06/07/2021
Recordando a Horacio González
Un detalle
Por María Pía López
La autora evoca uno de los últimos libros de Horacio González, La Argentina manuscrita. La cautiva en la formación de la conciencia nacional, retomando un diálogo sobre los feminismos y su potencial emancipador, que parte del caracter problemático de todo conocimiento y propone una lectura minuciosa sobre mitos y conceptos "para que nuestras palabras no florezcan en renovados cautiverios".
Me excuso de un retrato general, que ya escribí hace algunos años, y también que ha sido escrito, a modo de caleidoscopio por cantidad de personas en estos días. Así, al vuelo, diré que textos como los de Eduardo Rinesi -en Página 12-, Javier Trímboli -en la web del Centro Cultural Kirchner-, Diego Sztulwark -en El cohete a la luna-, Leo Eiff -en Noticias UNGS-, Mariana Gainza y Ezequiel Ipar -en Anfibia- han dicho mucho de lo que podría querer escribir en estos días. Otrxs amigxs y colegas -menciono apenas un puñado: los compañeros de El ojo mocho, Diego Tatián, Cecilia Abdo, Sebastián Russo, Mara Glozman, Conrado Yasenza, Alejandro Kaufman- fueron escribiendo en distintas publicaciones. En reuniones virtuales y presenciales se trazaron líneas y en las redes sociales se tramaron una serie de historias y anécdotas, interpretaciones y lecturas, que funcionan como un memorial colectivo pero también como el intento de dar cuenta de la singular obra de Horacio González y de su modo de habitar la vida intelectual y política.
La memoria siempre es un caleidoscopio, hecha de los trozos de vidrio rotos y desperdigados que cada quien porta. En estos días, fui conmovida por imágenes desconocidas sobre un amigo cercano, y esas imágenes eran huellas que se habían escrito en otras vidas. Dejar huella, cuántas veces usamos esa expresión, pero sabemos que las huellas son marcas indelebles, afectaciones sensibles, modo en que vive el otro o la otra, en nosotres.
Escribo en el bosque de esas escrituras. También en la intemperie del duelo. Porque todos nuestros escritos, en estos días, están transidos de ese estupor hacia lo que consideramos inverosímil: que en nuestro horizonte no haya nuevas palabras de quien le puso palabras con insistencia y lucidez a la imaginación política. Cuando escribí Yo ya no. Horacio González, el don de la amistad-, lo hice para conjurar el miedo a su muerte y acompasar el duelo por la muerte de mi mamá. Me detengo ahora a escribir para recuperar el aire.
Horacio González
En varios mensajes que circulan entre amigxs, se lo nombra H. Antes jugábamos mucho con las iniciales, para hablar en una suerte de terceras personas: esto lo dice HG o MPL. Ahora es otra cosa, una suerte de pudor ante el nombre. Como si no pudiéramos con el nombre entero, la letra se vuelve dique de contención al llanto. Muda, la H, reclama el llanto mudo. Como escribía H: “Conozco muchas personas que encuentran su profunda lucidez llorando ‘pá dentro’. En este momento de perspicacia íntima, ahí sí, hay política. La hay porque surge del comienzo de las cosas, que no son los lloros -tan justificados ellos-, sino el momento en que muerdo los labios, junto a tantos y tantos otros, para en ese pequeño dolor que me inflijo a mí mismo, comience la madura acción resistente.” Frase que condensa una clave para los días que transitamos, en su pliegue de duelo, pandemia, desdicha social y dificultad política.
Quiero detenerme en un detalle, en otra frase, de uno de sus últimos libros: La Argentina manuscrita. La cautiva en la formación de la conciencia nacional. El libro es de 2018 y se postula como una reflexión al interior del horizonte abierto por los feminismos masivos: recorrer la serie de la cautiva, desde los textos coloniales hasta la actualidad, como si fueran los nudos rugosos de un antiguo árbol antes que la linealidad de un trazo. Dirá, al comienzo, que no es un investigador -un hombre de instituciones que prescriben cómo investigar o que financian los tiempos para hacerlo-, sino un hijo de la universidad pública, sometido a la urgencia de escribir.
¿Por qué sería urgente escribir? ¿Qué reclama, en 2018, una lectura que se inicia a propósito de un manuscrito de Ruy Díaz de Guzmán, escrito alrededor de 1612, con el título La Argentina, y editado recién en el siglo XIX? ¿Cómo se compone la idea de urgencia con la revisión de tan antiguos anaqueles? Tratar el presente exige pensar cómo se condensan y acumulan sedimentos anteriores, pero también a la inversa: traer hacia nosotrxs palabras antiguas ayuda a comprender lo que restalla en la luminosidad de lo contemporáneo y lo que en ella queda velado, la amenaza, el obstáculo, el traspié. No hay documento que se nos presente prístino pero menos aún hay un enunciado actual que no cargue entre sus mochilas la interpretación aviesa o el posible uso reaccionario de sus fuerzas redentoras. Sabemos que esa fue la preocupación de un Walter Benjamin: evitar que la lengua propia pudiera ser retomada y atravesada por el fascismo.
