12/08/2020
La Masacre de Capilla del Rosario: los fusilados del 74
Por Santiago Garaño - Werner Pertot
El 12 de agosto de 1974 en Catamarca, cerca de Capilla del Rosario, fueron fusilados 14 miembros del ERP. Formaban parte de un grupo que intentó copar el Regimiento Aerotransportado 17, pero fueron sorprendidos por la policía. Algunos de los militantes fueron detenidos, otros se dieron a la fuga y el grupo que fue cercado en Capilla del Rosario fue ejecutado por las fuerzas del Ejército luego de deponer las armas. Con motivo del aniversario de la masacre, Haroldo publica un fragmento del libro Detenidos-aparecidos. Presas y presos políticos de Trelew a la dictadura (Biblos, 2007), de Santiago Garaño y Werner Pertot, que narra el episodio centrándose en la historia de Yeyo, uno de los militantes que logró huir y sobrevivir.
"Es bien sabido que el Servicio Penitenciario Federal, como las restantes fuerzas del orden adquirieron orgullosamente la tremenda responsabilidad de combatir la subversión. En nuestro caso particular, alojar en nuestros establecimientos a elementos subversivos de ambos sexos nos ha obligado a salirnos en parte de los cánones normales de nuestro quehacer específico y acomodar nuestra estructura y operatividad a las especiales modalidades de estos nuevos y peligrosos enemigos de la sociedad"
(coronel Jorge Dotti, jefe del SPF, 17/7/77)
Sabía que vendrían por él. Se tiró al piso, para que lo tapara la vegetación del monte. Esperó a que oscureciera un poco más. Se entretuvo viendo a un cascarudo, que peleaba cercado por una colonia de hormigas negras. Finalmente, el cascarudo se entregó. Y perdió. Cuando escuchó ruidos, se puso nuevamente en pie. Sonaba como alguno de los compañeros. Tiró el revólver y siguió viaje, con los pantalones y los borceguíes todavía mojados por haber cruzado un arroyo. Era el 11 de agosto de 1974 y Yeyo sabía que los militares no tardarían en caer sobre él y sobre el resto de los guerrilleros del ERP.
“Nos gustaría que te sumaras a la compañía de monte”, le planteó Roberto Santucho pocos meses antes. En la casa operativa, Yeyo mateaba junto con Benito Arteaga y Guillermo Pérez. En julio de 1974 tenía asignado un frente sindical en el conurbano y trabajaba como tornero. Pero el PRT-ERP estaba decidido a lanzar una compañía de monte en Tucumán. Yeyo frunció el seño. “Compañeros, les demostré que soy más útil para el partido en el frente de masas que en el armado…”, objetó. “Pero vos tenés una gran experiencia militar”, le recordó Santucho. Sobre ese punto no había discusión. En 1967 a Yeyo le había tocado hacer la colimba en una situación muy especial, casi inmejorable para los propósitos de los militantes.
Con 20 años, formadito junto a los otros cadetes cordobeces, había escuchado la arenga del jefe de la Compañía: “Ustedes van a dejar de ser maricones para ser infantes paracaidistas, ¿me escucharon? Los vamos a hacer hombres. Acá se viene la guerra contra los comunistas, como en Indochina, y tenemos que prepararnos. Y van a tener el honor de ser parte del primer batallón antiterrorista de la Argentina”, los arengó Mohamed Alí Seineldín. Un grupo de boinas verdes estadounidenses lo observaban a un costado. En los trece meses que siguieron, se convirtieron en sus profesores, como una extensión de la Escuela de las Américas de Panamá. “¡¡A levantaaaarse, los quiero afuera en diez segundos!!”, gritaba Seineldín a las cuatro de la mañana y Yeyo salía con el colchón al hombro a trotar por la pista de lanzamiento o a hacer orden cerrado en la plaza de armas. Mientras hacía flexiones, rezaba por que no se enteraran de que estaba afiliado al Partido Comunista. Y, de paso, aprovechaba para conocer todas las armas –se hizo amigo del oficial armero- y para leer todos los manuales posibles sobre instrucción militar (incluso consiguió sacar algunos del cuartel).
El entrenamiento concluyó con un simulacro militar en Mendoza. Yeyo se sujetó la boina roja y saltó de un avión con el FAL enfundado al costado y su paracaídas se desplegó junto a otros cientos. “Vamos que el campamento terrorista está cerca”, le ordenó el oficial estadounidense en un castellano forzado, cuando el soldado tocó tierra en el valle de Uspallata. Entraron a las casas pateando puertas y ametrallaron a los que se resistieron. Los “guerrilleros” eran soldados de Puente del Inca y las balas, de fogueo. Luego fueron hasta el Liceo Militar “General Espejo”, donde brindaron tras recibir una calurosa felicitación del general Agustín Lanusse. Habían hecho patria.
