20/05/2021
A 150 años de la Comuna de París
La aureola persistente de la Comuna de 1871
Por Horacio González
En su 150 aniversario, Horacio González recuerda los conmovedores hechos históricos, recorriendo las voces de algunos de sus observadores y protagonistas para reflexionar sobre su derrota y su legado.
¿Estaba destinada al fracaso la Comuna de París? Esta pregunta es a la vez innecesaria y pertinente. Lo primero para los propios insurrectos. La Comuna comienza en marzo de 1871 en medio de un entusiasmo republicano, cívico, federativo, con salvas redentoristas y horizontes promisorios de “república social”. Lo segundo para los observadores que estaban en las otras capitales de Europa, con simpatía hacia los insurrectos, pero con interpretaciones más maduras, y por eso mismo obligadamente escépticas. Entre ellos se cuentan Marx y Engels. Este último pensaba que la Comuna solo podría lograr un armisticio honorable con las tropas de ocupación, el ejército prusiano, que rápidamente estaba rearmando otro ejército con los prisioneros franceses que formarían la nueva “tropa nacional” que entrará a París de un modo enérgico, por no decir decididamente sangriento. En cuanto a Marx, escribe al comité de la Internacional el vehemente e imaginativo Informe sobre la Comuna, plagado de ocurrentes comparaciones, “el Sila francés”, “el Shylock alemán”, pero entre sus fecundas alegorías deja escapar sus dudas de que tanta heroicidad, tanta utopía efectiva y tanta imaginación creadora, fueran suficientes para poner fin a una época, esa época que se iniciaba con la victoria de Bismarck sobre Bonaparte III, y, por lo tanto, marcando la preeminencia alemana sobre Europa.
Por eso hay tantas entrelíneas en este formidable escrito de Marx, que sustancialmente es un formidable homenaje a los caídos y al gran evento comunal, al que considera válido “solo por haber sucedido”. El valor que tuvo es el de haber ocurrido. Este juicio pondera a la Comuna, pero no señala en ella las vicisitudes potenciales de un triunfo. Marx hace observaciones que hoy son habituales. Por su fervor electoral: la Comuna elige por voto de los soldados no solo los oficiales de la Guardia Nacional, sino que hace elecciones para renovar el cuerpo de delegados al Comité Central comunal. Esta opción hace que se dejen de tomar medidas militares que en los primeros días parecían obvias, marchar sobre Versalles. Esta ciudad, a pocas decenas de kilómetros de París, aún no comenzaba a armar su ejército. Los nuevos soldados llegaban desde los campos de las batallas perdidas por Napoleón III, que el propio Bismarck enviaba para formar el nuevo ejército que marcharía a reprimir a París, en nombre de Versalles -el gobierno de Thiers-, pero también de Berlín. Marx no acentúa esta crítica muy generalizada, ni la actitud pasiva ante el Banco de Francia, que funciona normalmente, incluso dando créditos que permiten rearmar el ejército francés, pues sus dudas iniciales sobre el levantamiento de París son apartadas totalmente de este escrito, bajo la impresión que le produce lo que luego se llamó la “semana sangrienta”. Es un texto que está a la altura del 18 Brumario, incluso con sus mismas hipótesis, pero más matizadas. Las hipótesis de Marx tienen un fondo de escepticismo sobre la Comuna así como todas las páginas de su escrito -el informe a la Internacional-, son enteramente conmovedoras.
