07/09/2020
A 210 años de la fundación de la Biblioteca Nacional
Papeles amarillentos
Por Guillermo David
El actual Director Nacional de Coordinación Cultural reflexiona sobre el rol de la institución en la preservación de la memoria escrita de la nación, el lugar del libro en la cultura y la necesidad de producir ciudadanos capaces de imaginar en el concierto de los mundos una sociedad de iguales unidos en el diálogo plural de sus diferencias, tarea indispensable en este momento dramático para la Humanidad.
Las naciones irrumpen en la vida histórica a través de episodios épicos, cuando no trágicos, que solo cobran sentido en sus quimeras literarias. Esas ensoñaciones letradas producidas a lo largo de los siglos alientan en sus lectores la constitución de comunidades imaginarias que suscitan pasiones querellantes, a menudo antagónicas, cuyo resultado son las culturas nacionales. Nuestro país no constituye una excepción: los grandes ciclos ficcionales surgidos con la emancipación han ido modulando identidades a través de las épocas en tanto construyen lectores que, asumiendo al libro como el lugar de toma de conciencia de sus actos, serán protagonistas del drama patrio.
A sabiendas de que el acto de lectura es un acto de constitución de sujetos soberanos, en el fragor de la contienda revolucionaria Mariano Moreno dio nacimiento a la nave nodriza de las letras nacionales. Desde entonces la Biblioteca Nacional alberga en sus fondos el acervo impreso a lo largo de los siglos en el territorio que llamamos Argentina. Las tensiones ideológicas de sus diversas vertientes intelectuales, en diálogo con la cultura universal, alimentan los lenguajes con que pujamos por construir un país más justo. Bajo la pregunta de cómo vivir juntos, generaciones de hombres y mujeres fueron tramando sus visiones en textos orientadores de la acción y la reflexión que tienen en la Biblioteca un lugar no solo de preservación sino, y sobre todo, un espacio de vitalización. Porque, como aprendimos con Borges, es la soberanía del lector la que funda el sentido de los textos. Lector que, según Gramsci, al encarnar en un juego de espejos sus ficciones ideológicas que lo conmueven, deviene sujeto activo de la historia. Esa transmutación, esa alquimia del verbo, es el secreto de la perduración en la historia de las culturas, que hacen de la transustanciación de las palabras en actos el sentido teleológico –no por ficcional, menos eficaz- de su devenir. Al hablar de la potencia del pensamiento de Clausewitz, que nunca peleó una guerra pero que la pensó mejor que nadie, Raymond Aron lo resumía en una frase: “La influencia del pensamiento sobre el pensamiento es el factor más importante de la historia”. Extremando el dictum, pero no sin dar cuenta de la dosis de verdad que acuna una aseveración de esta índole, se podría decir que en Argentina no hay pensamiento sin Biblioteca Nacional.
Aquel gesto dramático y fundacional de los patriotas de Mayo –entre tantos otros, San Martín y Belgrano donaron parte de sus bibliotecas siguiendo la iniciativa de Moreno- obliga a reflexionar sobre el lugar del libro en nuestra cultura. Sobre todo cuando está interpelada por nuevas formas de comunicación textual y otros regímenes de visibilidad e intelección del mundo, como sucede hoy en día con el predominio digital de los textos y la hegemonía de la imagen, que invitan a modos diferentes de lectura, con su inevitable secuela de olvidos y desdenes. Para graficar la incidencia de la biblioteca en la vida pública mencionaré solo dos casos, si no ejemplares, al menos indicadores de la potencia vitalizadora de una cultura letrada que cifra en su acervo las formas de su soberanía identitaria.
