05/10/2020
Sobre piñatas y volcanes. Notas sobre el exilio
Por Julián Teubal
La Piñata
En el año 2017 me invitaron a participar en la muestra Exilios. Memorias del terrorismo de Estado, que se realizó en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. El núcleo giraba en torno al exilio interno y externo, como resultado de la Dictadura Cívico Militar que se impuso en la Argentina entre los años 1976-1983, uno de sus períodos más violentos y ominosos de la historia contemporánea. En esa muestra, que fue amplia y estuvo llena de testimonios importantes, participé en una sección llamada Hijas e hijos del Exilio, que fue curada por dos de lxs integrantes del equipo de Artes Visuales: Mariana Rocca y Melisa Flores Tortosa. En ese entonces presenté La Piñata, escultura inspirada en una foto de mi infancia. Nunca llegué a escribir una reflexión sobre la pieza ni sobre la experiencia de haber pasado mi infancia en México, desde 1979 a 1984. Aprovecho entonces esta segunda invitación para compartir el proceso de esa obra, pero sobre todo, para reflexionar de qué manera ese temprano exilio ha incidido en mi presente, en mayor y menor medida.
Bahía Blanca
A comienzos de los años 70´s mi padre, Miguel Teubal, economista, ganó un concurso en la Universidad del Sur, en la ciudad de Bahía Blanca. En ese entonces, y según su propio relato, la carrera de Economía tenía como corpus bibliográfico distintos manuales, pero carecía en su currícula de textos originales. Él daba Teoría Económica Clásica 3, e incorporó la lectura de fuentes, desde Aristóteles hasta Keynes. No vivía en Bahía, pero viajaba semanalmente para allí. Ese destino, sin saberlo, cambiaría drásticamente su vida en los próximos años. Primero conoció a mi madre, Norma Giarracca, en el aeropuerto. Ella se había recibido hacía poco de la carrera de Sociología y trabajaba en el Ministerio de Agronomía. Cuando se conocieron, ella viajaba a Bahía Blanca a conocer a su sobrino Pablo, segundo hijo de su hermana Cristina. Fue el comienzo de una relación que se extendería a lo largo de más de cuarenta años. Se casaron al poco tiempo y en menos de dos años mi madre quedó embarazada de mí. Nací en el año 1974, el 2 de julio, el día siguiente en que murió el General Perón. Mi padre recuerda la ciudad vacía, yendo al Sanatorio Anchorena al encuentro de su primer hijo. Yo siempre imaginé ese relato, pero en una Buenos Aires nevada, como en el Eternauta. Dos años después, se produce el golpe militar en marzo y la Universidad del Sur, como tantas otras, es intervenida por los militares. “Foco Marxista en la Universidad del Sur” decía el titular de una nota en la revista Gente. Las imágenes del artículo: libros desplegados en el suelo, como si fuesen armas ilegales o un operativo antidrogas. Se hizo una lista con algunos profesores involucrados, donde incluyeron a mi padre, aunque en ese entonces ya no daba clases en esa universidad. La secuencia que sigue es confusa: mi padre tenía tres primos con el mismo nombre. Los militares fueron al domicilio de uno de ellos por equivocación. Ese primo logró aclarar el malentendido y alertó a mi padre de lo sucedido. Ante semejante peligro, mi familia decidió salir de inmediato de Argentina y viajaron a Uruguay. Allí mi padre presentó su renuncia al Conicet. No tuvieron tiempo de desarmar la casa. Tomaron sólo lo imprescindible: fotografías, algunos libros, algunas ropas. Meses después, cuando estaban instalados en el exilio, su departamento de la calle Blanco Encalada fue allanado y perdieron todo lo que habían dejado. Ese año en que escaparon, mi madre estaba embarazada de mi hermano Emilio, quien nacería en diciembre de 1976 en Madrid, España. Emi no tuvo pasaporte sus primeros años: España no se lo concedió. Su primer pasaporte lo tuvo muchos años después y fue finalmente argentino. Los años del exilio europeo (y también los de México) fueron bien documentados fotográficamente. Es un acervo importantísimo para mí y para la familia.
