21/09/2020
Casa tomada. Breve historia político-estética del hogar
Por Matías Farías - Sebastián Russo
Fotos Julián Athos Caggiano - Endre Gerda
A lo largo de la historia las mujeres y otrxs colectivos han demostrado que la casa también es política. En este artículo, los autores plantean que es necesario pensar qué casa y qué calles pueden enfrentar la virulencia de la derecha cuando sale a manifestarse para imponer su proyecto. Se preguntan qué política trazar, luego del "quedate en casa", que nos permita imaginar una república popular y comunal.
A lxs estudiantes de UNPAZ
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Recientemente, Jorge Alemán alertaba sobre la «artillería ideológica» de una derecha cuyo accionar signa para mal la nueva hora del mundo. Se trataría de una derecha «deshinibida», dispuesta a provocar una perfecta «inversión del 68» al apropiarse de las calles y de la demanda del goce de la libertad. Lo contrario le ocurriría a las izquierdas y movimientos nacionales y populares, que de manera insospechada se encontrarían atrapados literalmente en una situación de encierro, al no poder aferrarse a otra cosa que al «quedate en casa». Esa es la alerta de Alemán.
Hay razones para tomar en serio la alerta de Alemán, pero no sin antes reflexionar sobre algunas de sus premisas. Por un lado, que el 68 (europeo) constituya la referencia para medir el estado actual de las izquierdas y los movimientos nacionales y populares es de por sí dudoso y merecería una discusión aparte. Por otro lado, no es nuevo en Argentina que la derecha tome las calles: en tono celebratorio, a modo de conjuro de sucesivos fantasmas, o con afanes directamente golpistas, desde el Centenario hasta la 125, pasando por las Ligas Patrióticas y el Corpus Cristi, la derecha se movilizó masivamente para ubicar a las cosas en su «lugar natural». Por lo tanto es necesario pensar la novedad de los anti cuarenta y otras equivalencias en el trasfondo de este pasado.
Pero tampoco es cierto que el movimiento nacional y popular en Argentina se haya «quedado en casa», enunciado que, por la oportuna intervención de las bases, quedó redefinido como un «quedate en el barrio». Lejos de cualquier inmovilidad y en espacios que nada tienen que ver con el tópico burgués de la «dulzura del hogar». Del mismo modo, enfermerxs, médicxs y personal administrativo del sistema de salud ponen el cuerpo cual heroínas y héroes del cruce de los Andes que nos toca vivir. Por consiguiente, hay una movilización cuya politicidad sería un error no pensar, aún cuando resulte necesario indagar qué tipo de estado de movilización es éste. Pero sea cual sea su índole, lo menos que puede decirse es que las organizaciones populares están sosteniendo, en condiciones dramáticas, la vida en común: las ollas populares son el ejemplo más conocido de una ocupación activa de los espacios comunitarios.
No obstante, no deja de ser interesante la conclusión que extrae Alemán cuando afirma que «esta vez no es sólo la experiencia colectiva la que transformará al sujeto singular. Ahora también debe suceder lo inverso, el deseo ético del propio sujeto singular (que no es el individualismo) debe ser un agente de subversión de lo colectivo». La pregunta que se abre entonces es cómo pensar ese «deseo ético» sin descartar de antemano a la casa, el barrio o la ranchada como espacio de politización. Cuando como dice Damián Selci "hoy, toda la clase trabajadora argentina está en su casa", y se pregunta, "¿Qué está pensando, en las largas horas del aislamiento? ¿Qué conclusiones políticas sacará de las imprevistas condiciones de la época?"
