09/12/2020
Pedagogía Setentista (Cronología)
Por Laura Villa
En la primavera argentina en que nací se conjugan los verbos morir, matar, sobrevivir, nacer. Los relatos cuentan con énfasis que de bebé lloraba mucho. Sin embargo, cuentan menos sobre que mi madre casi muere en el parto y mi viejo andaba intranquilo en los pasillos, con miedo a ser descubierto y me robaran, mientras peleaba con mi abuela, quien no creía prudente que llevara su apellido.
En aquellos tiempos, vivimos en muchos lugares y con muchas personas. Mi padre y sus amigos me llevaban a la calesita, me dejaban pintar paredes, me enseñaban a dibujar. Mi papá no salía a la calle. Mi mamá trabajaba todo el día. Dicen que tenía muchos chupetes y que lloraba mucho.
El reino del revés
Muchas personas a mi alrededor usan su tiempo libre para controlar mi dependencia al chupete. Cada uno con una pedagogía diferente, pero todos coinciden en algo: “No al Chupetómetro de Carlitos Balá”. Allá voy, desafiante, a darles vuelta el mundo. Mi padre me encuentra en la cocina intentando meter el chupete en el televisor. Ellos leen y cantan, yo elijo a Balá.
La sortija de la vida
Mi viejo me lleva todas las tardes a la calesita. Ya no estamos con amigos, se van perdiendo. Mi vieja sale a vender las carteras de cuero que papá hace en su encierro. Soy su asistente. La calesita tiene una sortija. Las tardes se van en el intento de agarrarla. El tipo que maneja la calesita se impacienta y pone la sortija a una altura en que logro alcanzarla. Estoy contenta. Soy la única pasajera. Siempre a la hora que vamos soy la única. A mi viejo no le gusta que el señor de la calesita me deje ganar la sortija, le pide que vuelva a colocarla donde va. Se acerca a mí y sin celebrar mi triunfo dice: "Esta sortija no es tuya hasta que no te la ganes de verdad".
¿Por qué vivimos en Brinkmann?
Pregunta recurrente con la que acorralo a mis viejos. Extraño el payaso que pintó un amigo de mi papá en la pieza de Buenos Aires. Conservo la calesita que me regaló “Gregorio de Sitrac-Sitram” (pienso que así es su nombre completo). Madre y padre arrancan con paciencia y terminan siempre en el mismo lugar: “Culpa de los milicos”. En casa, todo es siempre culpa de los milicos. Me obsesiono con el tema: ¿Quiénes son los milicos? ¿Por qué matan gente? Entonces, llega la clásica respuesta que durante un tiempo alcanza: “Pensábamos distinto y queríamos un país más justo”.
Brinkmann, el culo del mundo
Vienen visitas, hay revuelo y emoción. Voy a su ritmo. Están contentos, estoy contenta. Están tristes, estoy triste. Hablan de política, me interesa la política. Cuando están tranquilos, siempre tengo preguntas.
Las visitas son el Rafa y la Sole. Yo no los conozco, pero actúo como sí. Mamá dice algo que confunde a cualquier hija única nacida en contextos represivos: “Ellos están muy contentos de conocerte”.
- “¿De dónde vienen?”
- “Vuelven porque volvió la democracia”, madre logra calmar mis dudas un rato.
Mi casa se ubica donde casi termina el pueblo y todo el camino es de tierra. “Vivimos en el culo del culo del mundo”, repite mi vieja cuando se enoja.
Del día en que la Sole y el Rafa fueron a Brinkmann me acuerdo de los abrazos y el llanto. Esa noche, después de cenar y con la siempre charla de fondo de los desaparecidos, la democracia, los milicos, la economía y el movimiento obrero, me mandan a dormir. Yo no quiero. Están hablando de todo lo que necesito saber. Me quedo escuchando pegada a la puerta que separa el comedor del pasillo y, como nadie me ve, me escabullo sin que lo noten y me escondo debajo de la mesa. Escucho más de lo que mi infancia puede cobijar: historias que no entran en mi imaginario. No recuerdo cómo salgo de debajo de la mesa, si lo que escucho.