México
Mi familia vivió un año en Madrid y luego se mudaron a Inglaterra. Mi padre consiguió un trabajo temporario en Brighton y, al poco tiempo, nos mudamos allí. Mi madre trabajó como voluntaria en el kindergarten donde yo iba, pero de esos años no recuerdo nada (apenas unas imágenes confusas de mi padre y yo yendo al estreno de Star Wars). A veces, muy repentinamente, siento aromas que me transportan a esos años. Pero son sensaciones fugaces muy difíciles de describir o aprehender. Mis recuerdos, los más vívidos y los que me han marcado hasta el presente, llegarían después. En el año 1979 mi familia se mudó una vez más a México, país que le dió asilo político a intelectuales, artistas y militantes de toda Latinoamérica que escapaban de las dictaduras de esos años. Allí mi padre consiguió un puesto en la Universidad Autónoma de México (UNAM) y mi madre, al poco tiempo, empezó una maestría en la UNAM. Mi hermano y yo fuimos a un colegio llamado Ermilo Abreu Gómez, ubicado en ese entonces en Tepepan. Sus fundadores fueron una mexicana casada con un exiliado de la guerra civil española: Amira Ayube Alcahalá y Ramón Costa Jou. Allí conocí a dos de mis mejores amigos de todos los tiempos: Camilo Pérez Aguad, actualmente artista visual, y Pablo Gershanik, actor y director de teatro, con quien sigo trabajando hasta el presente. Ambos argentinos, de familias exiliadas. Camilo, en ese entonces, vivía muy cerca de nuestra casa y con él jugábamos en el mismo equipo de fútbol: Corsarios. Pablo vivía con su madre en la Villa Olímpica. También jugaba al fútbol en el mismo club, pero en otro equipo: Piratas. Muchos años después conocería la trágica historia del padre de Pablo y, más aquí en el tiempo, la convertiríamos en proyecto artístico, casualmente también en el Conti(1). Nuestros recuerdos de esos años se confunden. Los propios, los de ellos. Mi vida en ese entonces transcurría entre el colegio y la privada donde vivíamos, en el barrio de San Angelín. La Argentina era un lugar lejano desde donde venían noticias y la revista Billiken, pero la sentía profundamente distante. En esos años tenía una pesadilla recurrente: alguien me perseguía y yo escapaba constantemente. Una huida que me llevaba por ciudades y paisajes remotos. Siempre me despertaba sobresaltado. Una y otra vez. Después, con los años, pude deshilar lo evidente. La infancia es un tiempo maravilloso, lleno de fantasmas en el ropero. México ha sido una experiencia profunda, el grado cero de mi memoria, una memoria propia y palpable. Sus ruinas arqueológicas, su mundo mestizo, la fuerza de sus tradiciones, todo ha dejado su impronta. Son hoy su comida, su cine (algunos cineastas), una lista de artistas imprescindibles para mí y el paisaje de volcanes que vuelve en mi pintura, no importa cuántos años han pasado ya.
Argenmex
Recuerdo que viajamos dos veces a la Argentina a comienzos de los 80: la primera vez junto a mi hermano y mi madre (mi padre seguía con orden de captura). Recuerdo la casa de mi tía Cristina en Ramos Mejía, el olor a podrido desde el aeropuerto a su casa, a mi madre hablando de política en la cocina hasta tarde. Era verano y hacía un calor húmedo que desconocía. Ese primer día, recuerdo que jugué incansablemente al fútbol hasta tarde en el patio de la casa de mis primos Cecilia y Pablo. En ese viaje conocí los kalkitos y Titanes en el Ring. Conocí a mis primos Andrés y Mariana, quienes me llevaron al Italpark. Mi madre visitó a viejos amigos y algunos tenían hijos de mi edad. Ese fue el caso de Julián y Andrés Reboratti, hijos de Carlos Reboratti e Hilda Sábato. A ellos los conocí por esos años y nuestra relación (ambos también son artistas) sigue hasta el presente de manera muy activa. También durante esos viajes pasé mucho tiempo en el departamento de mi abuela Memé, la madre de mi padre. Argentina era un lugar maravilloso y yo me sentía mitad de aquí, mitad de allá.