Más aún incluso cuando colectivxs feministas vienen planteando el carácter eminentemente político de los trabajos relativos al cuidado: no habría lazo social ni constitución de algo del orden de lo «común» sin ello. Y aún con o sin banderas feministas, a lo largo de la historia las mujeres y otrxs colectivos han demostrado que la casa también es política -y lo es de manera eminente. Basta con leer Amalia para ver cómo Mármol se escandalizaba con las trabajadoras afrodescendientes que jugaban a favor del rosismo en los caserones de los «cajetillas»; o cómo las delegadas censistas comandadas por Evita convirtieron sus casas en unidades básicas semi clandestinas, en una de las construcciones políticas territoriales de más vasto alcance en Argentina. Las así llamadas «amas de casa», aun soportando violencias de todo tipo, han hecho política dejando su impronta en esa institución para nada natural, sino política, que es la familia. Por eso en lugar de anteponer casa y calle, probablemente sea mejor pensar qué calles y qué casas (y qué articulación entre ambas) se enfrentan en esta virulencia.
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Si la derecha sale a la calle, es porque tiene un proyecto para la casa. Lo tiene desde hace mucho tiempo. De hecho, nunca sale a la calle sin tocar antes la cacerola y/o encender la tele. No hace tanto, en los años noventa, Canal 13 presentó su slogan "Estás en casa, Estás en el 13". Donde el «quedate en casa», eminentemente conservador, contaba con cierto componente de desinhibición y modernización propio de esos años. «Quedate en casa» significaba que como Canal 13 era la casa, también era/podía ser la mía. Mi casa, entonces, como el ámbito desde donde ingreso a la casa neoliberal proyectada: mi familia extendida, privatizada, donde me informo, me divierto, me emociono. Todo. Propuesta orwelliana que se continuará con la casa del Gran Hermano, que lleva a otro plano el par enajenación y desinhibición. Donde la voluntad ya no está puesta en creación alguna, sino en sentarse a ver la vida, propia/ajena y minúscula, a través de la de los otros, vueltos extrañxs hermanxs. Como en las redes.
Pero esa es la casa que educó a miles o millones en la idea de que no había otra ley, ni otra historia, que la que se proyectaba en pantalla. Desde entonces, las imágenes que se muestran en los cortes o en la propia programación son las mismas: un auto de nueva gama toma velocidad en una ruta sin tráfico, sin interrupciones, hasta llegar a unas colinas. Un «que se vayan todos» sublimado, que exhibe qué significa la felicidad neoliberal: que el yo «tome envión» con la menor compañía posible. La Argentina debe gloria eterna a los piqueteros que porque construyeron otras casas, otro barrios, mostraron que eran posible otras calles.
¿Toman hoy los así llamadxs y deshinibidxs anticuarentena la calle de forma disruptiva al orden vigente? Lo hacen pero diciendo: no toquen el capitalismo, queremos volver a comprar la fuerza de trabajo, no queremos cambiar las condiciones preexistentes. Hay un grupo alarmado, siempre atento a los fantasmas que recorren Europa, es decir, Buenos Aires y zona de influencia. Pero hay un sector que es de vanguardia y que va también por el plan de convertir a la casa en una ruta sin trabas para el capital, quitando incluso los escollos de los resabios improductivos y no-working del Gran Hermano, o los rituales sentidos del conservadurismo católico. Hay algo de utópico en eso, un paraíso al estilo comunidad Bitcoin para los agraciados o un caótico hogar de trabajadores malabaristas y precarizados en el lugar mismo que la cultura burguesa había consagrado como suntuario del yo. Así es la casa del mercado libre, la casa de la flexibilización laboral.
Se entiende, entonces, cómo esa casa se prolonga en las calles con el lenguaje del libertarismo del caminar por avenidas desiertas y escupir en rostros enemigos. Lo que se deshinibe allí, pero para reafirmarlo, es el enclaustramiento hogareño, que más allá de patologías asociadas, es una cárcel insoportable cuando evidencia vínculos de ocasión y compromiso dañinos, una existencia común insostenible. Incluso en las barriadas populares, son una condena para aquellxs que no pudieron configurarse allí en una trama comunal, y que (como sucede en Nación clandestina de Jorge Sanjinés) desean explorar los elixires de las libertades capitalistas, donde explorar lo nuevo deviene la trampa del "progreso" como viento que arrastra (como ya decía Walter Benjamin en sus Tesis de la Historia).