No sé cuando llegamos a Brinkmann. Recuerdo que mi madre siempre quiere volver a Córdoba y mi padre pasa horas encerrado en el taller haciendo carteras. Me acuerdo que andábamos los tres en una bicicleta, único y divertido vehículo familiar.
Brinkmann es un pueblo agrícola ganadero al noreste de la provincia de Córdoba. Las abuelas de mis amigas hablan en piamontés cuando se enojan. En sus casas no hablan de las mismas cosas que en la mía. De Brinkmann extraño la siesta y el paso lento del tiempo.
En mi casa se habla de dictadura y desaparecidos, de la denuncia en la CONADEP que hizo mi viejo, del día en que papá no volvió, de la ESMA, La Perla, del movimiento obrero, de la Mesa de Gremios en Lucha, de Tosco, de Di Toffino, de los Puchetas, del gallego Apontes. Yo siempre escucho atenta. Nadie repara, pero registro todo. Más de 20 años después, leo testimonios y escucho relatos que conozco de memoria.
Mamá es el motor. Contiene, se enoja, putea, exige, seca lágrimas, a veces con poca paciencia, recuerda que estamos vivos. Yo lo siento como algo importante. Siempre que viajamos a Córdoba vamos a la casa del Sapito, todos me abrazan y lloran. Yo sé que es por la dictadura que mató a los amigos de mi papá. Parece que a nosotros también nos perseguían.
Laura Villa y su mamá en departamento en Buenos Aires, hacia 1980-81. Foto: Archivo Familiar.
Los milicos controlan todo
- “¿Todo, todo?”, repregunto.
- “Todo”, responde a secas mi viejo.
- “Por ejemplo, si yo ahora quisiera cambiar de canal…” y antes que termine, padre confirma “Sí, los milicos decidían qué podíamos ver y que no”.
En silencio imagino cómo sería tener un soldadito (los de Malvinas en mi imaginario) parado con un arma al lado del TV cambiando el canal.
Ilustración del artista gráfico Lucas Chami
Vuelve la democracia. Me gusta imitar a Alfonsín. A mis viejos también les gusta, pero padre dice que él es Marxista Leninista (no lo veo en la tele) y mi mamá dice que es del PI. A mí me gusta Alfonsín, canto la marcha peronista y soy del PI. Mi viejo putea, intenta tener paciencia y no la tiene (las ausencias siempre son más importantes).
Mi vieja es kinesióloga y trabaja todo el día. Papá ya no está encerrado, ahora es político y trabaja en la Municipalidad. Me gusta ir a los actos y cantar la marcha peronista. También me gusta ir a misa. Mi casa está a la vuelta de la iglesia. Me gustan las madres y padres que van a misa.
- “Papá ¿por qué ustedes no van a misa?”
- “No creemos, la iglesia y los milicos son lo mismo”, responde categórico.
- “La iglesia fue cómplice de la dictadura!”, me grita.
El padre Jorge habla de ayudar a los que menos tienen, pero mi papá no me escucha. En misa nos juntamos con mis amigos y el chico que me gusta. Me quiero poner un vestido, pero mi mamá no me deja porque es nuevo. Me enojo y lloro interrumpiendo la siesta de padre, que me explica con vehemencia que para ir a misa no importa la ropa.
- “Si realmente crees en dios, vas a ir con lo que tengas, sino andate a un desfile de moda”.
El hecho de que eso me ofendiera profundamente marca una línea política clara sobre lo que yo debo/quiero ser. “Se piensa que soy PeQueBu” (no sé qué significa, pero entiendo el concepto cuando papá se lo dice a mamá). Voy a misa, vestida modestamente mostrando a mi padre que lo mío es convicción. Por suerte, el chico que me gusta ese día falta.
Iglesia y dictadura
“Tenés el diablo adentro”, sentenció mi amiga.
Tenemos 8 años y estamos en la escuela de verano. En Brinkmann, pasar la comunión es un hecho social y una medida del tiempo: “Este año me toca la comunión”. Mi amiga sabe mucho de religión. “No sé si estoy bautizada”, le cuento por lo bajo. Ella grita: “Si no estás bautizada, tenés el diablo adentro”. Salgo disparada con mi bici a la misma velocidad que el latido de mi corazón.