La pasión de archivista de Pedro de Ángelis, intelectual napolitano que estuvo al servicio de Juan Manuel de Rosas entre 1830 y 1852, nos brinda una clave para entender la importancia de los archivos y bibliotecas para los Estados y la diagramación de sus vínculos con el mundo. A lo largo de dos décadas De Ángelis recorrió el país adquiriendo viejos papeles, documentos, manuscritos, mapas, antiguas ediciones de libros religiosos, diccionarios de lenguas indígenas, diarios de viajeros, etc., que recogió en la Colección de Documentos para la Historia Argentina. Esos volúmenes fueron decisivos hasta el día de hoy para la construcción de la historiografía nacional. Pero lo fueron también para dirimir situaciones críticas, como los sucesivos conflictos con Chile por la determinación de los límites en la Cordillera de los Andes o los reclamos de soberanía sobre las islas Malvinas. Libros que además hoy son fundamentales para comprender el entramado de etnias indígenas que la historiografía dominante ocultó y que en los últimos años han cobrado notoriedad pública con sus reclamos de ciudadanía, y, por supuesto, para la comprensión del pasado colonial y los primeros pasos de nuestra independencia. Durante siglo y medio de Ángelis fue silenciado en el mapa de lecturas argentinas, siendo que sus compilaciones de documentos fundamentaron la historiografía al menos desde Mitre –su gran denostador- en adelante. Solo con el trabajo de Josefa Sabor, decana de los bibliotecarios y bibliotecarias argentinos, que en los años sesenta del siglo veinte le dedicó un estudio bio-bibliográfico exhaustivo, se operó la reposición de su figura más allá de los lógicos desdenes y señalamientos de sus zonas grises. A De Ángelis podríamos sumarle el de Boleslao Lewin, el ilustre historiador autodidacta de origen polaco que trasegó los anaqueles de la vieja Biblioteca de calle México para prohijar su libro, del cual daría sucesivas versiones, sobre Túpac Amaru. Ese trabajo de casi un millar de páginas significará un quiebre en la historiografía y en la historia americana, en tanto su vindicación de la revolución indígena operará no solo sobre la consideración del pasado colonial sino sobre todo será un manual de comprensión del presente del mundo andino e inspirará insurgencias en todo América.
Los de Pedro de Angelis y Boleslao Lewin –podríamos alargar el padrón hasta casi abarcar las letras nacionales- son solo dos de los tantos casos en los que es fácil mostrar la importancia central de los textos conservados por las Bibliotecas Nacionales en la constitución de la identidad de las naciones. Pero ello nos obliga a reflexionar también sobre la articulación con otros países y culturas de las cuales hemos de recoger sus enseñanzas.
Si la soberanía del lector es acaso nuestra más perdurable herencia de Borges, también aprendimos con él que las culturas nacionales son apenas un capítulo de la cultura universal y que se conforman apropiándose de ella y haciendo la propia versión. Como estipuló en El escritor argentino y la tradición, nuestra cultura se constituye en diálogo con todas las invenciones humanas. Esa posición formulada por quien fuera el más famoso Director de la Biblioteca Nacional es la clave de la construcción de nuestro patrimonio bibliográfico. Y por ende, augura la construcción de un lector -y por ende de una sociedad- que dialoga de igual a igual con todas las culturas y países del orbe, sin distinción de credos, etnias, lenguas o nacionalidades.
En ese sentido, las Bibliotecas Nacionales cumplen no solo el rol central de preservar y promover la memoria escrita de una nación sino, y sobre todo, el de producir ciudadanos capaces de imaginar en el concierto de los mundos una sociedad de iguales unidos en el diálogo plural de sus diferencias. En este momento dramático para la Humanidad debemos reflexionar sobre el lugar del libro en la cultura y sobre las nuevas formas de construcción de ciudadanía planetaria, democrática, crítica, que las bibliotecas, custodias de la memoria, deben propiciar. La Biblioteca es y será la memoria viviente de la Nación. Habitada por volúmenes durmientes a la espera de nuevos lectores que despierten nuevos sentidos a la palabra impresa, acuna el alma del pueblo argentino que, como en las buenas narrativas, refulge en un instante de peligro.
* Director Nacional de Coordinación Cultural de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.
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