28/06/2020
La guerra de Trump en América
Por Adam Shatz
Fotos Obi Uwakwe for Lc'oup
La explosión de las protestas en Estados Unidos a partir del asesinato de George Floyd en manos de la policía da cuenta de un hartazgo y una nueva etapa en la lucha de las comunidades afrodescendientes contra el racismo y la opresión. El contexto también desnuda cuán poco importan las vidas negras en un país con un presidente que promueve políticas de supremacía blanca, fortalece las divisiones y libera a sus seguidores de cualquier inhibición.
Adam Shatz, escritor estadounidense, editor colaborador de The London Review of Books, The New Yorker y The New York Time Magazine, realiza un agudo análisis del conflicto racial en los Estados Unidos. Carlos Álvarez Nazareno, Director Nacional de Pluralismo e Interculturalidad de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, introduce este artículo traducido por la Revista Haroldo.
El destacado escritor estadounidense Adam Shatz nos propone una mirada actual sobre los efectos del asesinato de George Floyd, desnudando la fuerte estructura racista que habita desde su génesis a los Estados Unidos. Este crimen racista producto de la brutalidad policial que conmocionó al mundo, también tuvo su eco en Argentina y nos convoca a pensar y cuestionar no solo el racismo del norte, sino también el del sur.
“No puedo permanecer en silencio” es una de las frases que interpela al establishment de ese país, y caló hondo no solo en los opositores a Trump sino en los cientos de miles de jóvenes blancos que salieron a las calles a solidarizarse con la comunidad afroestadounidense y gritar “sin justicia no hay paz”, explicitando como nunca que el racismo no es sólo un tema de los afroamericanos, sino de todos, todas y todes.
Allí radica la relevancia de la nota que nos brinda un condensado aporte con matices de ayer y hoy para reflexionar sobre el racismo, la “fragilidad” de la democracia estadounidense y el acceso a los derechos humanos de las personas afros.
Estos sucesos impactaron de modo global y en Argentina también, donde estamos trabajando para poner fin a la reproducción del racismo estructural, institucional, cotidiano y en el uso del lenguaje; deconstruyendo el mito histórico que sostiene que en “Argentina no hay negrxs”, visibilizando la presencia y aportes de lxs afroargentinxs a la identidad nacional.
La explosión de las protestas, saqueos, manifestaciones en Estados Unidos y en todo el mundo dan cuenta del hartazgo de nuestras comunidades afro y aliadxs ante las injusticias y el trato desigual sólo por el color de nuestra piel. Ya no nos callamos #LasVidasNegrasImportan
Carlos Álvarez Nazareno
Director Nacional de Pluralismo e Interculturalidad
Secretaría de Derechos Humanos de la Nación
La guerra de Trump en América[1]. Por Adam Shatz
En julio de 1999 el escritor Joe Wood desapareció mientras participaba de una conferencia de periodistas de color en Seattle. Tenía 34 años, era un brillante ensayista, feroz en sus críticas al racismo (no era para menos, ya que experimentó en carne propia el mundo liberal del periodismo). La última vez que nos vimos, una semana antes de su viaje hacia Seattle, tenía puesta una gorra de Malcolm X y llevaba consigo un ejemplar de la novela de William Gaddis, The Recognitions. El 8 de julio, después de desayunar con el candidato demócrata a la presidencia y ex basquetbolista estrella Bill Bradley, Joe fue a Mount Rainer a hacer avistaje de aves. Nunca volvió. La explicación fue que se cayó cuesta abajo y perdió la conciencia (tenía una enfermedad cardíaca), pero Washington es un Estado muy blanco, y algunos de sus amigos y familia sospecharon una jugada racista. En su momento dudé de esto, pero ahora no estoy tan seguro. Uno de sus amigos le dijo a un reportero que no había preparado provisiones porque solamente se iba por un par de horas... como si se hubiera ido al Central Park.