Volver
Con la vuelta de la democracia, mi familia volvió a la Argentina. Fue en febrero de 1984. Mi madre nos anotó en un colegio privado de Belgrano, por recomendación de una amiga suya que mandaba a sus hijos allí. En ese entonces tenía acento mexicano que se hizo evidente desde el primer día de clases: en un partido de fútbol grité “chútala” y mis compañeros quedaron absortos. Tuve que cambiar el “Vos” por el “Tú”. Reemplacé palabras que aquí se decían distintas, como “plátano”, “elote” o “chaparro”. El haber jugado al fútbol desde chico me permitió integrarme rápidamente con mis nuevos compañeros. Si durante muchos años había tenido que empezar de nuevo, dejar México y comenzar una nueva vida en la Argentina fue una experiencia profunda y transformadora. Un primer desarraigo: el fin de una infancia y el comienzo de otra.
La Piñata (2)
Vuelvo al comienzo, a la muestra del Conti. Me invitan a reflexionar sobre esos años de exilio. Indagué en los álbumes familiares y di con muchas fotos de festejos de cumpleaños. En México hay una fuerte tradición de piñatas que, como todo, ha ido mutando y adaptándose a los nuevos imaginarios y a las nuevas demandas. Encontré muchas fotos de distintos festejos. En ellos, las piñatas se colgaban y eran manejadas por un adulto que las subía y bajaba. Los niños íbamos pasando de a uno, muchas veces con los ojos vendados, y con un palo debíamos romper la piñata para hacer estallar por el aire los caramelos y juguetes que llevaba en su interior. Todos cantábamos: dale, dale, dale / no pierdas el tino / porque si lo pierdes / pierdes el camino. A veces volaba algún brazo o pierna de la piñata y atraparlo tenía un valor especial, como de trofeo. Lo mismo cuando la piñata caía: llevarse una parte de ella siempre tenía un plus. Encontré una foto de un festejo donde estoy al lado de una piñata sosteniendo el palo. Creo que es un cumple mío, no estoy seguro. La piñata: una suerte de Batman “a la mexicana” con los brazos abiertos. En la foto aparece mi madre muy joven. Sostiene en su falda a Ana Ramos (hija de una pareja amiga). A su derecha está Carolina Schavelzon, ambas también argenmex. Hay una mujer detrás del Batman, pero no se distingue, y un señor de bigotes que nunca llegué a reconocer. Esa foto y esa piñata fueron mi punto de partida para la pieza. Me propuse hacer una versión de ese objeto respetando las proporciones entre la piñata y el niño que fui. Construí una pieza de dos metros y medio que me llevó más de un mes en terminar. Cuando invité a amigos y familiares por las redes sociales, publiqué la foto en lugar de la pieza. Muchos reconocieron a las personas que aparecían allí. Ese momento, el del debate, fue inesperado y a la vez emocionante.
Pude palpar la memoria como algo colectivo, compartido y fragmentado. Para la inauguración había preparado caramelos en el interior del superhéroe. Hice correr la voz entre los más pequeños y fue un gran momento (muy esperado) poder darle esa función a la obra artística. Años después, la pieza se terminó rompiendo por completo, entre mudanzas, caídas y lluvias mal resguardadas. Pero ni modo: finalmente las piñatas son para romperse.
Invierno 2020
Notas
1. El proyecto al que hago referencia se llama “80 Balas Sobre el Ala” y lo desarrollamos con Pablo Gershanik en una residencia artística llamada Esto No es una Muestra (2016-17), que se llevó a cabo en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo En 2019 volvimos a repetir la pieza en el 104 y en la Cité Internationale des Arts (Paris, Francia).
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