Ir hacia los textos del pasado no es, entonces, el ejercicio de un genealogista que busca la serie convincente de las denuncias del cautiverio y menos aún la de aquel que la pone en escena para entonar el estribillo de cinco siglos igual. Si este libro se postula como una conversación dentro del horizonte de los feminismos, es porque postula, con los cuidados del caso, advertencias y discusiones. Sitúa sus destellos querellantes en el seno de una profunda amistad con lo que percibe promisorio y fundante en lo contemporáneo -los feminismos- pero a la vez con la mesurada alerta de que cuando arrojamos nuestras palabras a esas luchas emancipatorias, no siempre logramos preservarlas de su devenir opaco.
La vuelta del malón de Angel Della Valle, 1852
No hay historia sin mito para H, ni entusiasmos políticos sin abrevar en las leyendas. Pero eso no significa que debamos aceptarlos en su plenitud, declarándonos en estado de servidumbre a su persistencia. ¿Cómo tratar el mito sin desdén iluminista ni respeto creyente?, esa es la pregunta que retorna una y otra vez. Pero lo hace no solo para considerar la cuestión del mito, sino la del concepto, del concepto que se presupone no menos cerrado y contundente que la leyenda que vendría a conjurar. Cuando rápidamente ponemos la etiqueta de colonial para tratar una escritura mitológica como las que trae un Díaz de Guzmán, la operación de clausura puede devenir especular y equivalente. Se trata de traer esas escrituras para ver qué se trama a su alrededor, la materialidad en la que transcurre, entre otras cosas, la legitimación del orden colonial y de la guerra de fronteras de los estados nacionales. ¿No estuvo la remisión a las figuras de Lucía Miranda, y tras ella, la de la larga serie de cautivas blancas, en el origen de las justificaciones del ataque contra las poblaciones originarias? Del mismo modo, en que la libertad de las mujeres en las sociedades teocráticas no dejó de convertirse en argumento del ataque imperial contra esas sociedades. La crítica al feminismo liberal es una crítica hacia esa disposición de argumentos igualitarios para sostener empresas bélicas de los más poderosos.
¿Cómo volver a traer el relato, la denuncia, a sabiendas que son la materia delicada de esas inversiones, en las que las palabras de la emancipación pueden volverse justificación de otras opresiones? HG escribe: “toda leyenda, todo mito -cualesquiera sean las acepciones diferenciadoras que les demos-, son intentos de imponer una idea de supremacía que, primero, se presenta como un necesario intento categorial o pre-categorial, para poder pensar. Y, luego, se descubre que el pensamiento se yergue sobre el obituario de la propia igualdad que le dio origen, al sentirse consustancial con una declaración de privilegios culturales, raciales o de clase.” Esta frase es inquietante -y es el detalle que nos reclama atención-, porque nos señala el doblez posible de todo pensamiento, el de acoger, sin saberlo muchas veces, el responso por aquello que le dio origen.
La Malinche en las negociaciones de los tlaxcaltecas con la empresa de conquista. Mural realizado por Desiderio Hernández Xochitiotzin, Palacio de Gobierno, Tlaxcala.
El mito de la cautiva, con sus fundamentales condenas al arrebato y violencia sobre los cuerpos, vendría a afirmar la supremacía que es la de unas razas sobre otras. El revés de la leyenda de Lucía Miranda es la de la Malinche y si la primera deviene mártir -por su resistencia a la entrega amorosa al nuevo patriarca-, la segunda sería calificada como traidora, por hacer ese pasaje hacia el mundo del vencedor. Gloria Anzaldúa, cuando revisa el mito de la Malinche, dirá: ¿quién traiciona a quién, si ella, Malitzin, fue entregada por su comunidad en prenda de acuerdo? Anzaldúa tensa sobre la historia sedimentada de interpretaciones, donde el eje ordenador era el poder colonial versus las comunidades vencidas, para situar otro eje de sustracciones y violencias, en el que una mujer indígena era convertida en botín dadivoso por su propio pueblo. Apropiación de los territorios y apropiación de los cuerpos, pero con el nudo patriarcal dando sentido a toda la acción: lo que no aparece en duda, en uno y otro relato, es que ellas son cosas que se pasan de un lado a otro de la frontera étnica, aunque en las leyendas mismas, las cautivas hablan, traducen, despliegan tretas, resisten. Existen y resisten, aun en cautiverio.
