como dirá algunos años más tarde ese perspicaz indagador del alma argentina, el japonés Tokuro de La causa justa de Osvaldo Lamborghini: “En este país llanura, chistes terminan con muertos.”

"El preso que podía reírse de sus captores, pero también de aspectos absurdos o grotescos de su propia situación, se elevaba hasta la condición humana, y ‘bajaba’ al secuestrador hasta la misma – condición humana que los igualaba sin hermanarlos, claro: 'La risa fue, para el desaparecido, un elemento de afirmación de la humanidad propia y de la del secuestrador; con ella, el sarcasmo y la burla, permitían desmitificar al desaparecedor, revelarlo en una existencia muchas veces patética que desvanecía de un golpe la omnipotencia?".

A partir de los noventa sobre todo, y tal vez desde ese terreno fértil para la fusión y confusión de humor y horror que fue la literatura vinculada a la Guerra de Malvinas, el humor aparecen las ficciones sobre la época de la dictadura, en novelas como La vida por Perón (2004) de Daniel Guebel, Las teorías salvajes (2008) de Pola Oloixarac y, supongo, algunas de las mías. La situación de la tortura, la vida en los centros de detención y exterminio, las desapariciones mismas se han tratado con más cautela, aunque nuevamente, como en los casos que señala Pilar Calveiro, la excepción pudo estar en los campos mismos. No hay rasgos de humor en el Nunca Más, pero no podemos saber si es porque no surgió en los testimonios o porque los compiladores creyeron juicioso editarlos: en el Diario del Juicio, en cambio, que consiste en versiones taquigráficas completas de los testimonios, aparecen ocasionalmente, como en el testimonio de Alberto Felipe Maly, del 6 de mayo de 1985: sintiendo que tal vez estaba incomodando a su auditorio con su relato de hechos atroces, Maly intenta hacer chistes sobre su detención, la tortura, su posterior liberación, y al leer su testimonio uno puede escuchar el silencio pétreo de los jueces, abogados y el público contra el que se estrellaban estos tímidos atisbos humorísticos.