“Bueno, compañeros, pero sigo pensando que soy más útil en el frente sindical”, insistió Yeyo tras devolver el mate. Las hijas de Santucho jugueteaban entre ellos, pasaban corriendo por debajo de la mesa. “Mirá, compañero, nosotros entendemos lo que planteás, pero el partido en este momento necesita cuadros como vos en Tucumán. Te vas a ocupar de trabajar allá en un frente de masas, para generar apoyo popular para la compañía de monte”, consideró Santucho.
Con sus 27 años a cuestas, Yeyo hizo las valijas junto a su compañera, Eva Nuñez, y partieron hacia Tucumán. Allí consiguieron rápidamente alojamiento –una casa al pie del monte donde se hacían las reuniones del partido- y él se acercó a uno de los ingenios. “¿Qué necesitan? Soy tornero, frisador, sé arreglar máquinas, lo que haga falta”, se ofreció y lo tomaron como operario de mantenimiento. Pronto estaba en contacto con los sindicatos azucareros de tres ingenios. En los primeros meses participó en algunas acciones menores: tomaron un camión cargado de carne y lo repartieron en los barrios pobres o volantearon la Estrella Roja, siempre clandestinamente.
El 10 de agosto cuando llegó a su casa, se encontró con El Tordo, que lo estaba esperando. “Preparate, que vamos a viajar. Tenemos una operación”, le informó. “Bueno, perfecto”, dijo Yeyo sin pedir más explicaciones. Le dio un beso a Eva, sin saber que sería la última vez, y partieron. Se tomaron un colectivo hasta la Universidad de Tucumán y luego de varias maniobras para evitar que lo siguieran, los recogió un micro cargado de guerrilleros.
Allí el Tordo le explicó el plan: “Compañeros, vamos a copar la Base Aerotransportada 17 del Ejército, en Catamarca. Tenemos el dato de que hay una fiesta en el Casino de Oficiales mañana sábado, así que va a haber poca gente. Pero vamos a tener que entrar por la puerta principal”, les contó. “Los objetivos son claros: dar una señal política al Gobierno del nivel de consistencia de la compañía de monte Ramón Rosa Giménez y recuperar las armas para la lucha revolucionaria del pueblo”, detalló. En realidad, ese día el ERP tenía planeadas dos grandes acciones militares simultáneas: la otra era el copamiento de la fábrica militar de explosivos de Villa María, en Córdoba.
El micro paró en una ruta desierta a las once de la noche. Algunos bajaron a hacer guardia y el resto comenzó a cambiarse la ropa por uniformes militares y a preparar las armas. Ninguno vio a los dos vecinos en bicicleta que pasaron junto al colectivo. “Che, a esos no los conozco, vamos a avisar a la comisaría”, se asustó uno de los ciclistas, al servicio de la comunidad. Yeyo estaba terminando de calzarse un borceguí cuando oyó que afuera alguien gritaba: “¡Alto policía!” y comenzaba un concierto de tiros.
Sin pensarlo, se arrojó por la ventana, mientras otros lo seguían y algunos contestaban el fuego. Dos cayeron muertos. Yeyo se internó en el pastizal con las balas silbándole cerca. Se perdió en la espesura, al igual que el resto de sus compañeros, que se desbandaron en diversas direcciones. Se había puesto la ropa militar sobre la propia, así que se deshizo de todo lo que pudiera delatarlo, inclusive el arma. Cruzó un arroyo y esperó. El silencio y la brisa era todo lo que se oía. Pero la calma del campo era engañosa. Luego escuchó ruidos y reconoció al Indio, por lo que salió de su escondite. “Vení, Yeyo, los compañeros están acá cerca”, le dijo. Eran 16 guerrilleros los que estaban en el medio del monte, en un improvisado refugio cerca de Capilla del Rosario, en la localidad de Piedra Blanca. El cuadro era desolador. Uno de los guerrilleros, un uruguayo tupamaro que se había sumado al operativo, estaba en el suelo con un balazo en la cabeza. “Hay que salvarle la vida. Buscáte un compañero y salí a comprar remedios y algo para comer”, le pidió El Negrito Fernández.
Salió del monte con el Indio y llegaron caminando hasta un pueblo. Los movimientos de tropas ya se sentían en toda la zona. Estaban los dos de civil, por lo que intentaron disimular lo más posible cuando entraron a la panadería. Pero, al salir, los esperaba un patrullero. “Y esos borceguíes militares, ¿dónde los consiguió, señor?”, preguntó el policía antes de meterlos en el auto. Mientras los llevaban a la comisaría Yeyo lamentó mentalmente no haber tirado los documentos falsos que tenía. Podían comprometer a un montón de sindicalistas, allá en Tucumán.
Las torturas comenzaron enseguida, primero las improvisadas de la policía provincial y luego las más “sofisticadas” de las brigadas antiguerrilleras a cargo del comisario Alberto Villar, que desembarcaron en Catamarca y militarizaron la zona. Les inyectaron pentotal sódico y los picanearon hasta cansarse. “¿Dónde están los otros terroristas?”, fue la principal pregunta de las primeras horas. Luego dejaron de preguntar por ellos. Y los que empezaron a preocuparse fueron los detenidos. Eran cerca de catorce, por lo que pudo averiguar Yeyo cuando los pusieron contra un paredón para fusilarlos. Los policías federales dispararon con balas reales, pero le apuntaron al techo. “No traten de escapar, compañeros, porque nos matan a todos”, susurraba Yeyo. “¡Hijos de puta! ¡No escarmientan con nada!”, les gritó el oficial antes de mandarlos a la cárcel de Catamarca.
