30/12/2020
Las ocasiones #10 - Olga Orozco
Por Olga Orozco
Fotos Jimena Nacht @jimena.nacht
En el año del centenario de su nacimiento, Haroldo publica una selección de poemas de Olga Orozco, elegidos y prologados por el docente y escritor Jorge Monteleone.
OLGA OROZCO: A LO MEJOR SOY OTRA
Olga Orozco había escrito un texto breve, incluido en Páginas de Olga Orozco seleccionadas por la autora, llamado, significativamente, “Yo somos tú”. Tenía un subtítulo que también supone un sarcasmo: “Monólogo”. Esa voz no dice, como Rimbaud, “yo es otro”. sino “yo somos tú”; afirma que elige vivir su vida en otras vidas, en todos los tiempos, en todas las personas. Decirlo, por ejemplo, con una voz babélica, con otra voz que clama en el desierto, con la voz desgarrada de Edith Piaf, con la voz de una negra que canta de la cabeza hasta los pies, o en la sangre de Rosa Luxemburg salpicando el diario de Ana Frank y en la bala que penetra en la sien de María Vetsera, entre otras mujeres de la historia. La voz dice “yo somos tú, él son vosotros, ellos sois nosotros”. Esa pluralidad era la imagen de un sujeto poético que desde el comienzo eludió las certezas de una identidad unívoca, central y jerárquica y fluyó hasta fraternizar, en los últimos poemas de su vida, con la literal sororidad de sus hermanas –las familiares y las otras, las que están dispersas en el mundo: “Hermanas de ráfaga y temblor, hermanas mías, / las escucho cantar desde las espesuras de mi noche desierta. / Sé que vuelven ahora para contradecir mi soledad, / para cumplir el pacto que firmó nuestra sangre hasta después del mundo, / hasta que completemos de nuevo la canción”.
En el inicio de su obra la poeta ejerce una voz ritual, canto o verbo sagrado, que define la marca de una presencia divina en la voz que la evoca y así desplaza su propia condición mortal: “El poeta cree adquirir poderes casi mágicos –escribió–. Es la repetición del acto creador por el poder del verbo”. Hay aquí una díada –sujeto y Dios– pero, además, ese yo que se afirma en su nombre también es un mito, o una proyección ficcional. El célebre poema “Olga Orozco” que comienza “Yo, Olga Orozco, desde mi corazón digo a todos que muero” está lejos de toda referencia, de toda experiencia inmediata: la que habla es igual a todos los personajes de ficción que dicen “Yo” en el libro Las muertes: la sedicente “Olga Orozco” no es menos conjetural que el Bartleby, de Melville o que Miss Havisham, de Dickens. A veces esa sujeto no se detiene en su ser, sino se vuelve otra en un espejo autoengendrado de apócrifos: “Matrika Doleésa”, “Griska Soledama” y “Darvantara Sarolam”: “¿Y este nombre secreto con que se nombran todos y se nombran? / Ya soy ajena a mí”, dice el poema. Una “Olga” que se fragmenta en el cuerpo de mujer, como en los poemas de Museo salvaje: cada texto es un órgano y el organismo (textual) es el lugar material donde el tiempo de la mortalidad transcurre y vuelve al yo su rehén y, a la vez, su falta: “Soy mi propio rehén / el pausado veneno del verdugo, / el pacto con la muerte. // ¿Y quién ha dicho acaso que este fuera un lugar para mí?”. Hay una Olga anterior o fallida; hay una Olga ulterior, como en el poema “Recoge tus pedazos”, donde se lee: “A Olga, la que no fui” pero también “A Olga, la que ya soy”. Hay una Olga que en su repliegue da lugar en el poema a una trama imaginaria donde todo es posible: “todo, menos yo”. O bien es aquella que encuentra su doble mágico en la gata Berenice. Ese yo es una imagen atravesada por todas las analogías: "¿No busco así también la imagen escondida de la que intento ser la semejanza?", escribe. En su último libro publicado en vida, Con esta boca, en este mundo, Orozco produce la crítica poética del verbo sagrado: aquel Dios patriarcal y opresivo ya no es la “otra voz” en el ritual de la oficiante. Ahora ella se pregunta en su desamparo: “¿Dios estará tal vez pronunciando mi nombre contra el vidrio final, / contra el silencio congelado”. Y escribe al fin con ironía y dolor: “No te pronunciaré jamás, verbo sagrado / aunque me tiña las encías de color azul”. En los Últimos poemas, aparecidos póstumamente, hay un reconocimiento de los límites, prevalecen las preguntas, el cuerpo está insomne y amedrentado por el enigma del fin, el tiempo es el ahora. En el poema “Había una vez” se invoca a la abuela, aquella mujer que, como una Scheherezade de patio y caldén, contaba historias en un telar de relatos, del mismo modo en que se evocaba antes a la madre para que todo regrese y recomience: “Madre, madre, / vuelve a erigir la casa y bordemos la historia. / Vuelve a contar mi vida”.