Pensé en Joe cuando leí sobre Christian Cooper, el avistador de pájaros negro que se cruzó con una mujer blanca y su perro en el Central Park la mañana del 25 de mayo, el mismo día que George Floyd fue asesinado cuando un oficial de la policía de Minneapolis le apoyó su rodilla en el cuello por nueve minutos. Hay "espacios blancos" en el Central Park, “The Ramble”, un área arbolada popular entre los avistadores de pájaros, es uno de ellos. Cooper tiene 57 años -casi la edad que Joe hubiera tenido- es un graduado en Harvard, miembro de la Audubon Society y activista por los derechos civiles. Le pidió gentilmente a la mujer que pusiera una correa a su perro, tal como es requerido en el parque. Ella se negó y se fue tornando cada vez más agresiva, hasta que llamó a la policía para denunciarlo "Hay un hombre afroamericano... amenazándome". Como escribió W.E. B. Du Bois en 1932 en un ensayo para Crisis: "nada en el mundo es más fácil en los Estados Unidos que acusar a un hombre negro de un crimen".
Lo mismo podría decirse hoy, más de medio siglo después de que la segregación fuera abolida. En 1989 cinco negros y latinos adolescentes, descriptos por la policía como un grupo de jóvenes salvajes, fueron condenados erróneamente por asalto y violación a una mujer blanca que corría en el Central Park. Donald Trump sacó avisos en cuatro diarios de Nueva York instando a la reinstalación de la pena de muerte, a pesar de que se levantaron los cargos que pesaban sobre estos hombres, él continúa insistiendo en su culpabilidad. Amy Cooper pudo haber usado la expresión amable 'afroamericano' pero intuitivamente sabía que a los ojos de la policía Cristian Cooper sería culpable antes de probarse inocente. De hecho, como Ida B. Wells señaló en 1895, las mujeres negras tuvieron siempre más razones para quejarse de los hombres blancos de las que jamás tuvieron las mujeres blancas de los “negros” en relación con este tema: uno de los motores para mantener el suministro de trabajo esclavo fue la violación de mujeres. (El hecho de que Cristian y Amy Cooper tengan el mismo apellido es un recordatorio de que muchas personas blancas y negras tienen ancestros mixtos). Pero la idea de la naturaleza violenta y depredadora del hombre negro, del hombre negro violento y rapaz está profundamente instalada en el inconsciente americano, y Cooper trató de sacar tajada de eso, a pesar de que esta vez la estrategia se le volvió en contra: perdió su trabajo en una empresa de inversiones y a su perro. Pero su actuación resulta una extraordinaria demostración del modo en el que el mito de la fragilidad de la mujer blanca es utilizado contra los hombres negros.
Más tarde ese día en Mineápolis hubo una demostración horrorosa de la fragilidad negra, demasiado real y que fue magnificada por la pandemia del Covid-19. El 'crimen' que le costó a George Floyd su vida fue (según el expediente policial) comprar un paquete de cigarrillos con un billete de US$ 20 falso. (No sería una sorpresa si lo hizo, ya que era uno de los 40 millones de norteamericanos que han perdido sus trabajos desde el principio de la pandemia).
Derek Chauvin, el oficial de policía blanco que se arrodilló sobre el cuello de Floyd por 8 minutos y 46 segundos mientras se quejaba de que no podía respirar y clamaba por su madre muerta, había enfrentado por lo menos 17 denuncias previas por mala conducta y fue parte de tres tiroteos de la policía, uno de ellos con víctimas fatales. Sus tres compañeros oficiales también aplicaron presión sobre el cuello de Floyd y protegieron a Chauvin mientras miraba desafiante a la mujer que filmaba el incidente. Los policías de Minneapolis son 7 veces más propensos a usar la fuerza contra los negros que contra los blancos. A pesar de que la población negra de la ciudad constituye solo el 20%, este grupo representa el 60% de los casos en los que la policía usa la fuerza física.
En su carta desde Harlem en 1960, 'Fifth Avenue, Uptown' James Baldwin escribe que la policía se mueve a través de los barrios humildes
como un soldado de ocupación en un territorio hostil; que es precisamente lo que es y dónde está y es la razón por la que camina en grupos de a dos o de a tres... Suele reemplazar esa sensación de incomodidad con insensibilidad, que rápidamente se vuelve instintiva. Él cada vez más insensible, la población cada vez más hostil, la situación se torna cada vez más tensa y las fuerzas policiales se intensifican. Un día, frente al asombro de todos, alguien arroja un fósforo al combustible y todo explota.
