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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

10/09/2021

Homenaje a Carlos De Lorenzo

La política del secreto

El 7 de septiembre pasado falleció Carlos De Lorenzo, militante político y sindical, peronista, orgullosamente homosexual, fundador del área de Diversidad del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. Publicamos nuevamente la entrevista que le realizara la escritora María Moreno para el suplemento Soy de Página 12 en noviembre de 2013, donde Carlos reflexiona sobre la relación entre su militancia revolucionaria y su homosexualidad.

* Esta entrevista se publicó originalmente el 1 de noviembre de 2013 en un Dossier sobre los primeros 30 años de democracia, en el suplemento Soy de Página 12.

Carlos De Lorenzo, actual coordinador del Área de Diversidad del Centro Cultural Haroldo Conti, recuerda en esta entrevista cómo vivía su homosexualidad un joven militante en los años setenta. Su testimonio no sólo ilumina intimidades de la historia reciente, sino que pone en cuestión el derecho o la necesidad de sacar del closet a compañeros y compañeras desaparecidos o asesinados para poder reconstruir la relación entre homofobia, disidencia, lucha armada y dictadura.

Para darle un perfil humorístico a la trama entre política y política sexual, el poeta Néstor Perlongher solía hablar de la izquierda “Cary Grant” y la izquierda “Chicholina”. La “cuestión homosexual”, o el viraje del rojo al rosa, no tuvo la misma respuesta en los distintos partidos de izquierda. Pero en todos ellos la homosexualidad sólo era considerada en cuanto problema de seguridad interna. El nomadismo gay, sus nocturnidades confidenciales y el gusto por el chongo (léase lúmpen) hacían que “promiscuidad” y delación se asociaran estrechamente y convertían al Molina de El beso de la mujer araña de Manuel Puig en una figura redentora, al pasar de “soplón” a militante.

La crítica de la homofobia no es un plus democrático para deslizar como nota al pie en la autocrítica que las organizaciones revolucionarias de los años setenta vienen realizando. Bastaría citar la afirmación freudiana de que la Iglesia y el Ejército son instituciones homosexuales con instintos coartados en su fin para preguntarse si la homofobia y la misoginia no han sido concebidos como estructurales de la civilización y de la idea de patria.

Esa debilidad

–Había un modelo de revolucionario según la concepción del Che, que era lo más lejano de la posibilidad de lo gay que uno se pueda imaginar. Pero ¿qué pensaba yo en esa época? Justificaba que en una elección tan profunda y de vida, como la que uno hacía cuando elegía la militancia, sobre todo en un grupo armado, alguna explicación nos teníamos que dar para aceptar que no se reconociera nuestra opción sexual. Porque si no nos quedábamos con el rechazo, con lo que no se podía hablar. Entonces de alguna forma nosotros también justificábamos esa actitud de rechazo.

O sea: de algún modo estabas de acuerdo.

–Claro. Entonces pensaba mi opción sexual como un defecto mío del que había que recuperarse.

Ustedes no veían una relación entre la condición gay y la política.

–Lo gay no se planteaba como política. Aunque el FLH ya en el ’73 empezaba a plantear acciones y reivindicaciones de los gays y de las lesbianas. Pero por fuera de mis amigos, por fuera de eso que prácticamente era la totalidad del mundo, yo no lo negaba pero no hablaba de eso de ninguna manera.

Lo veías como un derecho a defender...

–Sí, pero lo hacía con cierto temor y, en el fondo, creo que pensaba, como te dije, la homosexualidad como una condición que te debilitaba. Desde una parte culposa, y esto hizo permanente crisis, porque yo he tenido crisis muy fuertes, con depresiones muy marcadas; algunas tuvieron tratamiento psicológico y a otras las sorteé en charlas con amigos y en charlas conmigo mismo. Yo sentía una profunda vergüenza social de mi condición. Era una lucha constante.

Carlos en la conmemoración por el Día de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 2012. Un 10 de diciembre, pero de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Foto: Archivo CCMH Conti

¿Eras un militante católico?

–De la juventud católica. Y llego a estar en un grupo muy cercano a Tacuara. Todo es muy contradictorio, es así porque la vida es así. Yo iba a un colegio industrial acá en San Cristóbal, Cochabamba y Deán Funes, el Manuel Belgrano, Industrial N° 6. Quería ser técnico, dedicarme supuestamente a la ingeniería de aviación.

¿Tenías relaciones con chicos en esa época?