Barricada de la Plaza Blanche, defendida por mujeres, durante la llamada "Semana Sangrienta,1871
¿Cuáles eran esas hipótesis? El temor de que Francia, “el socialismo francés”, donde genéricamente se incluía a socialistas, jacobinos, blanquistas, socialistas republicanos, fuera llevada nuevamente a un teatro de simulacros, donde la historia diera vueltas sobre sí misma. “Repitiendo el pasado enmascarando con viejas vestiduras el surgimiento de lo nuevo”. Así como un Napoleón prefabricado, actuando con cosméticos y mímicas que remedaban como comedia lo que correspondía a los hechos trágicos del primer Napoleón. La Comuna de 1871 corría el riesgo de repetir la comuna de 1793, robespierreana, tumultuosa, a la vez constitucionalista y ultra jacobina. Incluso en 1871, en la inminencia de la guerra entre la Francia como nación organizada y Prusia que de la mano de Bismarck desea una victoria sobre París que lo sobrepusiera sobre los demás estados germanos a fin de unificar Alemania, Marx le reclama a Liebchnekt, que en el parlamento alemán, como diputado socialista, le vote los créditos de guerra al “canciller de hierro”. Porque la unidad alemana con una victoria sobre Francia permitiría una mayor unidad de la clase obrera alemana, y ella sí, más que la clase obrera francesa, podría encabezar una nueva etapa revoluciona de la historia.
Estas concepciones que dejaban a la historia presa de la ley unilateral del “crecimiento de las fuerzas productivas”, son abandonadas por Marx en su juicio último sobre la Comuna, enfatizando la originalidad de su experiencia, comentando con una sarcasmo sin igual el comportamiento de todos los personajes, sobre todo la burguesía parisina que huía a Versalles, y además teorizando sobre la idea de “comuna”. Esta no significaba deshacer la nación francesa sino “federarla” con disposiciones de dilución de la burocracia estatal-militar, con autogobiernos comunales considerados “el gobierno de los productores directos”, y desde un punto ambiciosamente más teórico, “la forma final conseguida” superadora de la centralización del Estado. Incluso Marx se propone como el defensor de una de las medidas que originó más discusiones de la Comuna, el incendio de edificios célebres y odiados, en una París que guarda monumentos históricos de distinto tipo, de gran valor, y provenientes de todas sus épocas políticas y culturales. La Comuna incendia su propio asentamiento, el Hotel de Villa, la municipalidad de la Ciudad, el Palacio de Justicia y las Tullerías, el gran emblema monárquico.
Otras inocencias atribuidas a la Comuna, provenientes de las eufóricas leyendas de este episodio que dura 72 días y conmueve a toda Europa, son causadas por la conmoción que invade la ciudad, por eso no puede evitarse el gran mito conservador de asociar la Comuna con el Fuego Demoníaco. Basta consultar los escritos de Flaubert, Dumas padre y Dumas hijo, de los Goncourt, del propio Emile Zola y de una legión importante de escritores de la época, para ver allí la distinta expresión de esa pulsión mítica para condenar a los “vándalos”. Marx sale en su defensa. El fuego es un instrumento normal en cualquier guerra, y pertenece a una tradición que existe en todos los ejércitos. Ante la enorme cantidad de fusilados y las crueldades aplicadas por el ejército vencedor de Thiers (que también había previsto en un primer momento usar petróleo como arma bélica antes que se declarase la Comuna) ese fuego era apenas uno de los tantos recursos defensivos que empleaba tanto el proletariado parisino como cualquier grupo social envuelto en una guerra. Por lo tanto, concluye ahora Marx, esos vencidos de París, son mártires “que tienen su santuario en el corazón de la clase obra universal”.
El levantamiento de Honoré Daumier, c. 1860 Desde 1830 entró en la revista humorística: «Le Caricature», gracias a lo que consiguió fama por sus grabados de crítica social y sátira. Daumier tomó parte en las revoluciones de 1830, 1848 y durante la Comuna fue uno de los componentes en la comisión para la vigilancia del patrimonio artístico.