El asesinato de George Floyd se sitúa dentro de este patrón que Baldwin describe, pero a su vez es diferente y esa diferencia ayuda a explicar por qué la explosión se expande a 300 ciudades y toma la forma de algo semejante a una insurrección. El movimiento Black Lives Matter, que surge durante la presidencia de Obama, fue exitoso en señalar la violencia policial contra la gente negra. Las protestas en contra de los asesinatos de Trayvon Martin, Michael Brown y Freddie Gray estuvieron en su mayoría confinadas a las ciudades donde esas muertes ocurrieron. Obama se mostró empático con el movimiento Black Lives Matter, pero sólo ofreció poco más que algunos discursos memorables. La muerte de Floyd se inscribe en la misma línea que los asesinatos de Breonna Taylor, una médica de urgencias asesinada en su cama mientras dormía en su casa en Kentucky por oficiales de policía en busca de narcotraficantes que operaban en otro domicilio, y Ahmaud Arbery, un corredor asesinado por un grupo de hombres que dijeron estar haciendo un arresto ciudadano ('citizen’s arrest', un término que nos retrotrae a la esclavitud, cuando cualquier persona blanca podía arrestar a cualquier persona negra). Todos estos hechos tuvieron lugar bajo el gobierno de un presidente que hizo de la supremacía blanca un pilar de su administración interna y de su política internacional. El nacionalismo blanco no sólo encontró expresión en la defensa de Trump a los nacionalistas blancos de Charlottesville, a quienes definió como “gente de bien”, o en la construcción del muro contra los inmigrantes de México y Centroamérica sino también en sus ataques a los “países de mierda” ('shithole countries') y en su decisión de sacar a Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud en medio de la pandemia- la “huida blanca”[2] aplicada a la política exterior.
Y después está la pandemia en sí misma. El asesinato de Floyd ocurrió justo después que la cantidad de muertes en Estados Unidos superó las 100.000. Número alarmante en tanto muchos de los muertos fueron gente de color, especialmente gente negra, muchos de los cuales sufrían de problemas de salud preexistentes y no podían acceder a una asistencia médica adecuada. El Covid-19 dejó en claro cuán poco importan las vidas negras en los Estados Unidos, al tiempo que evidenció la dependencia del país de los trabajadores esenciales negros y marrones, quienes realizan tareas de cuidado, servicios de mensajería y preparan comidas, todos tipos de trabajo que los expusieron al virus.
La conciencia creciente de que el Covid 19 es una “plaga negra”, como la llamó la académica de Princeton Keeanga-Yamahtta Taylor, inspiró el llamado a la acción entre los activistas por los derechos civiles. Pero muchos blancos, especialmente en Estados Republicanos, respondieron con demandas de terminar con el aislamiento.
Trump aplaudió a los manifestantes blancos armados y sin barbijo en Michigan que tomaron la casa de gobierno estatal y pidieron por la “liberación” de la cuarentena domiciliaria establecido para limitar la expansión del virus. Cuando Georgia (gobernada por Brian Kemp, un republicano del ala derecha que le ganó la elección a la demócrata Stacey Abrams a través de una descarada maniobra electoral) reabrió, el New York Times sacó en su portada una fotografía de una mujer negra con un barbijo blanco sirviendo café a un hombre blanco sin barbijo en la barra de un bar, un recordatorio de que las leyes Jim Crow[3] fueron abolidas pero en cierto modo aún tienen vigencia. El mensaje de esas escenas es que los blancos no tienen motivos para preocuparse sobre la plaga negra, salvo para asegurarse de que el personal de servicio esté tomando precauciones.
La forma en la que Floyd fue asesinado no es menos significativa. Casi no interesa si Chauvin tenía intenciones de matarlo; no le importaba si él moría o vivía. Trump no asesinó a Floyd, pero promovió políticas de supremacía blanca y alentó la humillación de los negros americanos. Es ese arrebato, sobre la dignidad de Floyd y sobre su persona, el que provocó el que hasta ahora ha sido el mayor desafío durante la presidencia de Trump.
