26/06/2020
La quema
Por Edgardo Vannucchi
Fotos Ricardo Figueira
La dictadura se propuso controlar, clausurar o bien silenciar todos los espacios, vaciarlos de sentido, buscando eliminar cualquier voz considerada opositora o simplemente crítica. La represión se llevó a cabo sobre las personas y sobre las ideas. Hace 40 años, en un baldío de Sarandí (partido de Avellaneda), la Policía Bonaerense cumplía la doble orden judicial: incinerar a plena luz del día millones de ejemplares del Centro Editor de América Latina y registrar fotográficamente el momento ya que, “la policía argentina quema, no roba”.
La cultura como campo de batalla
La represión instrumentada a partir del golpe de Estado de 1976 se propuso eliminar cualquier oposición a su proyecto refundacional, aniquilar toda acción (militante, política, social, gremial, sindical, armada, educativa) que intentara disputar el poder o pudiera interpretarse como un cambio de signo no capitalista.
En efecto, la dictadura y sus cómplices civiles aspiraban a rediseñar regresivamente la sociedad en su conjunto. Desde esta perspectiva la cultura fue una preocupación clave, estratégica. Fue considerada un campo de batalla, ya que se observaba en ella un terreno propicio para la “infiltración subversiva”, “la acción disolvente y antinacional”, “la destrucción de valores” a partir de la cual, según este diagnóstico, se produciría el “contagio” del cuerpo social.
En ese contexto, ciertos libros y la práctica de la lectura se volvieron "sospechosos" y "peligrosos". Muchos fueron perseguidos, censurados, prohibidos por su "ilimitada fantasía", por sus finales abiertos, por su "simbología confusa", porque "afecta(ba) la seguridad nacional", por sus “ideas disolventes”, por ser “inmorales”, por “ofender la moral pública”, por su “finalidad de adoctrinamiento”…[1] entre otras consideraciones.
Escritores, artistas, poetas, editores, pedagogos, periodistas e intelectuales, todos pasaron a ser potenciales "subversivos". Es decir: el accionar represivo buscó operar tanto sobre las personas como sobre las ideas. Una aceitada maquinaria burocrático-represiva se puso en funcionamiento diseminando la lógica del terror, la sospecha e incluso la delación.
Como afirman (y demuestran) en su insoslayable investigación Hernán Invernizzi y Judith Gociol: “De un lado estaban los campos de concentración, las prisiones y los grupos de tareas. Del otro, una compleja infraestructura de control cultural y educativo, lo cual implicaba equipos de censura, análisis de inteligencia, abogados, intelectuales y académicos, planes editoriales, decretos, dictámenes, presupuestos, oficinas… Dos infraestructuras complementarias e inseparables desde su misma concepción”.[2]
La experiencia del CEAL
Hablar del Centro Editor de América Latina es aludir a “uno de los proyectos más generosos e importantes de difusión de la cultura universal, latinoamericana y argentina”[3] y a su creador, Boris Spivacow, hijo de inmigrantes rusos, matemático, “un laburante de la cultura”[4] quien luego de renunciar a la dirección de EUDEBA (como consecuencia de la intervención Universitaria y represión de la dictadura del Gral. Onganía en las Facultades en la denominada “Noche de los bastones largos” en julio de 1966) comienza a darle forma al proyecto del Centro Editor. Corría septiembre de 1966.
El eslogan del CEAL, “Más libros para más”, era una reformulación del de EUDEBA (“Libros para todos”). Lo hacía en el mismo sentido, apuntando a la divulgación y la formación del público lector.
La estrategia consistió en editar libros con precios accesibles ya que para él, “el libro era una necesidad básica, de modo que debía costar menos que un kilo de pan”.[5]
Se suman a esto, otras decisiones editoriales que irán dándole forma e identidad al proyecto: “la edición de fascículos, la venta en los kioskos antes que en las librerías, la distribución en todo el país, la diversidad temática, la amplitud de públicos, la calidad de los contenidos, el tono de divulgación de los textos”.[6]
De esta forma comienzan a publicarse las distintas Colecciones: los Cuentos de Polidoro, la Historia del movimiento obrero, Siglomundo, Nueva Enciclopedia del Mundo Joven, Los cuentos del Chiribitil.
La quema
Luego de atravesar situaciones de censura durante la dictadura de Juan Carlos Onganía,[7] sufrir en 1974 el secuestro y asesinato por parte de la Triple A de Daniel Luaces,[8] en diciembre de 1978 un grupo de inspectores municipales encontraron en un local de compra-venta de papel ubicado en Avellaneda, “varios centenares de miles de libros, revistas y enciclopedias y discos de marcada ideología marxista-leninista”, procediendo al secuestro de varios ejemplares y a la detención de los operarios.[9]
Con posterioridad a la clausura se realizó un Informe de Inteligencia analizando el material y clasificándolo en “no cuestionable” (“sin desviaciones ni exaltaciones políticas”) y en “cuestionable” (aquellos que hacen “apología del sistema marxista” y en los que se “magnifican hechos revolucionarios en el mundo”.[10]
Esto motivó que se le abriera una causa a la Editorial en el Juzgado Federal de La Plata a cargo del Dr. Gustavo de la Serna por presunta infracción a la Ley 20.840 (Ley Nacional de Seguridad -conocida como “Ley antisubversiva”-)[11] por publicar y distribuir “libros subversivos”. La policía detuvo a varios empleados y clausuró sus depósitos.