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Hay, podemos hacer, una historia a cuadros de la casa (lo íntimo, el hogar) donde se la imagina como potencia afirmativa, trinchera primera/última y, al mismo tiempo, como (poder) ser lo que forcluye, lo que imposibilita y aterra. Una casa donde el vínculo afuera/adentro se juega en el tándem protección/peligro. Pero a su vez en términos de propiedad, en relación a lo propio, tanto como lo que constituye, como lo que puede ser despojado. En clave organicista, la nación también ha sido pensada desde una arquitectura familiar. Del "cuerpo de la nación" a "la nación como un hogar". Donde la tensión entre "gobernar es poblar" y el "poblar es apestar" puede leerse en relación a un vínculo problemático entre el habitar, el hábitat y la peste (y no sólo en términos sanitaristas).
Desde el fortín como ámbito barbárico invivible, de una civilización que soñaba una pampa regada por pueblos/hogares y construía su contraparte "desértica" en las tolderías abiertas y nómades de los infieles. A los hogares proletarios o los proletarios en hogares en "Sin pan y sin trabajo" (1894) de Ernesto de la Cárcova y "El despertar de la criada" (1887) de Eduardo Sívori. Donde a la desesperación de una pareja necesitada que hace de su hogar el lábil refugio que engendra desconsuelo y violencia a punto de estallar; le corresponde en espejo un breve momento epifánico de una vida en un hogar que no le es propio, pero que acoge vicariamente en la estrechez trágica del vínculo vida/trabajo. Del conventillo al que irrumpen Argerich y Roque Pérez en el "Episodio de la fiebre amarilla" (1871), donde un nuevo otro interno, y ya no fronteras afueras (ni gaucho, ni indio), expresa que no toda inmigración era la deseada por las elites gobernantes, que deben certificar que lo que allí ocurre en persona, incluso terminará por arrasarlos a ellos. A la casa de tolerancia que parece expresarse en "Demonio, mundo y carne" (1886), ambos de Juan Manuel Blanes, donde aquella misma sospecha infecciosa (en términos higienistas, pero también social/moral) recae en otro ámbito donde anida la extranjería cuestionada/indeseable, como son los prostíbulos.
Como una suerte de reversión del cuadro de De la Cárcova, e imaginando otra construcción estatal del hogar, en este caso feliz, Daniel Santoro expresará en "La felicidad del pueblo", siguiendo los tonos mítico peronistas de su arte, una rememoración emblemática que intenta erigirse como horizonte deseable. Donde no solo hay pan (aun más, pan dulce) sino otra concepción del trabajo, no vinculada a la alienación sino al disfrute.
"La felicidad del pueblo", tal la pinta Daniel Santoro, sería un modo paradigmático de politización de la casa. Con todxs sus integrantes cuidadxs y alegres. Una casa no opresiva, sino protectora y punta de lanza para una vida feliz. Tanto la propia, como la de todxs. Donde anide, no solamente el placer, la alegría, sino donde se geste la defensa colectiva de esa alegría. Siendo que es una casa marcada políticamente, en donde "reina el amor y la igualdad", desde la cual Evita ejerce una verdadera jefatura espiritual y material. Lo contrario al cuadro de De La Cárcova. No solo por la falta de pan, de trabajo y el gesto desesperado, sino por el ascetismo incluso icongráfico. Que en Santoro se expresa en un barroquismo imaginal, donde las imágenes se pliegan y se saturan. Más por satisfacción (del que queda pipón) que por saturación anulante.