Trump basó parte de su candidatura presidencial en la oposición a los costosos compromisos internacionales pero no es ningún pacifista y siempre ha visto la política interna como un escenario bélico. A los oponentes se los hostiga, de lo contrario, se los aplasta. Nada lo enfurece más que los desafíos de la gente de color: después de todo, fue la burla que Obama le hizo en 2011 en la cena de los corresponsales de la Casa Blanca, lo que lo llevó a presentarse como candidato. Desde la izquierda, algunos vieron la hostilidad de Trump a las guerras en el extranjero como un consuelo, como si eso implicase que pudiera ser un aliado táctico contra el imperialismo americano. Se equivocaron al no ver que él buscaba pelear la guerra en casa: su furioso discurso inaugural con la referencia a “la masacre americana” (‘American carnage’) fue una declaración de guerra al liberalismo racial urbano, especialmente representado en Nueva York, la ciudad que lo rechazó.
La visión de Trump se configuró durante los amargos conflictos raciales de Nueva York en los años de Koch y Giuliani, cuando la clase trabajadora blanca - junto a muchos liberales miembros de la clase media blanca- recibieron con simpatía medidas policiales “duras” como detención y registro (stop and search), que fueron llevadas a cabo casi por completo sobre negros y latinos. Uno de esos hombres, un inmigrante haitiano llamado Abner Louima, quien en 1997 fue sodomizado con un palo en una estación de policía de Brooklyn, afirmó que uno de sus torturadores dijo: “Es tiempo de Giuliani”. Aunque luego Louima se retractó, el “tiempo de Giuliani” es lo que Trump busca instituir a escala nacional con sus llamados a los gobernadores de los Estados y los oficiales de policía a “dominar” las protestas y con sus denuncias sobre los terroristas domésticos. (Trump prometió clasificar a los “antifa”, la red de grupos antifascistas, como una organización terrorista, a pesar de las leyes estadounidenses no le otorgan ese poder). Se ha colocado como un comandante en jefe frente a gobernadores democráticos, desplegando la Guardia Nacional, rodeando el Lincoln Memorial con soldados y prometiendo utilizar el poder militar ilimitado contra ciudadanos americanos si los gobernadores fallaban en su tarea. Los manifestantes en Lafayette Park, fuera de la Casa Blanca, fueron dispersados con gases lacrimógenos y balas de goma para que Trump pudiera lucirse yendo a la iglesia de St John’s, flanqueado por un grupo de oficiales blancos, y así posar en una fotografía sosteniendo la Biblia.
Una vez más, Trump ha demostrado su aptitud para evocar uno de los períodos más horribles de la historia de los EEUU. ‘When the looting starts, the shooting starts’[4], escribió en un tweet, una frase dicha en 1967 por el jefe de policía de Miami Walter Headley, que también afirmó: “No nos importa ser acusados de violencia policial”. Trump dijo no conocer la fuente de esa frase, pero sus asesores sí la conocían. Y nadie con un mínimo de conocimiento de la historia de EEUU pudo haber eludido las implicancias de su amenaza de arrojar “perros rabiosos a los manifestantes fuera de la casa blanca. Los dueños de esclavos usaban sabuesos cubanos para cazar a los esclavos que escapaban; Eugene ‘Bull’ Connor, el comisionado de salud pública en Birmingham, Alabama, atacaba a los manifestantes por los derechos civiles con perros furiosos. Trump también dijo que en su esfuerzo por reinstaurar la “ley y el orden”, protegería no sólo la propiedad sino la “segunda enmienda” –un mensaje para asegurar a sus seguidores blancos que no deben dudar frente al uso de armas en “defensa propia”, una práctica legalizada en años recientes por las leyes de defensa propia (caminar o manejar en algunos barrios blancos se ha vuelto un peligro cada vez mayor para gente negra). Ha fortalecido las divisiones y liberado a sus seguidores de cualquier inhibición. “El slogan haz América grande de nuevo ama a los negros”, dice Trump, y el ‘a los negros’ dice todo lo que necesitamos saber sobre su ‘amor’.
En los primeros días de la protesta, en tanto Trump despotricó contra antifa y el “derramamiento de sangre inocente”, y las sirenas de policía eran un sonido constante en mi barrio de Brooklyn, era fácil caer en fatalismos. El decepcionante intendente de Nueva York, Bill de Blasio, quien suele presumir de sus hijos birraciales (su hija fue arrestada en una manifestación) ofreció excusas vergonzosas cuando un patrullero embistió a un grupo de manifestantes. Después vino el toque de queda. “Viví en una dictadura por más de veinte años”, me escribió un amigo sirio, “y sé cómo empieza: relaciona los medios con actores externos, llama a los periodistas ‘fabuladores’ y avergüénzalos públicamente así se asustan, siembra dudas para generar rumores y teorías conspirativas”. Un periodista en Sacramento me envió una foto de un transporte blindado en la calle: hombres de la Guardia Nacional armados con rifles lo habían seguido hasta su casa tras una manifestación.
