15/09/2015
Tengo 42 años, soy hijo de un asesinado por el régimen de Pinochet en Chile, esto sucedió justo el año en que nací, tenía seis meses y si bien no recuerdo se podría decir que aunque no viví ese traumático momento; sí viví todos los sucesos que eso generó, consecuencias políticas y sociales, pero sobre todo personales, creo que todo lo que siento se podría reducir a una sola palabra: odio.
El hecho de no haber vivido conscientemente lo anterior, me ayudó a comprender muchas cosas, no vivo con resentimiento personal contra quienes perpetraron el asesinato de mi padre, no espero daños ni castigos particulares o vengativos, pero sí creo que es necesario que se los juzgue.
Eso está sucediendo, aunque aún no he visto un documental acerca del juicio e investigación realizados que transmitieron el día anterior a escribir estas palabras, comprendo la ignorancia de quiénes dicen no saber lo que sucedía, acepto el egoísmo de los que justificaron -y aún justifican- los crímenes y abusos perpetrados por mera conveniencia económica.
Durante mi niñez fui de a poco mutando hacia la verdad, me críe con mis abuelos (irónicamente fervientes seguidores de Pinochet), antes de mis nueve años pensaba ser carabinero, integraba la brigada escolar, prototipo de carabineros disfrazados de mini policías, cuya tarea consistía en controlar y acusar a los compañeros ante cualquier desobediencia.
Pero dónde radica entonces ese odio que anticipé, pues odio a la peor víctima de todo esto: odio a mi madre, odio su suerte, su incapacidad de ser feliz. Odio que aún no pueda superarlo, odio su ausencia, su soledad, odio que los hechos le hayan impedido ser una madre protectora y cariñosa, que el tiempo no cure este tipo de heridas y que ese dolor sea contagioso, que el haberme criado lejos de ella nos haya separado tanto.
Hasta que vine a la Argentina no comprendía del todo lo que había sucedido con mi padre, fue en ese momento, cuando ante la necesidad de una autorización paterna, enfrenté la realidad: ¿Motivo del deceso?: desconocido. ¿Fecha del deceso?: no se pudo precisar. ¿Cómo? ¿Pero qué pasó realmente?...
Claro, los certificados no dicen fusilado al borde de una fosa, en el medio del campo y enterrado durante cuatro años junto a dieciocho personas más. Luego, ante la posibilidad de que fueran descubiertos, sus cuerpos fueron ilegalmente exhumados y trasladados a una fosa común en el cementerio de un pueblo lejano. Finalmente, pudieron ser reconocidos e identificados por restos de ropa y piezas dentales.
Macabros detalles al margen, resumidos así son por demás inquietantes. Pero dónde radica entonces ese odio que anticipé, pues odio a la peor víctima de todo esto: odio a mi madre, odio su suerte, su incapacidad de ser feliz. Odio que aún no pueda superarlo, odio su ausencia, su soledad, odio que los hechos le hayan impedido ser una madre protectora y cariñosa, que el tiempo no cure este tipo de heridas y que ese dolor sea contagioso, que el haberme criado lejos de ella nos haya separado tanto.
Que ella vea en mí a un padre que no conocí me mata, cómo puede ver en mí a ese ser que me quitaron, qué tipo de egoísmo es ese, si al menos me hubiese llevado de la mano para decir que sí, que es cierto lo que pasó; si ahora que soy padre pudiera tener alguna referencia para ser un buen padre, si cuando mi hija me toma de la mano pudiera recordar algún momento similar. Odio que el dolor de mi madre sea peor que el mío -eso es casi insuperable- y, finalmente, odio que me digan que tengo la misma extraña ironía de mi progenitor y que el llanto me siga inundando el corazón cada vez que enfrento mi historia.
*Hijo de Dagoberto Enrique Garfias Gatica, asesinado en el Sur de Chile el 18 de septiembre de 1973.
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