- “¿Por qué me dejaron el diablo adentro?!”, pregunto a mis padres, quienes me miran desconcertados y derrotados.
- “¿Ustedes saben que al no estar bautizada tengo el diablo adentro?"
No recuerdo a madre, pero sí a padre puteando. Por esos días, mi vieja está embarazada y no puede moverse. Cuando vuelve la calma, ambos me explican acudiendo a la misma frase:
- “No pudimos ir a la iglesia porque estábamos escondidos por culpa de los milicos”
La excusa cobra sentido. A pesar de todo, manifiesto que quiero pasar la comunión. Mi viejo me dice que respeta, pero que yo tengo que respetar que no crean en la iglesia. Me preocupa seguir con el diablo adentro.
Me cuentan que mis padrinos van a ser mi tío Juan Carlos y mi tía Gloria, la hermana de mi papá. Mi tío vive en Cruz del Eje, donde nació y vivió mi papá y donde pasamos todas las fiestas. Mi tía vive en Buenos Aires. Por esos días, mi tío y su familia vienen de visita. Estamos almorzando y yo arremeto:
- “¿Sabían que no estoy bautizada por culpa de los milicos?”
Mi tío y mi papá tienen una hermandad profunda, tan profunda como su diferencia política. Yo decido aprovechar el momento del encuentro y pido que me bauticen. Padre acepta (Cruz del Eje lo pone sensible siempre).
Vamos a la iglesia salesiana de Vignaud, un pueblo más chico de Brikmann. Tengo 8 años y estoy feliz porque ya no tengo el diablo adentro y puedo pasar la comunión.
Por aquellos días, la presencia de mi hermana Victoria cambia los cotidianos conocidos para mí. Tengo hermana nueva y voy a pasar la comunión. Padre no pregunta nada. Madre invita a mi abuela para que me acompañe, ella si es Católica Apostólica Romana.
- “Si vas a pasar la comunión, que sea por lo que crees, no por la fiesta ni el vestido”, sentencia mi viejo, mientras mi abuela me cose unos guantes blancos que yo deseo con lujuria para mi sencillo vestido.
Días antes de pasar la comunión, el padre Jorge nos llama para confesarnos. Rezo tres Ave María arrodillada en mi cama, conmovida y comprometida con mi papel católico. En la cena le digo a mi papá que el padre Jorge quiere que él vaya a confesarse. No le cae bien y mi abuela se ofrece a ir en nombre de la familia.
Laura Villa el día de su comunión en Brinkmann, 1986-87. Foto: Archivo Familiar.
Años después, leo una entrevista donde mi viejo cuenta que el padre Jorge era un cura cercano a Massera que llegó a Brinkmann después del triunfo del primer intendente comunista en Brinkmann y en América Latina. También supe que cuando mi padre era secretario de gobierno, tuvieron muchas diferencias políticas. Lo “acusaba” de subversivo.
Comunidad, sociedad, solidaridad.
La libertad de la infancia en un pueblo es proporcionalmente contradictoria con la mirada carcelaria del que dirán. Aunque en casa no crean en esas ideas, no pueden evitarlas y me marcan pautas de conducta: qué no decir delante de los varones, no pasar frente al bar Belgrano ni a los videojuegos porque es para varones, ir a la pileta con maya entera porque aún no tenemos edad para bikini, no subirme a la moto de nadie, etc. Mi padre agrega que tengo que entender el concepto del “fiado” porque ya soy grande. Tengo 11 años, algo en mí empieza cambiar. Puedo comprender la ambigüedad con la que me dan esos consejos, pero lo del fiado me ofende. Mis amigas hablan de lo que se van a comprar con los ahorros de los vueltos de hacer los mandados. En mi casa es difícil quedarse con un vuelto, no son prescindibles en la economía familiar. Mi mejor amiga me dice que tengo que hacer como hace ella, que trabaja ayudando a su mamá.
- “Necesito ahorrar y pensé que podría cobrarles por las tareas del hogar”, dije.
No es un buen día para esa conversación. Mi padre da un golpe en la mesa:
- “¿Para qué necesitas ahorrar?”
