20/10/2020
La panza y las tripas
Por Juan Diego Incardona
Fotos Sergio Pisani
"La panza y las tripas" forma parte de Rock Barrial (2010), volumen de cuentos y poemas que comienza en los potreros de una Villa Celina contaminada y llena de mutantes, y termina en un avance fallido (y reprimido) a la Capital. Un 17 de octubre en clave juventud de los 90'. Si bien Incardona ya había fundado su territorio ficcional en Villa Celina (2008), en el relato que aquí presentamos va un poco más lejos. En Celina, coordenada donde lo fantástico y lo maravilloso se leen en clave realista, existe un borde más allá del borde: la huella de un pasado que irrumpe entre los adoquines -la pampa de Martínez Estrada-, pero en este caso como símbolo del abandono (y del olvido), no de letargo o atraso, no de resistencia. La Argentina profunda en tiempo y espacio; el ideologema del campo no productivo, que no tiene un local en la calle Florida o en la Feria de Mataderos. El campo que grita sin voz desde lo inmemorial mientras el asfalto, el agua, la salud y las cámaras se retiran.
La panza y las tripas
—Truco.
—Quiero retruco.
—Quiero vale cuatro.
—Quiero —y puso el ancho de espadas.
El cabezón levantó los veinte pesos y se puso de pie. Guardó la plata en el bolsillo, estiró las piernas y los brazos y se quedó mirando hacia el fondo de la calle Ugarte. El crepúsculo goteaba sangre sobre el Tanque de Celina. No corría una gota de aire. Las nubes de la Provincia se caían en el horizonte, pesadas y con formas de huesos, para que las masticaran los perros. Al costado, un aguilucho aprovechaba los restos, picoteando cartílagos.
—Dame la revancha —pedí.
—Juan, mira eso —y señaló a lo lejos.
En los potreros, ya claroscuros por la hora, alguien cobraba forma, avanzando hacia el casco del barrio. Venía montado a caballo, al trote. Se detuvo un momento en la avenida Olavarría y después siguió, en dirección a donde estábamos nosotros.
—¿Y este de dónde salió?
—Debe ser el Rafa o alguno de los Escobitas —contesté—, que tienen caballos al lado de la 137.
—No —dijo el cabezón—, este tipo no es de acá. Fijate cómo monta.
—Ja —nos reímos—, se cree que es John Wayne.
Detrás del jinete, los descampados se alargaban a uno y otro costado del Mercado Central, separando los barrios del Sudoeste como si fueran islas de un archipiélago. De un lado, el Barrio Urquiza y Las Achiras; del otro, Villa Madero y Tapiales; más allá, Aldo Bonzi y Ciudad Evita; todas islas del tesoro que ya no registraban los mapas. Entre ellas, el mar se hundía en un gran pozo ciego. Basurales y quemas formaban precipicios cada vez más altos y el campito era nuestro mar muerto, un agua salada mezclada con plomo y detergente, más espuma que otra cosa, cayendo por debajo del nivel del mar.
En la esquina de Caaguazú, frenó de nuevo. Miró un rato hacia atrás, parado sobre los estribos, y después quiso seguir, pero el caballo, encabritándose, empezó a patear y a sacudirse, hasta que lo tiró al piso. El Cabezón y yo corrimos a ayudarlo.
Arriba, la carne crecía sobre los huesos y el cielo se nublaba por completo; abajo, las jaurías rezaban con las lenguas afuera, pidiendo que reventara una vena de la atmósfera.
Al llegar, encontramos al jinete inconsciente y boca arriba, con una mitad del cuerpo en la calle, una mitad en la vereda. Las manos, caídas sobre la zanja, desaparecían en el líquido negro, estancado junto al cordón. Llevaba puesta ropa de campo: camisa, bombacha y un par de botas de cuero. Le desatamos el pañuelo y se lo pusimos debajo de la cabeza. Lo revisamos con cuidado, para ver si sangraba en alguna parte del cuerpo, pero no vimos ninguna herida.
—Se debe haber golpeado la cabeza.
A pocos metros, contra el paredón de la Municipalidad, el caballo se había tranquilizado, comiendo el pasto que crecía entre las baldosas rotas. Tenía el lomo ancho y las patas largas y se lo veía fuerte, bien cuidado. Era totalmente negro salvo por la mitad de las crines, donde los pelos crecían blancos.
Llamativamente, no salió ningún vecino. Puertas y ventanas permanecían cerradas, incluso los negocios, el almacén de la Juanita, la carnicería del Gallego, el kiosco de la Pichi, seguían con las persianas bajas. La pesadez del clima había paralizado la zona y a sus pobladores. Daba la sensación de que sólo nosotros y el caballo aún conservábamos la facultad del movimiento. A nuestro alrededor, los pájaros se caían de las copas de los árboles y se estrellaban petrificados contra el piso. En todas partes, las hormigas eran puntos muertos. Nos metimos en el porche de una casa, para cargar agua en una botella que nos encontramos por ahí, porque queríamos mojarle la boca al jinete para reanimarlo, pero al girar el grifo, no cayó una sola gota. Me asusté y empecé a ver todo al revés. Donde hubo pasto, había arena; donde hubo flores, había piedras; donde hubo árboles, ahora había una extensión plana hasta el final de la vista, y si por momentos un eucalipto o un álamo pretendía levantarse otra vez, pronto era aplastado, como todo brote, por el peso de la Provincia de Buenos Aires, tomada por el mango de Villarino y Patagones para golpear todo el peso de su desierto sobre el yunque del Conurbano.
Ángel vestido de gaucho, caído, en verso como Martín Fierro, en prosa como Juan Moreira, no teníamos agua para darte en nuestro barrio, no teníamos medicina para curarte ni teléfono para llamar a los hospitales o a los ministerios. Las líneas habían sido cortadas, las ambulancias no pasaban más y aquella tarde hasta las curanderas dormían y nadie podría despertarlas. El cielo era un deshuesadero abandonado donde los cadáveres de vacas y de puercos se pudrían al rayo del sol de Belgrano, para finalmente rodar por la bandera hasta sus lugares de origen, entre tumbas anónimas.
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