No se pueden negar las aspiraciones autoritarias detrás de la respuesta de Trump. Pero le resulta cada vez más difícil hacerse pasar por un Nixon en sus últimos días, ir al rescate de las ciudades americanas, como Nixon afirmó que haría en 1968. Por un lado, él es el presidente, la explosión ocurrió bajo su mando. Tal como Jamelle Bouie argumentó en el New York Times, un presidente que se nutre de la interrupción permanente difícilmente puede presentarse como un agente de estabilidad, sin mencionar que, en tanto líder, su mal manejo del Covid-19 ha provocado una verdadera "masacre americana". (Y Nixon no descargaba su enojo en Twitter). Trump también ha fallado notablemente en desviar la conversación de la brutalidad policial a los disturbios y saqueos. La prensa norteamericana ha estado suministrando información sobre un tipo de contexto que habitualmente es ignorado al cubrir los levantamientos urbanos; el espacio para la crítica radical, incluso con respecto a los ataques a la propiedad privada, se ha expandido notablemente. Aunque algunos departamentos de policía han duplicado sus ataques contra los manifestantes, especialmente en Washington DC, otros han mostrado solidaridad arrodillándose, un gesto popularizado por el mariscal de campo de la NFL, Colin Kaepernick, quien en 2016 comenzó a arrodillarse durante el himno nacional como protesta contra el racismo y la brutalidad policial. Al año siguiente, Trump dijo que los equipos deberían despedir jugadores por arrodillarse: a Kaepernick no se le ofreció un nuevo contrato desde sus protestas, pero la NFL, ajena a la ironía, emitió un comunicado condenando los asesinatos de Floyd, Taylor y Arbery.
Aún más significativas son las críticas a Trump por parte del establishment militar. ‘Me asqueó ver ayer al personal de seguridad, incluidos los miembros de la Guardia Nacional, despejar por la fuerza y de modo violento un camino a través de Lafayette Square para facilitar la visita del presidente a la iglesia de St John’, escribió Mike Mullen, el ex jefe del Estado Mayor Conjunto en el Atlántico, bajo el título “No puedo permanecer en silencio”. Mullen criticó el uso excesivamente agresivo de Trump de las fuerzas militares "y dijo que estaba" profundamente preocupado de que mientras ejecutan sus órdenes, los miembros de nuestras fuerzas serán cooptados con fines políticos". Las ciudades americanas, agregó, “No son ‘campos de batalla’ que deben ser dominados, y nunca deben volverse tales”. James Mattis, ex secretario de defensa de Trump, se hizo eco de sus declaraciones al día siguiente y comparó explícitamente las tácticas de divide y vencerás de Trump con aquellas de los nazis. El sucesor de Mattis, Mark Esper, que había acompañado a Trump en su caminata hacia la iglesia St John también se manifestó en contra del despliegue de tropas, contradiciendo a su jefe. En el discurso de enero de 2017 en la sede de la CIA, Trump se jactó de que él y los militares estaban ‘en la misma sintonía'. Como resulta evidente, no lo están, al menos no todos. Y si logra enviar tropas a los estados, por encima de la cabeza de los gobernadores y alcaldes de Estados Unidos, molestará a algunos de sus partidarios más fuertes, quienes, después de todo, son defensores de los derechos de los estados.