Sopapos y chistes

Mariana Eva Pérez en su Diario debe encarar un problema parecido. El blanco de su humor no son los perpetradores, ni tampoco la épica setentista, y no – al menos no de modo directo – la situación de las víctimas, sino una zona nueva; al decir de Martín Kohan en su artículo “Todavía bailamos”, “la de los ritos de la memoria y la reparación, la de la pérdida y el dolor de la pérdida”, lo que la autora llama “el show del Temita”: “Mandá TEMITA al 2020 y participá del fabuloso sorteo “UNA SEMANA CON LA PRINCESA MONTONERA” […] cada día un acontecimiento único e irrepetible relacionado con el Temita: audiencias orales, homenajes, muestras de sangre, proyectos de ley…” En un principio, es una risa interna: la Princesa Montonera se ríe de sí misma, y de los suyos, con los suyos. Pero luego hace la prueba de ver qué pasa con los no-hijis, como ella llama a los que son, como ella, hijos de desaparecidos, y acá es donde la forma-blog adquiere su sentido pleno: su dinámica interactiva, en la cual cada post es comentado por los lectores a medida que se escribe, permite ir tanteando las posibilidades de la risa y sacar los chistes del gueto, abriéndolos a un público más amplio, para ver si ellos también se animan a reírse. Y así sucedió, como queda consignado en el agradecimiento “a los lectores del blog Diario de una Princesa Montonera, por la compañía, el aliento y la crítica, por reírse y hacérmelo saber.” Cada chiste tentativo, al ser festejado, queda legitimado, y habilita la posibilidad de ir más lejos en el siguiente: en esto la forma-blog permite más audacia que cualquiera de las tradicionales modalidades impresas.
Más de un lector podría pensar que la Princesa montonera ‘ríe para no llorar’, agregando, condescendiente, ‘pobre’. Sería una manera muy triste, y muy soberbia, de leer su risa, y muy al principio del libro, la Princesa sopapea al lector comprensivo y al condescendiente, que suelen ir de la mano, dejando en claro que lo último que quiere es dar lástima y que le ‘comprendan’ la risa: en una visita guiada a este lugar donde ahora estamos, quiero decir la Esma con su novio Jota protesta, jodona:
“El camarote de Norma Arrostito dice que era de ella, okay, yo quiero que pongan una estrella con el nombre de mi mamá en esta puerta, como en un camarín de Hollywood.
(Jota no le festeja el chiste. La envuelve en un abrazo interminable. […] Ella suspira e intenta zafarse, él se las ingenia para seguir abrazándola y además acariciarle el corazón. El grupo vuelve a pasar rumbo a Capuchita. Ella propone seguir. Suben la escalera que va a Capuchita, ella anteúltima, Jota al final. Jota aprovecha y le toca el culo. Ella es feliz. En la escalera que va de Capucha a Capuchita.)”
El mensaje es claro: si querés acompañarme, reíte o tocame el culo. No me río para tapar el dolor, me río con el dolor, me río del dolor, me río del culto del dolor que quieren imponernos, me río para desarticular el pacto que nunca firmé: ‘nosotros sufrimos por ustedes y ustedes se compadecen de nosotros y todos contentos’.
Parecido efecto tienen las operaciones que su Diario realiza sobre el léxico, en particular sobre las palabras que querrían referir su experiencia a la zona de lo intocable y sagrado. Los ‘hijos’ pasan a ser “hijis”, la desaparición forzada y sus consecuencias es “el temita”, ‘militante’ se convierte en “militonta”, ‘identidad’ y ‘verdad’ en “identidat” y “verdat”. De modo más general, Pérez se plantea un problema común a todos los escritores, pero más acuciante, más de vida o muerte (hablo de la vida o muerte de la escritura, no del escritor) en el caso de quienes quieren escribir sobre un tema como éste: cómo hallar un lenguaje, sobre todo cuando no se habla desde una experiencia compartida y cuando la experiencia personal no coincide con la consagrada por la memoria colectiva, cómo lograr que se abra paso a través de la masa de discursos cristalizados la voz propia, tantas veces disonante. En algún momento del Diario la Princesa recibe un llamado de una denunciante anónima que le cuenta que le dio la teta a su hermano de cinco días, recién secuestrado, en presencia de los secuestradores: “DENUNCIANTE 1, que le dio la teta y le ocultó su historia durante veintiún años, me parece más perversa que Videla” comenta la Princesa. En el post siguiente, a partir del comentario de un lector del blog, escribe: “Jony me cuestiona la última frase. […] A mi tampoco me gusta lo de ocultar la historia. Es del tipo de expresión pre-pensada, nestum del sentido, que ya no me dice nada […] Pero, ¿cómo contar que hubo una mujer que supo durante veintiún años que Gustavo había sido robado a su mamá asesinada y que un día, andá a saber si por remordimiento, venganza o qué, llama a las propias víctimas y hace una denuncia anónima? ¿Con qué nuevas palabras? ¿Cómo extraerme de la prosa institucional que se me hizo carne cuando escribía la propaganda que el Nene me pedía y no me dejaba firmar? ¿Podrá la joven princesa montonera torcer su destino de militonta y devenir Escritora?”
Este ‘Nene’ es el otro gran villano del Diario, un ex montonero devenido funcionario, una “triste fotocopia del militante político, un operador profesional, un canalla que aparatea hasta en los velorios,” que aprovechándose de la orfandad de los hijis, de su eterna e insaciable hambre de padres, ‘adopta’ a un grupo de ellos y los pone a trabajar en proyectos relacionados con el “temita”: no es casual que encarne en él la “prosa institucional” de la que quiere liberarse la Princesa, ni mucho menos que ahora le anuncie en su blog/libro: “Hola, hijo de puta. Volví y soy ficciones.”
El derecho a reír, a asumir poses frívolas, a jugar con el lenguaje son formas particulares que asume, en Diario de una Princesa Montonera, un reclamo más general de los “hijis”: el de un lugar de enunciación, de pensamiento, de sentimiento por fuera del romance que el discurso estatal, las organizaciones de derechos humanos y el periodismo construyen, y sus lectores y espectadores reclaman, romance que tuvo su más reciente capítulo en el reencuentro de la titular de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, y su nieto Ignacio Hurban Carlotto. Nada de malo tienen estos finales felices, excepto que se los convierta en modelo obligado, en portadores del mandato de que todos sean tan felices como éste.

Volveré y seré ficciones- Revista Haroldo


Cine puro
Operación fracaso y el sonido recobrado
Muestra de Albertina Carri en el Parque de la Memoria - Monumento a las víctimas del terrorismo de Estado
Foto: Pablo Jantus