La voz poética de Olga Orozco nunca fue monológica sino heterogénea. No se plegó a la mudez precaria de un Otro que la dice, sino eligió la precariedad de una sujeto mortal, temporal, nombrada en versos majestuosos: aquella que puede ser todas y cada una, hasta completar su fragmentaria canción. La voz de Olga Orozco es transitiva, simultánea, múltiple, tanto que, aquí y ahora, eco de un eco, la repetimos y habla todavía.
Jorge Monteleone
SELECCIÓN DE POEMAS
(Olga Orozco, Poesía completa. Edición de Ana Becciú. Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2012)
OLGA OROZCO
(De Las muertes, 1952)
Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que paso entre misterios y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en
mí igual que en un espejo de sonrientes praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.
Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,
en un último instante fulmíneo como el rayo,
no en el túmulo incierto donde alzo todavía la voz ronca y llorada
entre los remolinos de tu corazón.
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura que
los cambiantes sueños,
allá, donde escribimos la sentencia:
“Ellos han muerto ya.
Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer aposento”.
PARA SER OTRA
(De Los juegos peligrosos, 1962)
Una palabra oscura puede quedar zumbando dentro del corazón.
Una palabra oscura puede ser el misterio de otros nombres que tuve.
Una palabra oscura puede volver a levantar el fuego y la ceniza.
“Matrika Doléesa,
llora por mí.
Matrika Doléesa,
vuelve por mí.
Ven a buscar el ascua del esplendor
sepultada en mi mano”.
Y unas ramas sobre la cabeza bastan
para desenterrar una reina borrada por las plumas de un dominio salvaje.
Conservo de ese tiempo el tatuaje que deja una sombra de triste idolatría en
todo cuanto toco,
una respiración de plantas sofocadas que exhalan un veneno semejante al
sueño,
el puñado de piedras siemprevivas donde hierve la sangre de mis antepasados,
un poder en tinieblas encerrado por el vuelo de un pájaro
y esta máscara fúnebre que avanza desde el fondo de mi rostro cuando nadie
me mira.
Entre las ceremonias del amor
ninguna comparable al matrimonio del sol y de la luna.
El sabor de los días es como un talismán que preservara del gusto de morir,
y el éxtasis y el pavor son como dos tormentas que vienen y se van
llevadas por el bostezo de una larga, larguísima pereza.
“Matrika Doléesa,
no llores por mí.
Matrika Doléesa,
no vuelvas por mí.
Rompe el cristal del invierno
donde guardas mis lágrimas”.
Y desde no sé dónde, los cabellos llorosos
anudados por unas cintas grises que despliegan un viaje de huérfana en la
lluvia
vuelven con el color de la nostalgia.
He guardado ese rostro como de ramo hallado en una tumba,
un pedazo de vidrio para verme pasar embalsamada delante del cortejo de lo
que nunca vuelve,
y las historias del amor o del miedo
labradas por el llanto sobre unas piedrecitas que señalan mi descenso al
olvido.
Alguien llama a veces desde una casa que hunde sus raíces de arena en la
distancia que llamamos nunca,
y otras veces despierto en mi memoria con el olor de los países donde nunca
estuve.
Porque mi exilio está conmigo.
Cuando me alejo crezco, como las catedrales.