¿Podía triunfar la Comuna? Lenin, cuando escribe sobre ella, la ve como inspiración de una futura teoría de la extinción progresiva del Estado, pero escribe que no podía triunfar. “Abandonada por sus aliados de ayer, la Comuna tenía que ser derrotada inevitablemente”. ¿Y qué dice Trotsky? En La Revolución traicionada hay un extraordinario párrafo. “Mientras se espera que el proletariado europeo recorra su camino a la revolución, el proletariado de la Unión Soviética tiene que aminorar sistemáticamente la diferencia entre el rendimiento del trabajo entre nuestro país y el de los otros. Pero si consideramos que el capitalismo pueda disfrutar de un nuevo período de prosperidad que dure algunas decenas de años, hablar de socialismo en nuestro país arrasado será una triste necedad”. Y concluye sorprendentemente: “…en este caso la República de los Soviets será la segunda experiencia de dictadura del proletariado más larga y más fecunda que la Comuna de París pero al fin y al cabo una simple experiencia…”. Cumplida esta profecía de Trotsky, en la que él mismo no creía, pues se trataba de debatir todo lo enérgicamente que se pudiera con el plan económico de Stalin, el comprimido drama de la Comuna de 1871 hoy puede interesar más desde el punto de vista de la tragedia de las izquierdas revolucionarias, que el acontecimiento, desde ya mucho mayor, de la caída de la URSS, pero cuyo modo de defección fue un largo desgaste interno y el desplome de una densa burocracia. Mientras que el relámpago comunal no tuvo tiempo ni de forjarse ni de pensar grandes conceptos bibliográficos. Sus textos fueron la conspiración blanquista, la memoria jacobina, el federalismo proudhoniano, la indignación cívica nacional y el utopismo social republicano. Todo en grado de utopía y con trescientos mil hombres armados, casi todos combatientes improvisados reclutados entre los artesanos de París.
Sin haber triunfado, porque era “imposible”, lo que se recuerda de ese imposible debe quedar aparte de las hipótesis sobre la “melancolía de izquierda”, pues estas parten de un forzado “margen” de que la centella redentora siempre pasa de largo y los “enemigos no paran de vencer”. Sin embargo, la Comuna se presenta nuevamente como la relación de la política con la redención, la profanación y el fuego. Sucede entre estatuas y en una ciudad militarizada signada por monumentos célebres. La historia de los simbolismos y contra simbolismos de la Comuna es conocida. Esa es su batalla, en el interior de símbolos monumentalizados. Maxime Vuillaume, el director de unos de los periódicos más sarcásticos y agitativos, Le Pere Duchene, combatiente de la Comuna y luego, escapando de casa en casa mientras escucha los disparos de los constantes fusilamientos, se convertirá en un importante ingeniero en Bélgica, era su segunda profesión, además de revolucionario.
En Mes cahiers rouges Vuillaume narra quizás lo que es el mayor recuento de hechos de la cotidianeidad de la Comuna, con una extraordinaria coloquialidad. He aquí uno de esos remotos y conmovedores episodios. Jacques Durand es uno de los comuneros que asiste como delegado de su distrito, regularmente al Hotel de Ville. Al terminar los últimos combates, vuelve a su casa. No era un Flourens, un Delescluze. Era un miembro gris de la comuna, un vecino, nunca había hablado en las Asambleas. Pero será uno de los fusilados contra el paredón de la iglesia Notre Dame des Victoires, una pequeña capilla de la Ile de France, de los padres agustinos, fundada en el siglo XVII. En 1912 Maxime Vuillaume retorna al lugar donde fusilaron a Durand. Percibe que contra un portón de hierro al fondo de un callejón sin salida, paralelo a la Capilla, aún están bajo el óxido del tiempo, las huellas de los disparos que dieron muerte al intrascendente miembro comunal. La melancolía de izquierda aquí se parece más a una nostalgia que siempre aparece cuando lo que se recupera es un vestigio de la muerte; no la muerte misma, sino la capacidad de revisarlo todo a la luz de un raspón olvidado. Y eso ocurre siempre.
El taller del pintor, alegoría real, determinante de una fase de siete años de mi vida artística (y moral) de Gustave Courbet. 1855. Courbert se destacó en la lucha contra el bonapartismo y fue diputado comunero. La asamblea de artistas eligió a Courbet como presidente de la comisión artística de la Comuna, que estaba a cargo de la conservación de los museos nacionales y de las obras de arte. Se dedicó a crear un nuevo estilo, mucho más realista y cercano a la vida social y política. Fuente: anticapitalistas.org
Horacio González
Profesor de la Universidad de Buenos Aires, actualmente dicta seminarios en la facultades de Filosofía y Letras y de Ciencias Sociales, miembro de la Fundación Darcy Ribeiro, Brasil y Ex director de la Biblioteca Nacional.
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