Santoro imagina esa casa cuando ya no existe más: con todos los personajes del cuadro de luto. Aunque como en el Favio de Sinfonía de un sentimiento, «La felicidad del pueblo» no buscaba recuperar un pasado perdido, sino inscribir un recuerdo que conmoviera el presente para que el pueblo tenga alguna orientación para luchar o, al menos, para resistir la infame realidad que las clases dominantes tenían para ofrecer entre fines de los noventa y el 2001. Las mismas clases dominantes que titularon en letra de molde que la crisis había causado dos nuevas muertes cuando asesinaron a Kosteki y Santillán luego de un corte callejero.
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Hagamos un último pero paradigmático movimiento en esta breve historia que aquí presentamos.
A primera vista, la casa tomada del cuento de Julio Cortázar es la casa invertida del cuadro de Santoro. Es el infierno de los propietarios ante la felicidad del pueblo. Sin embargo, proponemos, ofrece una idea de lo que puede ser el antagonismo en tiempos de pandemia.
En el relato, la casa se ubica en la calle Rodríguez Peña, desde la cual salen hoy algunas de las familias «desinhibidas». Es una casa reliquia, altar y objeto de culto que asegura, por la vía de la propiedad, lo que la realeza aseguraba por la sangre: un linaje. Pero en el relato de Cortázar, esa casa es una deidad en decadencia.
Llega el día en que la casa finalmente queda tomada. Esos murmullos y ruidos que se apoderan de su interior la transformaron de raíz: ya no importa el habitáculo, sino la posibilidad o no del habitar. Le ocurre a la casa lo que Sampay sostenía en esos mismos años que debía ocurrirle al orden jurídico: estar constituido de modo tal que garantice que “el Estado sea para el hombre y no el hombre para el Estado”. Por razones como éstas, aunque ni se mencione estos asuntos en la trama, Casa tomada es un cuento peronista. Quienes se apoderan del otrora santuario burgués plantean otra lógica del conflicto, que combina el máximo enfrentamiento sin una lucha cuerpo a cuerpo. Como sí ocurría en El Matadero de Echeverría, o con sus mediaciones, en Facundo de Sarmiento, en ambos casos con una deriva trágica. Sus personajes aquí anuncian una modalidad de lucha silenciosa, hecha de murmullos y tácticas indescifrables, pero que avanza hasta que el «propietario» cierra la puerta, pero teniendo que arrojar las llaves en las alcantarillas. Es el inicio del «empate hegemónico» en la historia argentina.
¿Qué política trazar luego del quedate en casa, del quedate en el barrio? Si ello inmoviliza, sólo cabe esperar más de lo mismo: explotación y femicidios. La oligarquía no es el patriarcado pero tampoco es otra cosa. En el avance silencioso de los personajes de Cortázar, el estado de movilización en cambio es el núcleo de una estrategia política que hoy tiene que estar a tono con lo que desde hace tiempo piden las organizaciones populares: «tierra, techo y trabajo». Por agua potable, cloacas, luz, gas para todas y todos los argentinos, peleó y murió Ramona Medina. La derecha tomó el control del continente y tiene poder político e ideológico para bloquear las reformas superestructurales; y poder militar asesinar en masa o por «goteo». Pero el barrio ofrece una línea de avance cuya ficha hay que jugar para estar más fuerte en la calle. No sólo para salvar millones de vidas que el capital desdeña ahí sí ya sin inhibiciones. También para construir una esperanza para la política popular, que además de nacional, democrática y feminista, tiene que contemplar la trama comunal. Politizar la casa, la calle, lo que entendamos como hogar, no puede darse sin el entrelazamiento histórico/coyuntural de "tierra, techo y vivienda". Solo allí podremos imaginar una república popular y comunal.
*Este texto surge de las lecturas y discusiones que desde la materia "Introducción a la Cultura argentina y latinoamericana" (UNPAZ), los autores (sus docentes) y lxs estudiantes tuvieron durante la cursada 2020.
** Matías Farías (UBA/ UNPAZ) y Sebastián Russo (UBA/ UNPAZ).
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