–A los 16 años tengo un gran noviazgo con J., un compañero de la división capitán del equipo de básquet, un pibe que para ese entonces era absolutamente liberal en sus costumbres. Entraba al colegio y me encajaba un beso delante de todos. Yo ya había tomado la presidencia del centro de estudiantes, y aunque me trataban de “puto” desde que entraba hasta que salía –porque viste que los pibes son muy crueles–, también se me respetaba por el trabajo reivindicativo. En esa época se habían politizado mucho los secundarios como consecuencia de la lucha por la enseñanza laica. Y estoy como un año en pareja con él...

¿Qué quiere decir un noviazgo?

–Nos acostábamos, en mi casa fundamentalmente. Yo tenía mi dormitorio arriba en la terraza, entonces no había ningún problema, él se metía. No sé qué fue de la vida de él, sé que se casó y tuvo varios hijos.

¿Le gustaban las mujeres, digamos?

–En aquel entonces ninguna. Él había salido antes con Juan Carlos, que era el más amigo mío.

¿Lo definirías como gay?

–Yo creo que era absolutamente gay...

Al chongo le gustan las mujeres.

–Podría decir que él era un chongo. Pero yo no le conocí, mientras estuvimos en el secundario, una sola novia. Por el contrario, conocí a Juan Carlos, que había salido con él.

¿Veladas románticas?

–No muy románticas. Chapábamos, como se decía en esa época, en cualquier lugar en que no nos vieran, en los cines, el club, el colegio, nos besuqueábamos bien besuqueados...

Cuando empezaste a militar, ¿llevabas una doble vida, digamos?

–Viví dividido muchos años. Es en el exilio, con menos presión –la Iglesia estaba superada hacía mucho, obviamente– cuando me libero un poco. Yo me voy al exilio a los 33 años, pero antes, estando en Argentina, todo fue muy ocupado por la lucha política.

Volvés del exilio en el ’83.

–Vuelvo de México a los 40 años. Y después viene toda la etapa de muerte, todo eso va a ocupar el corazón y la mente de todos nosotros y, en mi caso particular, lo otro quedó ahí. Pero ante la falta de presiones sociales en el exilio, en el extranjero, aunque estés de turista te sentís mucho más libre. Ya para ese entonces mis amigos, mi familia y la gente a la cual yo estaba ligado afectivamente sabían de mi condición gay. De eso ya no tenía la más mínima duda, me seguía acostando con tipos, pero seguía pensando “qué cagada, la puta madre, encima de elegir la vida que elegí, elegí ser puto”. En México tuve mi primer grupo de amigos gay. En México también formé dos parejas, una con un mexicano...

Es tu primera relación estable...

–Sí, durante todos los años de militancia a lo sumo me acostaba. Además, en ese ambiente político con veinticuatro horas viviendo con los compañeros, yo a veces he tratado de tener una relación con algunos que no eran homosexuales o lo escondían de tal manera que, por más sospecha que yo tuviera, no lo demostraban. Me ha pasado de citar a un compañero y que me dijera: “Bueno, vos ¿por qué me citás?”. Y yo contestarle: “Porque me enloquecés, porque me gustás, porque quiero estar con vos” y él salir corriendo.

Carlos con compañeros en el exilio, el negro Villarreal, Blanca Bernasconi, Teresa Franconetti, Ricardo Nacht, Juan Segura y Olga Guerra amiga panameña, México, 1979. Foto: Archivo Teresa Franconetti

Las iniciales

El relato de Carlos De Lorenzo abre archivos no escritos para sacar del closet a aquellos desaparecidos, asesinados y sobrevivientes que cuestionaban con sus prácticas una moral sexual mimética con la burguesa y capitalista y la heterosexualidad obligatoria sustentada en el rendimiento reproductivo.

Pero inferir que todos ellos, a la luz de leyes como el matrimonio igualitario o una autocrítica a la homofobia de las organizaciones revolucionarias de los años setenta, estarían de acuerdo en darse a conocer, o que sus amigos y compañeros podrían relevarlos mediante su testimonio sobre su diversidad es apresurar decisiones que no deberían ni ser homogéneas ni –en un contexto aún precario de reflexión, teoría e invención política, es decir, de cruce entre la izquierda Cary Grat y la izquierda Chichiolina– compulsivas: me gustaría que el uso de iniciales fuera leído no como una continuación del silencio sino como un provisorio y nuevo nombre de guerra.