“Estos tipos no nos paran de verduguear. Probemos hacernos pasar por locos a ver si paran la mano. Vos hacéte el mono y yo te paseo de la mano”, le propuso otro de los detenidos cuando llegaron a la prisión. Y Yeyo se puso en cuatro patas y comenzó a caminar como un mono delante de la policía. La idea no surtió demasiado efecto a la hora de los golpes, pero se consiguió el apodo de preso que lo acompañó a todas partes: El Monito.
Yeyo, que había perdido la noción del tiempo, descubrió que habían estado dos semanas incomunicados. “Usted no puede declarar así, mire como está”, lo señaló el juez. “Yo quería denunciar que me torturaron salvajemente”, alcanzó a decir Yeyo antes de que se lo llevaran. Los tiraron en una caballeriza de la cárcel, que servía como calabozo de castigo, donde no cabían parados. Allí recibieron las primeras visitas de su familia, que no duraron más de veinte minutos. “Por fin te puedo ver”, alcanzó a decir el padre de Yeyo. Él estaba clandestino desde 1971, por lo que no podía ni enviar cartas ni llamar a su familia.
Allí se enteraron. Los catorce compañeros que habían quedado en el monte habían sido fusilados. El escueto parte militar que se difundió a la población sostenía una versión inverosímil: decía que luego de un tiroteo, en el que los guerrilleros descargaron todas sus municiones, los soldados se acercaron al pastizal para descubrir que ya estaban todos muertos. El ERP luego les hizo llegar una versión muy distinta. El Negrito Fernández, cuando los militantes del ERP se vieron rodeados y sin municiones, intentó negociar la rendición. Los militares aceptaron y luego los fusilaron a sangre fría[1]. Algunos de los cuerpos, incluso, tenían marcas de haber sido atados de manos.
“Quiero felicitarlo por haber abatido a los elementos que están contra el pueblo”, se despachó el gobernador de La Rioja, Carlos Menem, frente a su par de Catamarca. Desde Famaillá, en Tucumán, el general Luciano Benjamín Menéndez fue interceptado por un periodista. “El objetivo es comprobar si acá hay gente que participó en los hechos de Catamarca. Tengo que ver si hay huidos. Si hay, los aniquilaremos”, prometió Menéndez. “Estamos ante otro crimen horroroso, semejante a la matanza de Trelew”, sostuvieron los abogados de los presos Silvio Frondizi y Alfredo Curutchet, que viajaron inmediatamente a Catarmarca. “Te dí por muerto… Yo mismo reconocí tu cadáver…”, le dijo uno de los defensores a Yeyo cuando pudo verlo. Por los documentos falsos, su nombre no había circulado entre los detenidos y, en cambio, había aparecido entre los fusilados. “Bueno, acá estoy”, se limitó a contestar Yeyo. “¿Y cantaste algo? Porque vos tenías mucha información”, le preguntó el abogado. “Boga, mirá cómo estoy, pero no canté nada… Ni siquiera el nombre de mi compañera. Nada más me hice cargo del reparto de comida que hicimos en barrios tucumanos pero no di nombres, dije que los conocía por sus apodos”, le explicó el militante. Poco tiempo después, los dos abogados fueron asesinados por la triple A y el resto de los que asumieron la defensa terminaron presos junto con Yeyo. “Ustedes son los bogas seguidores, porque nos siguen hasta dentro de la celda”, los gastaba él.
* En 2013, el Tribunal Oral en lo Criminal Federal de Catamarca condenó a los represores Carlos Eduardo del Valle Carrizo Salvadores, Mario Nakagama y Jorge Ezequiel Acosta a prisión perpetua por la denominada masacre de Capilla del Rosario perpetrada el 12 de agosto de 1974 en la provincia de Catamarca, en la que 14 integrantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) fueron fusilados. En 2016, un fallo de la Sala III de la Cámara Federal de Casación Penal anuló la condena, absolvió a los acusados y afirmó que los hechos imputados no podían considerarse como delitos de lesa humanidad, en tanto que no se había probado el ataque generalizado o sistemático contra la población civil. El fallo fue apelado y en 2017 el procurador fiscal ante la Corte Suprema de Justicia solicitó la anulación de las absoluciones. La Corte aún no se pronunció.
Notas
[1] Los fusilados fueron Alberto del Carmen Fernández, Hugo Cacciavillani, Rutilio Betancour, Luis Roque López, Rogelio Gutiérrez, José María Molina, Mario Héctor Lescano, Juan Carlos Lescano, Juan Olivera, Roberto Jerez, Hector Moreno, Luis Billinger, Raul Sianz, Urbano Pedro y otros cinco NN. En el enfrentamiento con la policía murieron Norberto Rufino y Carlos Gutiérrez.
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