Quienes más me conocen me recuerdan como a una bujía apenas entrevista
detrás de una ventana,
o las aparecidas que surgen desde el fondo del estanque en su ataúd de
hierbas,
y llaman desde el costado de la luz a ciegas,
llaman.
“Darvantaran Sarolam,
junta nuestros despojos.
Darvantaran Sarolam,
búscanos la salida.
Toma el grano de trigo funerario,
tómalo desde el fondo de cada eternidad.”
Entonces, la que no duerme en mí
levanta la cabeza de sonámbula como una luminaria entre las colgaduras de la
fiebre.
Siempre este gusto a sed,
esta mano que incendia con mi mano las grandes asambleas de la sombra,
esta mirada que no ve para mirar mejor debajo de las aguas.
Yo escarbo en mi memoria otra memoria como un desván en llamas
donde se ocultan cifras entretejidas con molduras,
enigmas disfrazados de falsos personajes de la ley,
revelaciones encubiertas con ropones de hiedra, entre restos de espejos,
poderes enmascarados por la promesa de la muerte.
Todo arde aquí, inmóvil en su envoltura inalcanzable.
Y alguien da la señal.
Las aguas suben en una estría azul que rompe las paredes.
Voy a poder mirar.
Voy a desenterrar la palabra perdida entre las ruinas de cada nacimiento.
¿Y este nombre secreto con que me nombran todos y se nombran?
Ya soy ajena en mí,
pero es este mundo entero quien emigra conmigo
como un solo organismo arrebatado de cada cautiverio, de cada soledad,
por esa bocanada de las grandes nostalgias.
Y de pronto, ¿este desgarramiento,
esta palpitación en medio de la noche que corta su atadura en la vena más
honda de la tierra,
este fondo de barca que asciende sobre un lecho de plumaje celeste,
este portal aún entre la niebla,
este recuerdo del porvenir desde el comienzo de los siglos?
¿Quién soy? ¿Y dónde? ¿Y cuándo?
EL REVÉS DE LA TRAMA
(De Mutaciones de la realidad, 1979)
Dificultosamente,
como un animal anfibio que trata de adaptarse a todos los desvaríos del
planeta,
absorbo con mi pan la insoluble penuria enmascarada del alimento.
Apenas si mi piel es apta para vestir la esfinge desmesurada que me habita.
Mi cabeza es estrecha,
pero guarda recintos capaces de albergar varias ciudades en su frágil desván.
Mis manos no consiguen apresar las visiones que pasan por mis ojos
ni mis pies tocan fondo en la hirviente cantera de mi corazón.
¡Y qué feroz fisura entre mi lengua y cualquier laberinto del lenguaje!
Casi todo mi ser es invisible;
plegado en una brizna,
sumergido hasta el limo en la inconmensurable pequeñez.
La mole de San Pedro brillando en el agujero de la cerradura;
Bizancio en una lágrima.
Hija del desconcierto y la penumbra,
avanzo a duras penas con mi carta de construcciones y naufragios:
cariátide insensata transportando su Olimpo en la nube interior,
perdiendo a cada tumbo su minúsculo yo como una piedrecita del gran friso,
un ínfimo fragmento de eternidad que rueda hasta los límites del mundo
y se recoge a tientas, sin acertar su sitio y su destino.
Igual yo te celebro en tu desproporción y en tu desorden,
increíble existencia,
como si te ajustaras exactamente a la medida de mi cuerpo y al peso de mi
voz.
Igual tú me repudias en mi provocación,
absurda vida en sombras,
como a una criatura intrusa en este reino,
cuando interrogo en vano tu rostro impenetrable, hecho de hierro y de muralla.
Te vuelves contra mí,
te eriges en guardiana de un sagrario que alejas de mis pies,
me arrebatas en un negro huracán donde se quiebran las tablas de la ley,
y me dejas en vilo, suspendida en el borde de la orfandad y la catástrofe,
mientras se precipitan al vacío, desplegando en la nada sus telones,
escenas y territorios desprendidos del revés de mi trama.
Todo es posible entonces,
todo, menos yo.