Anota Díaz de Guzmán el relato del rapto de Lucía Miranda, a partir de los argumentos que habría vertido el cacique timbú para ir a la guerra contra los españoles, y de ese modo, arrebatar a la mujer de la que se había enamorado: “persuadió al otro cacique, su hermano, que no les convenía dar la obediencia al español tan de repente porque con estar en sus tierras eran tan señores y resolutos en sus cosas que en pocos días les supeditarían todo como las muestras lo decían, y si con tiempo no se prevenía este inconveniente, después, cuando quisiesen, no lo podrían hacer, con que quedarían sujetos a perpetua servidumbre. Para cuyo efecto su parecer era que el español fuese destruido y muerto y asolado el fuerte, no perdonando la ocasión cuando el tiempo lo ofreciese.” El fuerte es el de Sancti Spiritu y el que así habría hablado es el cacique Mangoré. Los argumentos que recoge la leyenda son estrictamente políticos: se trata de dar la batalla por las tierras y el modo de ocuparlas libremente antes de que se asiente el poder colonial que los reduciría a la servidumbre. El que habla advierte que la amistad es una táctica para ganar tiempo de quienes aún no pueden vencerlos, pero que prevé para su pueblo un destino de opresión. En la leyenda misma está el relato del cautiverio de Lucía -originado por un deseo que es visto como brutal locura- y el de las razones políticas de la rebelión. El cronista de La Argentina elige uno como verdadero y el otro como pura cobertura: Mangoré no iría a la guerra por esos motivos que hacen a la libertad o la opresión de su pueblo, sino avasallado por el deseo, y los argumentos políticos no serían más que enmascaramiento.
El bárbaro no podría tener racionalidad aunque la ponga de manifiesto en su discurso, por lo tanto lo dicho debe considerarse falsedad o impostura. Ese movimiento que hace Díaz de Guzmán será persistente en toda la historia nacional: cuando lxs bárbaros hablan no saben lo que están diciendo o lo que dicen es falsía respecto de sus intereses reales, siempre surgidos del manantial de oscuras pasiones.
En la leyenda anida también su inversión, porque podríamos tomar todos los relatos de cautivas blancas para mostrar que fueron puestos en primer plano para dar un barniz humanista y redentor a una lucha por la apropiación de tierras y la reducción o aniquilamiento de los pueblos originarios. O temblar ante los modos en que en el feminismo contemporáneo se entraman las justas demandas contra la violencia con justificaciones -a veces complicidades silenciosas- con lógicas de punición que no desdeñan la tolerancia de la cárcel o de las invasiones punitivas. Dentro de los feminismos, esas discusiones se dan reclamando el recorrido por los pliegues en los que se anudan las distintas desigualdades, para que las “cautivas blancas” no sean el relato que legitima la “muerte del negro o del indio”.
Las grandes teorías críticas a la colonialidad, como las de Aníbal Quijano, mostraron que la raza es una invención de la propia experiencia colonial en América Latina. Y que su concepto se convierte en rejilla de construcción de la desigualdad y se entrama con todas las clasificaciones y jerarquías. ¿Cómo damos cuenta de ese entretejido, si nuestra memoria está poblada de otras concepciones no menos mitológicas, que hablan de contradicciones primarias y secundarias, que postulan que unas luchas deben organizar y subordinar a las demás?
Este libro de H es, como otros, ejercicio de un método que se esfuerza en no dejar que se olvide el carácter problemático de todo conocimiento, que debe declararse prescindente de la etiqueta rápida y nos exige un esfuerzo que es detención, minucia, detalle. Un método que sostiene que no nos bastaría con decir que la leyenda de Lucía Miranda es un mito colonial, pero tampoco que a la hora de pensar las redenciones de los pueblos oprimidos por la empresa colonial debemos dejar en segundo plano los modos en que las mujeres fueron convertidas en objetos que se pasaban de un lado a otro de la frontera o en cuerpos sometidos al puro dominio. Pensar la cautiva es abrir la moneda del mito para que nos permita pensar todo el dominio patriarcal, incluso en sus instituciones y ritualidad consensuales, como el matrimonio colonial. Traer a la memoria la extrema coerción no para encubrir otros modos de sujeción, si no para permitirnos pensarlos.
Un detalle. En eso quería detenerme. Un detalle en una conversación vasta con H. En este caso, surgido de un momento en el que los feminismos son el nombre potente de la emancipación y en su interior se forjan conceptos, imágenes, enunciados, metáforas, leyendas, que sin saberlo pueden arrastrar el limo de su propia obturación, la ceguera sobre los riesgos que podrían traer sobre otras formas de la igualdad. Si no alcanza con decir que ese mito es colonial, es porque decirlo parece liberarnos del problema al declararnos anticoloniales. Pero todo pensamiento que se recuesta en la comodidad de su nominación, queda a merced de esos desplazamientos. Solo podemos estar advertidas, minuciosas, atentas, tanto a las trapisondas del mito como a la contundencia del concepto, para que nuestras palabras no florezcan en renovados cautiverios.
H, nunca mudo: sometido a la urgencia de escribir, de escribirnos, esos libros como cartas insomnes que buscan su destino.
María Pía López
Socióloga, ensayista, investigadora y docente
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