El artículo de Mullen ha demostrado que existen obstáculos institucionales para la visible afirmación de fuerza de Trump. El estado profundo, una vez objeto de sospecha entre los estadounidenses liberales, se ha convertido en un objeto de añoranza bajo Trump; Mullen ha ganado muchos elogios y no poca gratitud por su artículo (Finalmente, ¡el ejército viene al rescate!). Pero incluso si las ciudades de Estados Unidos no se convierten en "campos de batalla" en la guerra de Trump contra los manifestantes, seguirán siendo el escenario de un conflicto de menor intensidad entre fuerzas policiales cada vez más militarizadas y personas negras para quienes la igualdad en la protección legal sigue siendo una ilusión. Ese conflicto tiene sus orígenes en las colonias americanas. Las primeras patrullas de esclavos, creadas en Carolina del Sur a principios del siglo XVIII, rastrearon esclavos fugitivos y previnieron revueltas de esclavos a través del uso estratégico del terror y del trabajo forzoso. Los esclavos negros fueron descriptos en términos legales como "personas no libres" y para todo el "progreso" que a los negros se les dice que Estados Unidos los ha ayudado a realizar desde entonces, su libertad permanece condicional y precaria, especialmente en manos de la policía. Un camino sinuoso conduce desde la esclavitud a Jim Crow, y de Jim Crow a la era del encarcelamiento masivo. Las víctimas del Estado carcelero de hoy son ciudadanos, pero a los ojos del Estado permanecen marcados por su negritud.
Es esta antigua guerra contra la brutalidad policial y el encarcelamiento masivo la que ha generado que los manifestantes tomaran las calles a lo largo y a los ancho del país. En la manifestación a la que concurrí en Brooklyn el 1º de junio no hubo menciones a Trump. Los manifestantes entienden que él es sólo un síntoma de una vieja enfermedad americana –y que una victoria para Joe Biden difícilmente sea una cura. Gritaban ‘no justice, no peace’[5] y los nombres de Breonna Taylor, Eric Garner, George Floyd y otros. Los eslogans que vi incluían ‘I can’t breathe’[6] (las últimas palabras de Eric Garner, y ahora de Floyd), ‘I’m not Black, but I will fight for you’[7]; ‘Prayer to God to stop the virus of racism in America’[8]; ‘White silence equals death[9]’; y, por supuesto, ‘Black lives matter’[10].
Los manifestantes son en su mayoría jóvenes, multirraciales, la generación que creció en la era de la crisis financiera, se vieron agobiados con la deuda estudiantil y pasaron los dos últimos meses y medio encerrados, prisioneros de una pandemia que ha destripado la economía. Los levantamientos en Watts, Detroit y Newark en los años sesenta estallaron cuando el desempleo general estaba en un mínimo histórico, en comunidades que sentían que se les había negado su parte del sueño americano; los manifestantes de hoy ni siquiera creen en ese sueño. Han sido ridiculizados por su sentido de derecho por aquellos que han disfrutado de mucha más prosperidad y, a pesar de todas las críticas sobre su identidad política, entienden mucho mejor que las generaciones anteriores que el racismo es un sistema antes que una cuestión de odio individual, prejuicio o "ignorancia"; saben que está incrustado en las instituciones, y que a menos que se elimine de raíz, la democracia estadounidense seguirá siendo un espacio desigual e inseguro para personas negras y marrones. Son los hijos de lo que Matthew Yglesias ha llamado el "gran despertar", que parece haber tenido un efecto más fuerte en los jóvenes blancos que en sus contemporáneos negros. Este "despertar" ha absorbido las lecciones de Baldwin, aunque no su elocuencia o su humanismo redentor; su invocación de "interseccionalidad" evoca el seminario más que la iglesia; su caracterización de los partidarios blancos como "aliados", en lugar de "camaradas" o, como decía Martin Luther, 'hermanos y hermanas', da la impresión de que la desconfianza entre activistas negros y blancos no es algo contra lo que se lucha, más bien se institucionaliza. El 1 de junio vi un grupo de jóvenes que renunció ritualmente a su privilegio blanco en una ceremonia dirigida por un activista negro. Parecían no darse cuenta de que tales gestos suman poco: son las condiciones opresivas las que producen racismo, y no al revés. Como Barbara Jeanne Fields ha escrito: ‘Las personas son más fácilmente percibidas como inferiores por naturaleza cuando antes son vistas como oprimidas’. La purificación de las almas blancas no significa mucho sin un cambio radical en las estructuras políticas y económicas de Estados Unidos.