RECOGE TUS PEDAZOS
(De La noche a la deriva, 1983)
a Susy
No, no lloro por ti
que ya cerraste "la tarde y la mañana en el último día de los siglos";
lloro por la niñita blanca de dos viejos retratos;
esa de la que eras el porvenir erróneo,
el presente negado por dos veces en el reverso oscuro:
"A Olga, la que no fui".
De pie, detenida en tu paso frente a las pirotecnias de la luz,
¿qué te impidió llegar hasta el columpio que oscila entre las nubes?,
¿quién te cruzó el camino con una soga negra trenzada por los perros del
infierno?
¿y en quién recae ahora esta desgarradura insoportable?
De frente y de perfil, la indefensa sonrisa de estupor a punto de nacer,
comenzabas tu inicuo prontuario de inclemencias con los brazos caídos
y una mano apoyada levemente en el terciopelo que se va,
en la dulzura que huye.
¿Qué mirabas entonces tan absorta
como si contemplaras faunas desconocidas en un torpe dibujo
indescifrable?
Tal vez vieras proyectarse en el muro formas vertiginosas del destino:
los vuelos insensatos de la madre trazando cada vez círculos más
distantes,
unas sombras chinescas creciendo como monstruos domesticados por el
padre,
la confabulación de los espejos donde se ocultan siempre las hermanas,
y al final el amor, el laberinto ciego que lo confunde todo,
el puñado de polvo brillando entre los dedos,
la sanción con el látigo, la hoguera y el cuchillo.
Aún no lo sabías.
Aún eras una cinta fulgurante detrás de la cometa inalcanzable
la niñita que gira como un sol entre acacias, coronada de lluvias
amarillas;
la intérprete del zorro, de la piedrecita y de la hormiga;
la comensal de honor de los conejos, que desmigaja el pan junto con su
risa;
la que alza los ojos azorados hacia la noche incomprensible
y tiembla entre las sábanas cuando escucha la voz de un dios desconocido
amenazando con el rayo.
Yo he visto a esa criatura del pavor asomarse a tu cara
como si resurgiera desde el fondo sombrío hasta la superficie de las aguas
para espiar otra vez entre los listones del carruaje una escena inaudita;
la veo todavía sacudirse de nuevo en tus sollozos, deslizarse en tus
lágrimas,
mientras la mano atroz la precipita por la cuesta sin fin contra el
acantilado.
¿Dónde estaban los ángeles insomnes? ¿dónde, la diligente providencia?
Recoge los pedazos.
Yo te presto a mi abuela, esa que ya querías
y que andará tan atareada por todos los hospitales de los cielos.
Sabrá unir los fragmentos con sus costuras invisibles, con su santa
paciencia.
Y deja que te conduzca en tus dos tiempos hasta la que no fuiste,
allá donde se fusionan sin duda los modelos del intenso deseo
con los borradores de las frustraciones y la consumación.
Después, en un día cualquiera, cuando te acuerdes, cuando quieras,
que puedas estampar tu rostro único en algún cristal que mire hacia este
mundo,
aunque sea un instante; aunque sea un instante
que yo pueda leer en el reverso de la nube más alta:
"A Olga, la que ya soy".
CON ESTA BOCA, EN ESTE MUNDO
(De Con esta boca, en este mundo, 1994)
No te pronunciaré jamás, verbo sagrado,
aunque me tiña las encías de color azul,
aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro,
aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas
y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos.
Tal vez hayas huido hacia el costado de la noche del alma,
ese al que no es posible llegar desde ninguna lámpara,
y no hay sombra que guíe mi vuelo en el umbral,
ni memoria que venga de otro cielo para encarnar en
esta dura nieve
donde sólo se inscribe el roce de la rama y el quejido
del viento.
Y ni un solo temblor que haga sobresaltar las mudas
piedras.
Hemos hablado demasiado del silencio,
lo hemos condecorado lo mismo que a un vigía en el
arco final,
como si en él yaciera el esplendor después de la caída,
el triunfo del vocablo, con la lengua cortada.
¡Ah, no se trata de la canción, tampoco del sollozo!
He dicho ya lo amado y lo perdido,
trabé con cada sílaba los bienes y los males que más
temí perder.
