04/10/2021
Prosas profanas #10 – Violeta Parra
Por Gala Amarilla
Ilustración Sergio Pisani / @es.aki
Prosas profanas no es un homenaje, es un ritual de invocación, un brazo extendido que clava sus uñas en el aire y atisba lo sagrado. El tiempo se pliega y las voces del pasado reverberan en nuestra imaginación como un camino, como un coro que nos permite hacerle frente al caos. Revista Haroldo publica -a 104 años de su nacimiento, el 4 de octubre de 1917- una selección de poemas de Violeta Parra, seleccionados y prologados por la docente y cooperativista Gala Amarilla.
Violeta Parra. Tres poemas autobiográficos
Como en lo mejor de Neruda, pero solo en lo mejor de él, en Violeta Parra, la más humana de nuestras poetas, hay algo inhumano, es como si su poesía la dictaran las cosas; la primavera, el invierno, el viento. Si los demás nos llamamos poetas ella sobrepasa esa palabra y habría que ponerle otra y si a ella la llamamos poeta los demás tenemos que cambiarnos nombre, ella es de otro linaje, de otra estatura.
Prólogo a Violeta Parra. Poesía. Raúl Zurita
(...) si nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor de escribir exactamente lo que pensamos; si nos evadimos un poco de la sala de estar común y vemos a los seres humanos no siempre desde el punto de vista de su relación entre ellos, sino de su relación con la realidad; si además vemos el cielo, y los árboles, o lo que sea, en sí mismos; si nos enfrentamos con el hecho, porque es un hecho, de que no tenemos ningún brazo al que aferrarnos, sino que estamos solas, y de que estamos relacionadas con el mundo de la realidad y no sólo con el mundo de los hombres y las mujeres, entonces, llegará la oportunidad y la poeta muerta que fue la hermana de Shakespeare recobrará el cuerpo del que tan a menudo se ha despojado.
Virginia Wolf, Una habitación propia
Sergio Pisani
Por esos recorridos invisibles que trazan las lecturas en el mapa personalísimo de cada subjetividad lectora, me imagino una y otra vez a Virginia escribiendo esas palabras, allá por 1928, al mismo tiempo que, en el fin del mundo, una niña desaliñada de once años corre como loca, con alguno de sus diez hermanos, por el monte, percibiendo las cosas con la lucidez y la libertad que la gringa vaticinaba recién “para dentro de otros 100 años”.
¿Recuperó su cuerpo en Chile la hermana de Shakespeare? ¿Volvió de repente y tan frágil como un segundo?
Violeta escribió, entre 1957 y 1958, sus Décimas autobiográficas, incluidas en la Poesía de Violeta Parra, editada por la Universidad de Valparaíso, en 2016, y que recupera toda la obra poética de la autora.
Esta obra comienza al unísono de su tragedia, cual homenaje o parodia a su célebre hermano imaginario (si se me permite un poco más de asociación libre). Así despega su travesía cantada, “la batalla descomunal que yo libro desde mi infancia”.
A los 4 años Violeta viajó en tren con toda su familia, a Lautaro, en busca de trabajo. En ese hacinado trayecto, se convirtió en la paciente cero de una peste que fulminó a 25 personas, que iban en el mismo vagón, y luego a muchas (miles) más, en todo Chile. Violeta sobrevivió con el rostro marcado por la viruela, como una encarnación de la culpa. Primer martirio, primera cruz. Dijo muchos años después: yo me salvé, porque los diablos malos no se mueren nunca.
Después, el colegio. Odio ferviente. Allí la apodaron Maleza, por “fea y molesta”.
A los 11, salió por primera vez al pueblo a cantar con un canastito para juntar plata. De vuelta a la casa, su mamá la retó y le sacó la guitarra. Clarisa, su madre, siempre tenía que esconderle la guitarra, para que haga la tarea.
Después siguieron los descubrimientos, el arte, la desesperación, el desamor, la soledad, la injusticia, la depresión y una sensibilidad insoportable para esta tierra.