–Cuando vuelvo por primera vez a México, del grupo original de amigos habían sobrevivido sólo dos R. y C. C. estaba bien, en pareja. Después no sé qué fue de la vida de él. En determinado momento C. C., que era compañero de militancia y trabajo, volvió a la Argentina, se instaló acá y empezó a trabajar en su profesión, bioquímica. Era brillante, en todo sentido brillante. No sé si se contagia acá o vino contagiado. Pero acá empieza a desarrollar la enfermedad y yo me lo encuentro un día en la zona bancaria y lo que más me llama la atención no es lo demacrado y lo delgado que está, sino que tiene la piel color aceituna y él me dice que es producto de un medicamento que le están dando. Yo le reproché: “C. C. hace dos meses que te llamo y no me contestás y vos no me llamás, ¿qué pasa?”. “Pasa que estoy muy ocupado”, me contestó. Pobre, no quería reunirse con nadie, tenía pánico de que pudiera contagiar y pánico de que lo viéramos en la forma en que estaba. A pesar de eso, con un amigo que hoy tiene un cargo importante en el gobierno lo íbamos a ver todas las semanas. Vivía en Once, muy deteriorado físicamente. C. C. era un profesional militante, un laburador en políticas de salud y fundamentalmente en la cuestión de medicamentos. Y un tipo que colaboró mucho en el gobierno en provincia de Buenos Aires, en tiempos del camporismo.

O sea, este tipo muere como militante, lo entierran como compañero, van los compañeros pero la razón de su muerte permanece secreta.

–Claro. Yo me acuerdo de estar hablando por teléfono con gente amiga, comunicándole que C. C. se estaba muriendo. “¿De qué?”, me preguntaban. Y yo a la mayoría le decía: “La verdad es que no sé”. A muy poca gente, sobre todo a gente “del ambiente”, le decíamos “se está muriendo de sida”.

Vos ahora pensás que había que decir que ese compañero tenía sida...

–Yo ahí lo que hago es –como siempre fui orgánico– ir a la Fundación Huésped, a ver a Roberto Jáuregui, que es el primero que hace pública su enfermedad y empieza la tarea de recolectar AZT entre los familiares de los muertos para poder utilizarlo en otros enfermos. Era muy gracioso, un tipo divino, y me acuerdo de que lo primero que me dice es “¿querés un café?” Digo “sí”. Trae dos tazas de café y entonces noto que hay cierta tensión en el ambiente. Después de tomarme el café le digo: “Vos me diste el café a propósito, ¿no?, para probar si yo era capaz de tomar en la misma taza que lavaste vos antes. No te hagás problema, yo no tengo ningún miedo y aparte sé que no se contagia así...”.

Es la primera vez que vos entrás en contacto no con un militante gay sino con un militante por el sida...

–Era un militante por el sida pero después termina en los primeros grupos gays, en la CHA. Y yo me puse a trabajar ahí también con mi hermano, que también es gay.

La otra militancia tuya empieza ahí, ¿en qué año es eso?

–Y eso tiene que haber sido en el ’84 más o menos. Y trabajamos mucho tiempo principalmente en campañas de concientización con actores, intelectuales, modistos y con militantes de ONG, en los boliches gays de la época...

¿Hay desaparecidos gays y lesbianas?

–Muchos. Hay un grupo de compañeros que sostiene que hubo un plan sistemático de desaparición-muerte de miembros de la comunidad gay durante la dictadura. Pero nosotros planteamos que no hubo ningún plan sistemático. Existió el secuestro de todos los asistentes gays a una fiesta en manos de la patota. Pero sólo mantuvieron secuestrado a uno que era compañero. A los demás los soltaron. El Tigre Acosta habría dicho: “No quiero que la ESMA se llene de putos”.

Pero ¿qué quiere decir?, ¿que los llevaban por militantes, no por gays?

–Claro, lo que te podía llegar a ocurrir era que una vez que vos caías por tus antecedentes, si se daban cuenta de que eras puto te jodían más, obviamente.

Carlos junto a un amigo argentino en el exilio en México. Foto: Archivo Teresa Franconetti

¿Se podría hacer un “coming out” de alguien que no lo hizo en vida? Ya que, como vimos, había razones específicas de esa invisibilidad en la militancia, pero hoy sería interesante quitar también esa capa de NN.