Encuentro no feliz


El encuentro de la Princesa y su hermano Gustavo, en cambio, no solo no fue feliz; fue un penoso y grotesco desastre: un fiasco. Uno de los primeros gestos del hermano reaparecido es reclamar por la indemnización: “Me embargó toda mi fortuna, propiedades, bonos de la deuda pública pesificados a 1,40 + CER, la indemnización por mi ‘Ford Taunus Mystery Tour’, que no llegué a cobrar.” Éste y otros episodios llevan a su hermana a preguntarse “si Gustavo era loco o mala persona” y para ahondar en la cuestión recurre a la terapia familiar: “En una sesión, él toca el tema de las cenizas de Argentina [la abuela paterna de ambos]. Propone arrojarlas al Río de la Plata, para que se reúna con su hijo. Me niego porque: a) no nos consta que Jose y Paty [los padres de ambos] descansen entre los peces; b) ¡una vez que tengo en mi poder los restos de un familiar, no voy a ser yo quien los tire al río!” Aun con terapia, la cosa va de mal en peor: “En la causa judicial él me desconoce los gastos del cajón y la cremación porque no tengo factura. La terapeuta intenta razonar con él. […] Gustavo llama por teléfono a Ana. Fiel a su costumbre, se ha desentendido de cualquier obligación con respecto a esa urna y ese nicho, pero reclama derechos. Quiere las cenizas para tenerlas en su casa para el día de la madre. ¿Ven? No es sólo mala persona.” A su vez, la Princesa se permite la poco terapéutica reacción de refregarle al hermano que la abuela Argentina hablaba de él como “el chico” y lo tenía anotado en la agenda como “Gustavo (nieto)”. “Mi número, en cambio, no estaba anotado en ningún lado, porque se lo sabía de memoria y además me veía todos los días y una vez por semana venía a casa en taxi a dejarme tartas, bocadillos de acelga y torrejas de arroz, porque yo era su nena de las dos colitas, la nieta que le dejaron, la que crió, la que durmió en su cama…”
Albertina Carri, aquí presente, fue en su momento acusada de desconsideración y destrato hacia los compañeros de militancia de sus padres; con la misma justicia cabría acusar a la Princesa de desconsideración hacia este hermano que no tuvo la suerte que ella tuvo, que no fue devuelto a su familia de origen, que creció sin saber quién era y fue deformado para siempre por sus apropiadores, como ella misma admite. Pero en Diario de una Princesa Montonera no hay piedad para Gustavo. Ni tiene por qué haberla, al menos de parte de su hermana. Tiene todo el derecho del mundo a detestarlo. El mismo derecho que tiene la nena de la casa de los conejos de Laura Alcoba a protestar por la responsabilidad inconcebible que depositaron sobre sus hombros infantiles; o el que tiene  el protagonista de Los topos de Félix Bruzzone a no militar en HIJOS y a formar pareja con quien bien pudo ser un ex represor. En este derecho se aúna un reclamo de los “hijis”, reclamo al que son refractarios los discursos institucionales y que solo puede alojarse (fuera del privado, claro) en discursos renegados como el del cine o la literatura: el derecho a no tener sentimientos elevados, sino los mismos sentimientos de todo el mundo; el derecho a no estar a la altura de las circunstancias, el de no asumir el papel que la sociedad espera de ellos, sino el que se les da la gana, como todo el mundo. Para el discurso oficial, los discursos mediáticos, los de las organizaciones de derechos humanos, el sujeto ideal será siempre el joven que desconfía de sus padres, se hace el test de ADN, se reencuentra con su familia de origen, adopta gozoso su nuevo nombre y apellido; no se le exigirá que denuncie a sus apropiadores ante la justicia, pero será aplaudido si lo hace. Nada mejor para la sociedad, nada peor para la literatura. Para la literatura, o el cine, lo interesante y estimulante es el joven que no quiere saber su identidad, que ama y acepta a sus padres apropiadores, que se rehúsa a hacerse el ADN; o el que sí lo hace, y luego descubre que todos en su familia de origen son malas personas y se llevan a las patadas. El romance destrozado del irrecuperable Gustavo y su familia de origen es una historia indigerible para los medios y los discursos institucionales, pero es música para los oídos de la literatura, que se regocijaría aun más si un día aparece el texto complementario a Diario de una Princesa Montonera, el Diario de un Príncipe apropiado. Esperemos que Gustavo se anime a escribirlo algún día: será el texto maldito del corpus. Los hijos, nietos o hermanos que en lugar de brindarnos reencuentros reparadores y ejemplares y así sanar las heridas del tejido social se reencuentran para la mierda dicen algo que no queremos escuchar: que el daño causado por la dictadura es irreparable; que un joven criado y educado por una familia apropiadora con toda probabilidad haya adquirido los valores de ésta. Por eso se explica que la Princesa escriba: “Por si se lo preguntaban, la muerte de Massera no me movió un pelo. Nunca me interesaron los milicos […] ¿Ya lo dije? A la única que odio con un odio personalísimo es a Dora la Multiprocesapropiadora.”