Lo que queda de vida afuera de esta ópera llana que son las Décimas, parece, igual, el colofón perdido, el epílogo perfecto: a los 48 escribió “Gracias a la vida” y un año después, recostada en el suelo, al lado de su guitarra, se pegó un tiro en la cabeza.
En los recovecos de este periplo agotador de desgracias, Violeta emprendió un proyecto estético y de investigación de una magnitud que no siempre se dimensiona.
Valga a la épica, pasar revista:
Grabó y editó más de treinta y cinco discos. Escribió las Décimas y cientos de cartas/poemas que reunió en Poésie populaire des Andes (París, 1965). Adoptó como misión personal la recopilación de la obra folklórica chilena, sin apoyo institucional, organizando un itinerario de investigación que le llevó años (hasta el día de su muerte) y cientos de viajes, donde antologó, estudió y organizó rigurosamente ese material. Solo parte de ese enorme archivo quedó registrado en Cantos folklóricos chilenos (1979).
Nunca difundió los cantos mapuches que consiguió grabar; respetuosa de su naturaleza ritual, consideró que sólo podían ser dados a conocer por un representante de ese pueblo. Fundó el Museo de Arte Popular y Folklórico en Concepción. Inició un proyecto de arte plástico, en base a arpilleras, óleos y papel maché; y escribió una pieza para ballet llamada “El gavilán”. En 1958 compuso, en seis horas, un nuevo género inventado por ella, las Centésimas[1] y escribió seiscientos versos numerados. En 1965 inauguró la “Carpa de la Reina”, un lugar de fiesta y encuentro del folklore chileno y latinoamericano, un santuario del carnaval y la fiesta popular en todas sus formas de existencia. Bajo esa carpa celebratoria, el domingo 5 de febrero del 1967, practicó su ceremonia final.
Las Décimas son, antes que nada, una demostración implacable de que sencillez y rigor pueden convivir en una obra genial.
Allí escribió “Me aflige la maravilla” y supo transformar ese dolor original en un ejercicio continuo de comprensión y extrañamiento. Con la alegría inusitada y excepcional del moribundo, Violeta, salió a recorrer la Comarca en busca de la virtud, la generosidad y la belleza perdidas.
En ese camino las injusticias asediaron por doquier. Lejos del morboso regodeo cristiano, pero lejos también de la canción de protesta secular, la poeta no denunció: maldijo.
Así, puso en marcha, con sus versos, la taumaturgia de la palabra: el verbo sagrado e inaccesible, pero ritual y pagano, a la vez. En ese ademán, Violeta además fue violenta, porque entendió, como nadie, que un mundo como este debía ser violentado en lo más hondo.
Pero también fue capaz de la más sincera ternura. Y esto se debe a que fue una observadora prodigiosa. A pesar de (o gracias a) su tristeza infinita, fue capaz de escuchar y ver como solo pueden hacerlo les niñes.
Vuelvo a Virginia que anhelaba, sobre todas las cosas, el día en que podamos retomar el contacto con la realidad, con las personas, con las cosas en sí. Es productivo pensar en esto a casi 100 años. Si existe hoy un “efecto adverso” del feminismo es, sin dudas, el del agotamiento en lo discursivo. Volver a estas poetas significa, quizás, la oportunidad de un desplazamiento, un intento de decir, con ellas, las cosas como por primera vez. Acaso sea ese el verdadero y único poder revolucionario de la poesía.
Para esta selección elegí, de la enorme obra de las Décimas autobiográficas, tres poemas de la infancia. Aquellos donde más me estremece la inteligencia hiperestésica de Violeta.
El primero, “Los tiempos se van volando”, ocurre inmediatamente después de la llegada a Lautaro, luego del episodio del tren. En una escena espectacularmente ominosa, una niña preciosa queda convertida en un monstruo al que ni la madre puede mirar. Pero esa desgraciada criatura con la belleza arrebatada junto con su suerte (tiene el tenor exacto de un sino maldito) hace de su fealdad una línea de fuga y de la felicidad una práctica subversiva.