Sumergida en mi mundo, siento justo el planteo y enumero, desde cosas minúsculas, hasta una bicicleta nueva. Padre golpea más fuerte la mesa y me interpela:
- "¿Vos crees que no tenés todo lo que necesitás? Pensá en todos los chicos que trabajan para comer”.
Siento vergüenza de mis necesidades. Ante mi angustia padre concluye:
- “Laurita, si vos querés cobrar por los quehaceres de la casa y los mandados, entonces te digo que te pago con la comida, la educación, las zapatillas, los trajes de danza, las cuotas de patín, etc. Esto es una familia y una comunidad, todos aportamos y todo es de todos. Cada uno tiene su rol, vos tenés que estudiar y disfrutar tus vacaciones. Cuando tenemos plata te damos y cuando no, es porque no tenemos. Las necesidades deben ser evaluadas en función de todo el sistema familiar”.
El concepto trasciende la anécdota, marcó mi modo de habitar el mundo. Incluso y a pesar de que años después mi hermana pegara una lista de precios en la heladera donde cobraba hasta por abrir la puerta (mi casa estaba siempre muy concurrida por el trabajo político de papá). La lista colgaba con total aceptación y mis padres caían rendidos ante la gracia de la pequeña a la que ya no tenían tantas ganas de hablarle del mundo ideal.
La escuela, el “NUNCA MÁS”, los guerrilleros.
Estoy en séptimo grado y a escondidas leo el “NUNCA MÁS”. Quiero encontrar la denuncia de mi papá. No puedo dormir, tampoco dejar de leer. Mamá me dice que no es necesario que comparta el libro con mis amigas, después de que una madre le hiciera saber que su hija lloraba por el libro que yo le hacía leer.
En Ciencias Sociales estudiamos el “Proceso de Reorganización Nacional”, golpe de estado lo llaman en mi casa. Levanto la mano y escupo lo que sé. Me agito. La seño queda impactada. Una amiga expresa: “Mi papá dice que con los militares estábamos mejor”. Yo, casi sin aire, respondo: “No puede decir eso”. La seño interrumpe para explicarme que mucha gente piensa que fue una guerra. La compañera que NUNCA MÁS fue mi amiga, agrega: “mi papá dice que los guerrilleros mataron mucha gente”. Otra vez, salgo disparada en mi bicicleta, olvidando a mi hermana en el jardín y el pan para el almuerzo. Llego a casa llorando y con un dolor profundo en el pecho cuento lo que la seño y mi ex amiga dijeron. Padre se queja por el pan y porque tiene que salir a buscar a mi hermana.
No tengo registro de las palabras guerrilla, guerrillero. En casa se habla del movimiento obrero. “Mi papá era gremialista”, decía yo.
Madre me cuenta sobre las organizaciones armadas, cuestión que no lograría comprender hasta tiempo después. Mi amiga no fue más amiga y aprovecho una clase de gimnasia para agarrarle los pelos, aunque salgo perdiendo.
Para finales de ese año leo sobre “La noche de los lápices” y, de a poco, incorporo el compromiso y la complejidad de la lucha armada. Juego a ser periodista y a entrevistar a Pablo Díaz, uno de los sobrevivientes de aquella masacre.
Madre dice que “cuando volvamos a vivir a Córdoba” me va a llevar al “taller Cortázar”, pero eso nunca sucede. Finalmente me mudo a Córdoba cuando empiezo la universidad, la organización HIJOS nace y yo me convierto en madre.
A mis 42 años he entrevistado a muchos “Pablos Díaz”, he cubierto todos los juicios de lesa humanidad en Córdoba y trabajo en el Archivo Provincial de la Memoria. Esta lucha que me parió marcó el sentido de mi vida.
Laura Villa con compañera de HIJOS en la sentencia del Juicio UP1 en el que fue condenado Videla, 2010. Fotografía intervenida por el artista gráfico Lucas Chami.
Vida universitaria, padre y maternidad
Tengo 18 años, un bebé y estudio Comunicación Social. Ya no me desespero por entrevistar a Pablo Díaz. Quisiera militar por todas las causas que están por hacer estallar el país, pero soy madre. HIJOS ya hizo su aparición, pero siento que mi maternidad es incompatible con la militancia y tanta dictadura me tiene aturdida.