A lo largo del corredor suena, resuena la tenaz melodía,
retumban, se propagan como el trueno
unas pocas monedas caídas de visiones o arrebatadas
a la oscuridad.
Nuestro largo combate fue también un combate a muerte
con la muerte, poesía.
Hemos ganado. Hemos perdido,
porque ¿cómo nombrar con esta boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca
en este mundo con esta sola boca?
LES JEUX SONT FAITS
(De Con esta boca, en este mundo, 1994)
¡Tanto esplendor en este día!
¡Tanto esplendor inútil, vacío, traicionado!
¿Y quién te dijo acaso que vendrían por ti días dorados en años venideros?
Días que dicen sí, como luces que zumban, como lluvias sagradas.
¿Acaso bajó el ángel a prometerte un venturoso exilio?
Tal vez hasta pensaste que las aguas lavaban los guijarros
para que murmuraran tu nombre por las playas,
que a tu paso florecerían porque sí las retamas
y las frases ardientes velarían insomnes en tu honor.
Nada me trae el día.
No hay nada que me aguarde más allá del final de la alameda.
El tiempo se hizo muro y no puedo volver.
Aunque ahora supiera dónde perdí las llaves y confundí las puertas
o si fue solamente que me distrajo el vuelo de algún pájaro,
por un instante, apenas, y tal vez ni siquiera,
no puedo reclamar entre los muertos.
Todo lo que recuerda mi boca fue borrado de la memoria de otra boca
se alojó en nuestro abrazo la ceniza, se nos precipitó la lejanía
y soy como la sobreviviente pompeyana
separada por siglos del amante sepultado en la piedra.
Y de pronto este día que fulgura
como un negro telón partido por un tajo, desde ayer, desde nunca
¡Tanto esplendor y tanto desamparo!
Sé que la luz delata los territorios de la sombra y vigila en suspenso
y que la oscuridad exalta el fuego y se arrodilla en los rincones
Pero, ¿cuál de las dos labra el legítimo derecho de la trama?
Ah, no se trata de triunfo, de aceptación ni de sometimiento.
Yo me pregunto, entonces:
más tarde o más temprano, mirado desde arriba,
¿cuál es en el recuento final, el verdadero, intocable destino!
¿El que quise y no fue?, ¿el que no quise y fue?
Madre, madre,
vuelve a erigir la casa y bordemos la historia.
Vuelve a contar mi vida.
UN RELÁMPAGO, APENAS
(de Últimos poemas)
Frente al espejo, yo, la inevitable:
nada que agradecer en los últimos años,
nada, ni siquiera la paz con las señales de los renunciamientos,
con su color inmóvil.
Esta piel no registra tampoco el esplendor del paso de los ángeles,
sino sólo aridez, o apenas la escritura desolada del tiempo.
Esta boca no canta.
Ancha boca sellada por el último beso, por el último adiós,
es una larga estría en un mármol de invierno.
Pero ninguna marca delata los abismos
—ah intolerables vértigos, pesadillas como un túnel sin fin—
bajo el sedoso engaño de la frente que apenas si dibuja unas alas en vuelo.
¿Y qué pretenden ver estos ojos que indagan la distancia
hasta donde comienza la región de las brumas,
ciudades congeladas, catedrales de sal y el oro viejo del sol decapitado?
Estos ojos que vienen de muy lejos saben ver más allá,
hasta donde se quiebran las últimas astillas del reflejo.
Entonces apareces, envuelto por el vaho de la más lejanísima frontera,
y te buscas en mí que casi ya no estoy, o apenas si soy yo, entera todavía,
y los dos resurgimos como desde un Jordán guardado en la memoria.
Los mismos otra vez, otra vez en cualquier lugar del mundo,
a pesar de la noche acumulada en todos los rincones, los sollozos y el viento.
Pero no; ya no estamos. Fue un temblor, un relámpago, un suspiro,
el tiempo del milagro y la caída.
Se destempló el azogue, se agitaron las aguas y te arrastró el oleaje
más allá de la última frontera, hasta detrás del vidrio.
Imposible pasar.
Aquí, frente al espejo, yo, la inevitable:
una imagen en sombras y toda la soledad multiplicada.
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