El derecho a reír, a asumir poses frívolas, a jugar con el lenguaje son formas particulares que asume, en Diario de una Princesa Montonera, un reclamo más general de los “hijis”: el de un lugar de enunciación, de pensamiento, de sentimiento por fuera del romance que el discurso estatal, las organizaciones de derechos humanos y el periodismo construyen, y sus lectores y espectadores reclaman, romance que tuvo su más reciente capítulo en el reencuentro de la titular de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, y su nieto Ignacio Hurban Carlotto. 

No ha de ser casual que el año cero de este corpus sea el de 2003. ¿Por qué 2003? Podría pensarse que es más o menos la época en la cual quienes nacieron después de 1970 tienen edad para hacer cine o literatura; pero si fuera solo eso podría haber sido un poco antes o un poco después. 2003 es el año en que un presidente argentino, al asumir la presidencia, pide disculpas por primera vez, en nombre del estado, a los familiares de los desaparecidos; el año en que se anulan las leyes de Punto final y de Obediencia debida; actos que se continuaron en la recuperación de la ESMA y la orden impartida por el mismo presidente al comandante en jefe del ejército de descolgar los cuadros de Videla y Bignone del Colegio militar; en la declaración de inconstitucionalidad de los indultos de Menem, en la reanudación de los juicios de los militares y eventualmente de los civiles responsables de los crímenes de la dictadura. 2003 es el año a partir del cual el estado se propone no tanto encabezar, sino continuar la política de derechos humanos que hasta ese momento había sido impulsada, al margen o aun en contra de las políticas de estado, por las organizaciones no estatales, sobre todo las de los familiares de las víctimas. Lejos de ahogar la pluralidad o de obturar la diversidad de voces, como muchos auguraban, esta intervención del estado y del sistema legal contribuyó a liberarlas: la literatura, el cine, las artes visuales, que hasta ese momento debieron hacerse cargo de los reclamos insatisfechos, del dolor y de la injusticia, quedaron en libertad de seguir su propia lógica y a adentrarse en terrenos donde los discursos institucionales no podían seguirlos.

El Diario de Mariana Eva Pérez captura esta dinámica hecha de antagonismos, alternancias e interdependencias: puede ironizar amablemente sobre Néstor Kirchner y su política de derechos humanos, “Conoció a Kirchner y le contó que había llorado con su discurso de asunción, cuando reivindicó a los desaparecidos y los puso a refundar la patria, a la altura de los próceres y los inmigrantes. Espero no arrepentirme, lo amenazó casi. […] Te prometo que no te vas a arrepentir, le prometió Kirchner. Tiene una foto que registra ese preciso instante, donde se miran con ojos de enamorados. Oh, instante sagrado en la vida de la princesa de la izquierda peronista. Clímax de fe en la política, orgasmo de credulidad”; luego puede enojarse y sentirse defraudada, “Después sí me arrepentí, mucho, me sentí usada, ¡forreada!, dejé de hacer la V”, enojo que le dura hasta el día de la muerte del ex presidente: “Pensé en los cuadros. Justo esa imagen, gastada, demagógica. Los cuadros. Hizo bajar los cuadros. Nos pidió perdón en nombre del Estado. En eso pensé. No en las leyes reparatorias redactadas con el culo y nunca revisadas, ni en el uso y abuso de las Madres, ni en el loteo clientelar de la Esma. Pensé en esos gestos simbólicos que normalmente me envenenan, porque están bien pero no alcanzan, y como no alcanzan son hipócritas. Los cuadros, el pedido de perdón. Fue pensar en esas dos cosas y empezar a llorar, todavía en la ducha. No paro. Lloro mientras miro tele, mientras tuiteo, mientras hago la comida y mientras como.” Y luego, con los otros “hijis”: “ninguno llora cuando estamos juntos y todos cuentan que lloran. Lloramos cada uno en su casa, viendo la tele, en la intimidad. No se puede ser más huérfano.”

 *Este texto, cedido por su autor y Editorial Sudamericana, es uno de los ensayos incluidos en Facundo o Martín Fierro. Los libros que inventaron la Argentina.







Arte y Memoria.
Albertina Carri, Gerardo Dell´Oro, Carlos Gamerro y Eduardo Jozami en la conferencia de cierre del VIII Seminario Internacional Políticas de la Memoria, en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti
26 de septiembre de 2015

Volveré y seré ficciones - Revista Haroldo

Notas

  • 1. Los Muselmänner son los hundidos, los ahogados del campo, los que han perdido su humanidad, “una masa anónima”, “demasiado vaciados para sufrir realmente. Uno duda en llamarlos seres vivos.” Primo Levi, "Si esto es un hombre".

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