–Estamos en eso. Pero hay muy poco registro de los compañeros que cayeron que eran gays, porque seguramente estaban casados y con hijos, porque en definitiva lo que pasaba era que la mayoría de los compañeros que eran gays se terminaron casando: una forma de cumplir y de protegerse. A mí no pasaba semana en que alguno no me viniera con eso de “Mirá, acá hay una compañera que está sola, ¿por qué no te casás?”. Pero no hay registro porque no se indagó sobre eso, se era soltero o casado, no había otra condición, y si eras soltero y caíste cuando tenías 35 años... ¿por qué eras soltero a los 35 años?, ¿qué pasaba? Y eso no se indagó por pedido expreso de los organismos. Nunca quisieron meterse en el tema y recién ahora se están metiendo. El tema está en que no se han abierto canales que permitan la aparición de los testigos. Hace poco alguien estaba haciendo un listado de nombres de aquellos años y ponía “éste murió”,” éste también murió” o no: “se fue a vivir a la Cochinchina”. Pero ningún detalle específico. Y además la conjunción entre muertos por sida y por desaparición fue fatal. Queda muy poca gente que podría ser testigo de aquellos años. Pero de alguna forma obviamente hay que intentar meterse en esta historia, porque si no va a seguir siendo secreta.

En el caso de C, un gran amigo. El era un tipo terriblemente activo, gran seductor, y el papel protagónico no se lo sacaba nadie. Era el rey, él hacía abuso de su amaneramiento como parte de su coquetería. Muy delgadito, no sé si era lindo pero era muy atractivo, eso lo desarrollaba y lo manifestaba de una manera exagerada.

Esto le debe haber creado problemas...

–En épocas del MLN le recomendaron terapia por su forma de ser. Era muy gracioso. Un día me llama y me dice: “Te tengo que ver” y yo: “C., hoy no puedo, ¿no podés decirme qué pasa?”. “No, pero es importantísimo, te tengo que pasar un dato.” Teníamos una cita “estanca” en Primera Junta, para vernos y hablar de lo que pasaba, un poco de política y otro de cosas personales. Las citas con los compañeros de los ámbitos en los cuales uno militaba se establecían telefónicamente por determinados códigos.

¿Vos podés dar un ejemplo de esos códigos?

–Yo siempre fui “Pedro”. Y Pedro era un jefe de ventas de una empresa que vendía ladrillos de vidrio y tenía comunicación con un grupo de diez supuestos vendedores. Yo regulaba la actividad política de ellos a través de una línea telefónica que se activaba perteneciente a gente grande que vivía sola, a la que se le pagaba el teléfono, se le daba un plus de guita por el uso y ellos transmitían los mensajes. Como te contaba antes, cuando llamé a mi viejo por teléfono, la titular me dijo que no llamara más. Entonces agarré un papel y anoté: “Para Jorge llevar cinco ladrillos a la calle Azcuénaga 263”, por ejemplo. No me acuerdo cómo era pero había que descontar tantos ladrillos, y eso significaba llevar no a Azcuénaga 263 sino a la paralela a Azcuénaga con una numeración también codificada, armas. Y C. dale con “tengo que verte, tengo que verte porque te tengo que comentar algo muy importante”. Y yo me preocupaba. “¿Qué habría pasado?” Voy. Y me cuenta que esa semana anterior o el fin de semana anterior, no me acuerdo, en su coche había llevado a Firmenich a una reunión, pero que en la mitad del camino –en Castelar, no sé por dónde– el coche se para y entonces tienen que empujarlo. Dice: “Lo puse adelante a Firmenich que empujaba el coche –era un Fitito–, y yo me puse detrás de él, lo apoyé, le toqué el culo, vos no sabés, ¡a Firmenich!

C. era un militante oficial, monolítico, pero con todos los problemas que esto significaba. Cuando C. vino a mi departamento de México antes de la contraofensiva hubo tres meses de un gran desentendimiento. Yo me acuerdo de que hubo noches en que no dormíamos discutiendo a los gritos.

Claro, vos estabas en una posición crítica y le decías que no volviera...