El segundo poema, “Fingiendo pena y criterio”, relata una escena en la que, la pequeña Violeta y sus compinches, ven pasar un velorio de ricos y deciden colarse en la procesión para robarse las flores de la tumba y después venderlas. Desde la mirada de les niñes, se construye, con imágenes muy precisas, la obscenidad de la riqueza y su vil ostentación. Al mismo tiempo, ridícula. Finalmente, la treta de los débiles tiene su lugar: la venganza de la risa, la sátira, la profanación.
El tercer poema que quiero compartir, “Como nací pat’e perro”, se abre con la imagen de Violeta rompiendo un silabario (un manual de sílabas con el que se aprende a leer y escribir) para guardar un bichito; y se cierra con un niño (su hermano Tito) ganándole a un río asesino.
En todos ellos hay una fuerza inexplicable que parece rebosar los bordes de lo dicho: el amor y la bondad incondicional, apabullante, en el primero; la electricidad en los ojos de les niñes y una tumba que brilla antes de ser profanada; la “fuerza descomunal” del pequeño Tito sacudiendo, en éxtasis, los mutillares[2].
Una cierta necesidad de la experiencia que puja entre la palabra que quiere dar cuenta de ella y lo que se resiste.
Quizás esta sea la razón por la que la poesía de Violeta se parece tanto a un origen del lenguaje. Ese lugar de encuentro de fuerzas inconscientes, ese espacio de deseo y padecimiento, que es también la escritura, en lo que se parece y en lo que difiere de la vida.
Sergio Pisani
Los tiempos se van volando
La niña que al tren subió
de cinta blanca en el pelo,
abrigo de terciopelo,
sandalitas de charol,
gentiles, con una flor
la compararon por bella
por su boquita grosella,
sus ojos tan refulgentes.
Mamá emocionadamente
le da mil gracias a ellas.
Mas, el destino traidor
le arrebató sin piedad,
por puro gusto nomás,
su bonitura y candor.
De lo que fue aquella flor
no le quedó ni su sombra;
se convirtió en una escombra,
se le asentó la carita,
y hasta su madre se agita
cuando la mira y la nombra.
Con mi abundante inocencia,
poquito a mí se me daba,
mi paire me acariciaba
con su estimable paciencia.
Mi maire, de mucha ciencia,
gracias a Dios por su niña;
cuando me pierdo en la viña
armando mis jugarretas,
yo soy la feliz Violeta:
el viento me desaliña.
Los tiempos se van volando
y van cambiando las cosas:
creció en el trigo melosa,
la siembra fue castigando,
fue la cosecha mermando,
l’esperanza queda trunca.
La gente no sabe nunca
lo que mañana l’espera:
cayéndose l’escalera
de manos se queda zunca.
De nuevo yo solicito
perdón por irme alejando;
lo que les iba explicando
se me refala solito,
el pensamiento infinito
traicióname en cada instante.
No puede ni el más flamante
pasar en indiferencia
si brilla en nuestra conciencia
amor por los semejantes.
Sergio Pisani
Fingiendo pena y criterio
Cuando me estaban peinando
en un espejo de metros,
yo vi pasar un féretro
hacia el panteón desfilando.
Al tiro me fui contando
los coches acompañantes;
medito qu’es elegante
por sus flamantes coronas,
y por aquellas personas,
de lujo tan resaltante.
Me amarro con prontitud
el moño con mucho acierto,
y en avisarle a Roberto
no me demoro un Jesús.
¡Anda a mirar ‘l ataúd!
que va cargando a algún rico,
alcalde o alto milico
por sus coronas tan finas,
hermosas y purpurinas,
¡Apúrate, cabro chico!
Espérenme en l’otra esquina,
nos ha encargado Cochepe,
y por si tiene julepe,
conviden a la Corina.