Es fácil burlarse de esos espectáculos de contrición blanca, que parecen ingenuos hasta el punto del narcisismo (un "erotismo culpable", en palabras de Baldwin), o lamentar la ausencia de una ideología política y de un programa. Los manifestantes ofrecen una mezcla incipiente de marxismo, anticolonialismo, retórica del Black Power, feminismo interseccional, autocuidado radical y (esto es América, después de todo) apelaciones a Jesús y a otros profetas. Pero este es un tiempo de acción, y los manifestantes están trabajando sus ideas y sus planes en las calles y sin líderes carismáticos del tipo que moldearon las luchas por los derechos civiles de las décadas de 1950 y 1960 (una fortaleza inicial que podría, como en el caso de las revueltas árabes, convertirse en debilidad). Merecen crédito por comprender algo que se les escapó a sus mayores, especialmente los defensores liberales de las intervenciones "humanitarias" en el Medio Oriente: que la agenda de derechos humanos de Estados Unidos debe comenzar en casa, y que los esfuerzos para exportar principios democráticos poco respetados en nuestras propias ciudades no es más que una evasión moral. Es en gran parte gracias a su persistencia que Derek Chauvin ha sido acusado de asesinato en segundo grado (inicialmente fue acusado de asesinato en tercer grado), y que sus tres compañeros finalmente fueron acusados, el 2 de junio pasado. Sus acciones incluso obligaron al siempre reticente Barack Obama a responder, en un discurso que llamaba la atención por su falta de elocuencia o urgencia. Su efusivo elogio para los manifestantes y los llamados moderados a la reforma policial se sintieron obsoletos, como la voz de un padre bien intencionado cuyos hijos han crecido hace mucho.
Lo que estamos viendo no es tanto un movimiento como una ola de protesta. Sus preocupaciones son aquellas de las luchas anteriores por la libertad negra, aunque su estructura y espontaneidad nos recuerdan más el movimiento Occupy, o incluso los chalecos amarillos, que la era de los derechos civiles. Algunos manifestantes piden una reforma del sistema penitenciario y la desmilitarización de la policía; otros demandan la abolición de las cárceles y el fin del financiamiento de la policía. Algunos quieren transformar el sistema, otros aplastarlo. (Algunas personas están allí simplemente porque están hartas de estar adentro y hay una fiesta en las calles.) En contraste con las revueltas urbanas casi completamente negras de finales de los años sesenta, están dispuestos a llevar sus protestas a barrios blancos. Malcolm X dijo que
el largo y caluroso verano de 1964 ... ha dado una idea de lo que podría suceder, y eso es todo, solo una idea. Porque todos esos disturbios se mantuvieron contenidos dentro de los espacios donde vivían los negros. Si dejas que estos ghettos amargados y a punto de explotar a lo largo de todo los Estados Unidos reciban la chispa adecuada, estallarán, saldrán de esos límites y se expandirán hacia donde viven los blancos!
Esto es exactamente lo que ocurrió.
La razón principal de este cambio de geografía en la protesta, como el historiador urbano Thomas Sugrue señala, es que los espacios comerciales, en marcado contraste con las escuelas, son aquellos en los que hay menor segregación, aún cuando el problema de ‘shopping while black’ (expresión que refiere a la discriminación o el trato diferenciado que reciben las personas de color en locales comerciales) persiste. Numerosos sitios de clase y privilegio racial, desde la sede corporativa de CNN hasta Macy's, han sido atacados, a veces violentamente. Algunos de los incidentes más graves de saqueo y destrucción de propiedades parece haber sido fomentado no por personas negras sino por blancos en grupúsculos extraños –suerte de oscuros reflejos del universo nihilista que es Trumpworld. (Como señaló Jeremiah Ellison, un concejal de la ciudad de Minneapolis, nadie en una comunidad negra incendiaría una peluquería). Muchas voces negras han criticado apasionadamente estas manifestaciones en pos de defender a sus comunidades, especialmente el rapero Killer Mike, quien pronunció un emotivo discurso en Atlanta y Terrence Floyd, hermano de George Floyd. Algunos viejos progresistas se echaron atrás frente a la violencia de las manifestaciones, en parte por temor a que sea utilizada como argumento por Trump en noviembre, pero apenas está a la altura de la violencia cometida por la policía con sus armas Taser, mazas, gases lacrimógenos y balas de goma. En todo caso, los manifestantes tienen preocupaciones más urgentes que una elección para la que todavía faltan seis meses. Combativos, pero decididamente no violentos, han logrado su primer objetivo, que difícilmente sea su objetivo final: los asesinos de Floyd han sido acusados y su nombre no será olvidado.