–Yo le decía: “Por favor, no vuelvas, te van a matar”. “¡Noooo! Vos no sabés la gente cómo está saliendo a la calle, leé los diarios, ya pasó la época del repliegue de las masas, vuelve la movilidad social.” El venía para armar una infraestructura para el Mundial del ’78. Yo le decía: “Pero ¿no te das cuenta de que volvés a un país en donde hemos sido derrotados?”. Y fue tan grande la pelea que cuando él tenía que estar a las cinco o seis de la mañana en el aeropuerto para volver, yo lo llevé en mi coche y esa noche la discusión fue más fuerte que de costumbre, nos puteamos, nos insultamos, pero la pelea fue tan in crescendo que terminamos en pleno aeropuerto a los empujones. Y ahí me dijo: “Carlos, te pido un favor, andate porque esta situación no se sostiene”. Después me mandó una carta que yo conservo, muy fuerte. Es el día de hoy que la vuelvo a leer y me produce un dolor muy grande. Ahí me dice que me había encontrado en México tan adocentado, tan rodeado de gente inteligente, de esa intelectualidad que siempre fue una mierda y nunca entendió nada del país que me había desconocido: “¿Qué pasó con Carlos? Ese no era el Carlos que yo elegí”. Era horrible, porque aparte no le podía contestar, no sabía, por razones de seguridad, dónde estaba... Y después al poco tiempo me llegó la segunda carta donde me pedía disculpas. “Yo, como siempre, agrediendo, no es que no te quiera, yo te quiero muchísimo.” Y a los pocos días lo mataron.

¿Adónde lo agarraron?

–El tenía una cita con una compañera que había encontrado de casualidad por la calle. Pero era una cita cantada, la compañera había sido chupada en la ESMA. Fue en 1978, en un bar del centro. C. entra, se da cuenta de que en las mesas está la patota, sale corriendo, se mete en el subte, se toma la pastilla y después lo sacan los marinos gritando “¡Se muere, se muere, que venga el médico!”. Porque se dan cuenta de que no habían llevado el antídoto. Se les murió en los brazos, ahí sobre la calle Uruguay, donde ahora hay una baldosa. En el momento de casualidad pasa una amiga de él de La Plata, a la que logra reconocer y grita: “Soy X, avisen a mi familia que me están secuestrando”. Y ahí es donde todo el mundo se entera rápidamente. C. era una persona exultante, absolutamente exultante. Según una amiga nuestra, podría haber sobrevivido, porque era un tipo muy inteligente. Ella dice que yo también hubiera sobrevivido y yo le digo que no, que por mi condición de gay estoy seguro de que no. Porque ellos, los milicos, pensaban que no éramos confiables y que una vez libres posiblemente íbamos a denunciarlos. Los milicos estaban muy impresionados con C., lo buscaban intensamente, y me da la impresión, por lo que cuentan algunos, de que los admiraba su personalidad y su inteligencia.

Yo creo que la vida de un militante montonero gay de aquellos años era una vida de mierda... Si ibas a hacer algún tipo de acción que implicara que tenías que estar 20 horas en un departamento hasta que dieran la orden de salir, la incomodidad de un compañero de estar con un puto encerrado, la tensión que se generaba, era terrible. A mí nunca me jodieron, o no me jodieron mucho. Porque aparte de la militancia montonera y el accionar y la vida clandestina y todo lo demás, era dirigente sindical, con lo cual seguí trabajando los primeros seis meses después del golpe, y todo el mundo en el lugar de trabajo sabía que yo era montonero, pero era muy difícil que me jodieran, porque ¿cómo explicaban que un cuadro de los Monto, que encima era representante sindical, fuera puto?

Carlos con sus amigos y compañeros Ricardo Nacht y Enzo Santini, Buenos Aires, 1983. Foto: Archivo Teresa Franconetti

¿Te acordás de sanciones?

–Yo conozco el caso vía terceros de un compañero de la columna sur de Montoneros que un día en una reunión dijo que él necesitaba colectivizar algo: que era homosexual, y lo degradaron en forma inmediata, lo mandaron al más amplio pueblo, como militante de base, y este chico terminó suicidándose. Fue terrible, sobre todo cuando empezó la represión seria y te mataban todos los días, vos no sabías si llegabas al fin de la tarde, salías a la calle y a lo mejor no volvías más a tu casa y con una vida de ese tipo, no poder compartir algo tan importante como la afectividad era duro para todos, pero que había un plus de sufrimiento en nosotros, en los gays, de eso a mí no me cabe la menor duda. Y yo creo que ahí hay una gran responsabilidad de las organizaciones, porque en general la explicación que se da es que había una concepción que venía de la Unión Soviética y pasaba por Cuba: algún día tendrán que dar explicaciones y hacerse cargo de los años de exclusión, estigmatización y dolor de tantos compañeros.

Esta entrevista forma parte de un libro que prepara la editorial Ejercitar la Memoria Editores para abordar la relación entre vanguardias y diversidad sexual.

María Moreno

Escritora y Directora del Museo del Libro y de la Lengua

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