Luego de marchas y contramarchas, en marzo de 1980 finalmente Spivacow fue sobreseído de la causa. El fallo explicitaba que no quedaba fehacientemente demostrado que la intención del Centro Editor hubiese sido el de “alterar o suprimir el orden institucional y la paz social de la Nación” pero determinaba que se fijaba el plazo de un mes para convertir en rezago el material secuestrado.[12] Los libros debían ser destruidos.
Es interesante aquí recuperar el relato del propio Spivacow ya que permite entender el porqué del registro de la incineración:
“Como en un juicio previo yo había denunciado la desaparición de libros y fascículos, la policía quiso librarse de toda sospecha y se nos ordenó (…) que mandáramos un fotógrafo para que quedara el testimonio de que los libros eran quemados, no robados”.[13]
Las fotografías fueron incorporadas a la causa como constancia del accionar policial, lo que permitió que quedara el registro del proceder inquisitorial de la dictadura.
“Chiquito, hay que mandar un fotógrafo”, cuenta Figueira que, como jefe archivista y documentalista, le pidió Spivacow. Decidió no enviar a nadie, sino ir él.
“Yo no fui a hacer arte ni fotoperiodismo. Fui a cumplir la orden de un juez, mayor retirado del ejército, que pidió que los propios damnificados fotografiasen la destrucción de su trabajo”, recordará décadas después.
La carga y el traslado de las 24 toneladas de libros, fascículos desde el depósito de la calle Agüero (y O’Higgins) al baldío situado en Sarandí (en Ferré entre Agüero y Lucena) se realizó en dos viajes en un camión volcador Bedford.
Entre los volúmenes incinerados estaban cantidades de colecciones de La Historia presente, La Nueva Enciclopedia del Mundo Joven, La Historia del movimiento obrero, Transformaciones…
“Ese 26 de junio de 1980 fue un día plomizo. Acompañé a Ricardo (Figueira) porque el juez dispuso que hubiera testigos y él vino a sacar fotos”, recordó Amanda Toubes, quien por aquellos años dirigía la Nueva Enciclopedia Mundo Joven. “Yo fui su asistente mientras él documentaba nuestra propia mudez”.[14]
“Fuimos caminando al lado del camión que se llevaba los libros. Los policías armados hasta los dientes, ridículamente vestidos para hacer una fogata que se negaba a arder. Si hubo una cierta alegría ese día fue que los libros no se quemaban. Vino uno de los policías a pedirnos plata para comprar nafta… Lo único que nos faltaba, que le diéramos plata a esos tipos para que quemaran los libros…”.[15]
Notas
[1] Las expresiones corresponden a los Decretos o Resoluciones de prohibición y/o a Informes de Inteligencia sobre La torre de cubos (Laura Devetach), Un elefante ocupa mucho espacio (Elsa Bornemann), Ganarse la muerte (Griselda Gambaro), El Duke (Enrique Medina), Feiguele y otros relatos (Cecilia Absatz), La ultrabomba (Mario Lodi), El pueblo que no quería ser gris y La línea (ambos de Beatriz Doumerc-Ayax Barnes).
[2] Invernizzi, Hernán - Gociol, Judith: Un golpe a los libros. Represión a la cultura durante la última dictadura militar. Buenos Aires, EUDEBA. 2002.
[3] González, Horacio: “Centro Editor: la Ilustración desplegable”. En Gociol, Judith: Más libros para más. Colecciones del Centro Editor de América Latina. Buenos Aires. Ediciones de la Biblioteca Nacional. 2007.
[4] Definición de Aníbal Ford citada por Gociol, Judith: op. cit.
[5] Gociol, Judith: ídem.
[6] Gociol, Judith: ídem.
[7] En 1970 se le secuestraron 165.000 fascículos de la enciclopedia Siglomundo. La historia documental del siglo XX y nunca más se volvieron a ver. Véase Rozemberg, Laura: “La hoguera sagrada”. Página 12. 24 de marzo de 1994.
[8] Véase Montes, Graciela: “Amigos”. En 30 Ejercicios de memoria. A treinta años del golpe. Buenos Aires. EUDEBA-Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología. 2006.
[9] Véase Invernizzi, Hernán - Gociol, Judith: Un golpe a los libros. Represión a la cultura durante la última dictadura militar. Buenos Aires, EUDEBA. 2002.
[10] Ídem.
[11] “Será reprimido con prisión de tres a ocho años el que para lograr la finalidad de sus postulados ideológicos intente o preconice por cualquier medio, alterar o suprimir el orden institucional y la paz social de la Nación”. Ley Nº 20.840. Septiembre de 1974.
[12] Invernizzi, Hernán - Gociol, Judith: ídem.
[13] Rozemberg, Laura: “La hoguera sagrada”. Página 12. 24 de marzo de 1994.
[14] Roffo, Julieta: “Una placa señala el lugar donde la dictadura quemó 1,5 millón de libros”. Clarín. 27 de junio de 2013.
[15] En La quema de libros en Sarandí. Los testigos. Producido por Alejo Moñino.
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