Curso historia argentina. No es un buen momento con mis viejos. Son esos momentos donde los hijos necesitan alejarse y hacer sus elecciones. Ya no soy la niña de la sortija, ni la que ayuda con la marroquinería. Papá y yo andamos desencontrados. Estoy sentada en la facultad esperando ansiosa mi clase de historia. Exhausta porque buscar a alguien que se quede con Candela o ir con ella, es agotador. Pienso en los fideos que voy a cocinar cuando vuelva y que debería estudiar mientras ella duerme siesta. Me pesan las cervezas que todos planean tomar después de clase, pero más importa ser su mamá. La profe pregunta en voz alta quién es Villa. Levanto la mano con la angustia encarnizada.
- “Sos Villa o Vila”
- “Ambas”, respondo.
- “Sos algo de Juan”, pregunta.
- “La hija”, respondo.
La profe hace tiempo quiere entrevistar a padre. Yo empiezo a conocerlo mejor. Mi apellido se escribe Villa, pero se pronuncia Vila. En Cruz del Eje y en Córdoba, mi papá siempre fue Vila. En Brinkmann, el apellido se pronunció como se lee. Yo crezco siendo Villa.
Fiel a mi estilo pregunto. “En Cruz del Eje y en Córdoba me dicen Vila. En Brinkmann Villa”, responde padre. No hay más que decir sobre la supervivencia que escondía ese error.
Busco unos apuntes en el Centro de Estudiantes y ojeo una revista donde encuentro una nota que habla de la Mesa de Gremios en Lucha, Tosco y Di Toffino, Perkins y el compañero Vila. La nota habla de mi papá y yo empiezo a conocerlo mejor.
En medio de tanto caos político, mi padre anda por Córdoba. Almorzamos mirando el noticiero donde les hacen una nota a dos representantes de HIJOS. Le cuento que van conmigo a la facu y que en el Centro de Estudiantes tienen una revista donde lo nombran. Mi papá llora por dentro y con la mirada perdida me abre la puerta a eso que aún me falta saber: “Sus padres, eran mis maestros, mis compañeros”.
A 30 años del golpe
Me sumo a participar del “Vivimos en el país del Nunca Más”, espacio de formadores en DDHH que nace de HIJOS. Estoy recibida, casada y tengo otro hijo. Con una amiga damos un taller de comunicación popular en radio La Ranchada y vamos a hacer un especial del golpe.
Decido que mi ingreso en HIJOS no puede esperar más. Siento que es tarde, pero necesito acercarme. Padre me pide ayuda para organizar un acto en homenaje a los desaparecidos de Perkins. Padre sabe más de lo que dice y sufre más de lo que muestra. El acto es en la Colonia de Tanti. Vienen muchos amigos de los que quedaron perdidos. Voy a conocer al flaco que logró escapar con mi viejo el día en que los milicos fueron a buscarlos al gremio. Descubro los relatos del pasado que habitan esa colonia. Candela y Mateo, mis hijos, juegan en la cancha de básquet donde mi viejo pasaba el tiempo cuando estaba escondido. El flaco cuenta que en La Perla le preguntaban por “la víbora”. Me entero que la víbora es mi papá. Dice que le dijeron que lo habían matado.
Brinkmann parece un lugar lejano y distante. Siento que allí nadie sabe quién soy.
En marzo del 2006 marcho bajo la bandera de HIJOS. En esa familia comprendo esa sensación de angustia que sin saberlo yo percibía en mis viejos. Ambos acumulaban dolores, pérdidas, esperas. En uno de los asados de la Turca encuentro al Rafa. Ya no soy la niña de los patines en la calle de ripio. En esos asados, escucho sobre la culpa de estar vivo. Entiendo que algo de ellos murió con los otros. También los invito a celebrar que sus hijos, los paridos en esa lucha, seguimos con el intento de lograr un país un poco menos injusto.
María Laura Villa
Lic. en Comunicación Social, periodista, docente y militante de DDHH. Desde el año 2008 trabaja en el área de Comunicación y Cultura del Archivo Pcial de la Memoria. Participó en la cobertura de los juicios de Lesa Humanidad en Córdoba.
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