Debajo de unas encinas,
escrib’el guardian del punto,
sin sospechar el asunto
que traman los palomillas,
con la doliente familia
y con el pobre difunto.
Del coche que va a la cola,
con su feroz parachoque,
se cuelgan los alcornoques
igual que tres cacerolas.
Están tocando victrola
al frente del cementerio;
nosotros con el misterio
seguimos tras el cortejo,
perdidos entre los viajeros,
fingiendo pena y criterio.
Bajan la urna plateada,
con una calma absoluta;
las flores en esta ruta
van todas muy perfumadas.
Brilla la tumba escarbada
rodeada por los presentes,
que hablaron pomposamente;
flamearon varios pañuelos,
y unas señoras con velo,
llevaban oro en los dientes.
Sergio Pisani
Como nací pat’e perro
Como nací pat’e perro,
ni el diablo m’echaba el guante:
para la escuela inconstante,
constante para ir al cerro.
Lo paso como en destierro,
feliz con los pajaritos,
soñando con angelitos;
así me pilla fin de año,
sentada en unos escaños,
¡quisiera ser arbolito!
No hallaba fiesta mayor
que andar con Tito en las rosas
cazando mil mariposas,
sanjuanes y moscardón,
palote y grillo cantor,
luciérnagas relumbrantes,
arañas preponderantes,
baratas y matapiojos,
hasta el dañino gorgojo
para mi hermano estudiante.
Para envolver los bichitos
yo rompo mi silabario,
porque un valioso insectario
está preparando el Tito.
Les clava un alfilerito,
los forma en el calabozo;
parece qu’están rabiosos
porqu’ empezaron un baile
con las patitas al aire,
molestos y fastidiosos.
En otra ocasión partimos
hacia el estero Las Toscas.
¿Por qué habría tanta mosca?
Yo nunca lo he comprendido.
Espérame por los guindos
–me dice de un de repente–,
voy a probar la corriente
de tal famoso canal.
Al punto yo empiezo a dar
de susto, diente con diente.
Cuando lo vi por los aires
en dirección al raudal,
llorando empecé a clamar:
Ampáralo, Santa Maire.
Mas él, con mucho donaire,
navega cual soberano
por el raudal inhumano,
que se ha tragado inclemente
bañistas muy imprudentes
verano sobre verano.
Después de pasado el susto,
seguimos por el camino
sembrado de pasto fino,
de refrescantes arbustos.
Al cabo de unos minutos
diviso los mutillares
cayendo cual granizales
pintando de rojo el suelo.
Lo ha sacudido un chicuelo
de fuerzas descomunales.
Sergio Pisani
Gala Amarilla
Nació en 1991, vive en Berazategui. Es asociada de El Maizal – Cooperativa de Comunicación y profesora de literatura e italiano. Escribe poesía, crítica y publicidad.
Sergio Pisani
Docente, ilustrador y fotógrafo, es profesor superior de pintura de la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón y Ernesto de La Cárcova. Colaboró con el periódico de las Madres de Plaza de Mayo y con la revista Rolling Stone, entre otras publicaciones. Obtuvo premios de pintura y fotografía, entre ellos uno sobre la imagen del "Che" Guevara en Venezuela y un primer premio de fotografía del Banco Provincia, en homenaje a Eva Duarte.
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Notas
[1] Las Centésimas son una variante de las Décimas, forma tradicional en Chile (y en gran parte de Latinoamérica) de la poesía y el canto popular, que consiste en diez versos octosílabos con rima. Las Centésimas son “Décimas numerativas” (se va enumerando en cada verso) que, como una paradoja matemática, pueden continuar al infinito: Violeta llegó al número 300 a lo largo de 600 versos.
[2] Un dato importante para leer este poema: la mutilla (o murta o murtilla) es un arbusto grande repleto de bolitas rojas, muy común en Chile. En la estrofa final, Violeta divisa una lluvia de estos frutos, que tiñe todo de rojo, por la violencia del niño que los sacude.
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