Floyd ha alcanzado rápidamente el estatus de mártir internacional, un símbolo de injusticia racial como los Scottsboro Boys, encarcelados injustamente por violar a una mujer blanca, o Emmett Till, el chico de 14 años linchado en Mississippi en 1955 presuntamente por haberle silbado a una mujer blanca. Después del 11 de septiembre (de 2001), Le Monde Diplomathique declaró ‘Nous sommes tous américains’ ("Todos somos americanos"). El titular es inimaginable hoy día - ¿quién querría ser americano hoy?- pero la decadencia de EEUU sólo ha hecho reverberar más fuertemente el asesinato de Floyd. Sosteniendo carteles con la foto de George Floyd, veinte mil personas marcharon contra la brutalidad policial en París. La imagen de Floyd se ha exhibido en Irak, Siria y Palestina – países que tiene experiencia de primera mano de la crueldad americana. ‘We are the muthafuckin world’ alguien publicó en Instagram. Esta notable demostración del ejercicio del “soft power” (forma sutil de ejercer el poder) estadounidense, que parecía haberse evaporado bajo Trump, pertenece casi por completo a la América negra.
A Trump no podría importarle menos la protesta internacional. Quiere divorciarse del resto del mundo y refugiarse en su fantasía de una América blanca armada, tal como se plantea en Fox Television. Pero los EEUU ahora enfrentan un serio desafío a su legitimidad internacional, tan grave como el que enfrentaron durante la era de Jim Crow. Los manifestantes han puesto en tela de juicio no solo a la policía sino también a la nación. Al mismo tiempo que proponen un cambio estructural, luchan por lo que Martin Luther King, en su discurso de la iglesia de Riverside en 1967 contra la guerra de Vietnam, llamó una "revolución de los valores". Puede que no se vean a si mismos como "amantes", como Baldwin instó a ‘los blancos relativamente conscientes y los negros relativamente conscientes’ a que lo hicieran en The Fire Next Time, pero lo están intentando, a su manera y con sus propias palabras, para "lograr el país que deseamos y cambiar la historia del mundo". Por el momento, son lo único que se interpone entre nosotros y los fantasmas de nuestro horrible pasado.
* Adam Shatz es editor colaborador de The London Review of Books y colaborador de The New York Times Magazine, The New York Review of Books, The New Yorker y otras publicaciones. Ha sido profesor visitante en el Bard College y la Universidad de Nueva York y miembro del Centro de Escritores y Académicos Dorothy y Lewis B. Cullman. Criado en Massachusetts, estudió historia en la Universidad de Columbia y ha vivido en la ciudad de Nueva York desde 1990.
** Traducción: Florencia Franco, Facundo López y Valeria Moris
*** Fotos: Obi Uwakwe for Lc'oup. Protesta Vidas Negras Importan, 30 de mayo, Chicago IL
(Chicago IL May 30, Black Lives Matter protest) . Agradecemos la colaboración especial de Virginia Oliveros
Notas
[1] Artículo publicado en el idioma original en London Review of Books el 04/06/20 https://www.lrb.co.uk/the-paper/v42/n12/adam-shatz/america-explodes. Agradecemos a la revista y a su autor el permiso para publicar la nota traducida en Haroldo.
[2] White flight es un término que se originó en los Estados Unidos, comenzando en los años 1950 y 1960, que se aplica a la migración a gran escala de personas de distintas ascendencias europeas de zonas urbanas racialmente mixtas a regiones o suburbios más racialmente homogéneas. El término ha sido aplicado a otras migraciones de blancos, de suburbios viejos a zonas rurales, así como de las regiones noreste y medio oeste de los Estados Unidos a los más templados sureste y suroeste estadounidense.
[3] Las leyes Jim Crow, promulgadas en los Estados Unidos entre finales del siglo XIX y la mitad del siglo XX establecieron la segregación racial de iure hacia los afroestadounidenses en los edificios y lugares públicos, al amparo del eufemismo “separados pero iguales”.
[4] Fue traducido como “Cuando comienza el saqueo, comienza el tiroteo”
[5] ‘Sin justicia no hay paz’
[6] ‘No puedo respirar’
[7] ‘No soy negro pero voy a luchar por ustedes’
[8] ‘Recen a Dios para que detenga el virus del racismo en América’
[9] ‘El silencio blanco equivale a la muerte’
[10] ‘Las vidas de las personas negras valen’
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