30/03/2020
Memorias, mujeres y feminismos
Por Elizabeth Jelin
¿Cómo se vincula la lucha de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo con los movimientos de mujeres en nuestra historia reciente? ¿Cuáles son las continuidades y rupturas?
Elizabeth Jelin analiza el protagonismo de las mujeres en la resistencia a la dictadura, con una legitimidad fundada en el familismo y el maternalismo, en paralelo a las incipientes corrientes feministas que comenzaban a tener presencia en la esfera pública. Desde allí, la socióloga e investigadora construye un recorrido de convergencias, desencuentros y preguntas abiertas en la ampliación de las luchas por los derechos humanos.
Elizabeth Jelin analiza el protagonismo de las mujeres en la resistencia a la dictadura, con una legitimidad fundada en el familismo y el maternalismo, en paralelo a las incipientes corrientes feministas que comenzaban a tener presencia en la esfera pública. Desde allí, la socióloga e investigadora construye un recorrido de convergencias, desencuentros y preguntas abiertas en la ampliación de las luchas por los derechos humanos.
¿Qué pone juntxs a las Madres o Abuelas en los años ochenta y los pañuelazos masivos o las demandas de paridad en la actualidad? ¿Qué continuidades o rupturas hay que marcar?
Sabemos que durante la dictadura y la transición, las mujeres fueron protagonistas centrales de la resistencia y de la expresión de denuncias y demandas por la violencia y la represión. Las Madres, Abuelas y Familiares fueron mujeres cuyos parientes más cercanos –hijas, hijos y nietxs especialmente- habían sido víctimas directas del terrorismo de Estado. La mirada internacional -en Europa, Norteamérica, América Latina- veía en ellas a las protagonistas casi exclusivas y excluyentes del movimiento de derechos humanos. Su accionar estuvo anclado antes que nada en sus lugares en los sistemas familiares, con una legitimidad fundada en el familismo y el maternalismo.
También, por supuesto, había hombres en la resistencia y en el movimiento de derechos humanos. Pero la organización del movimiento, reflejo de la imagen dominante en la época, estaba atravesada por el modelo tradicional de división del trabajo entre sexos (en aquella época, no se hablaba de género), según el cual las mujeres son depositarias y custodias de la familia, y su responsabilidad fundamental es el cuidado de lxs otrxs con quienes tienen lazos de familia –con un fuerte énfasis en su rol de madres, o sea un fuerte anclaje en la maternalidad. Las mujeres que salían a la esfera pública justificaban su accionar, y amplios sectores de la población lo legitimaban, en que lo hacían a partir de su dolor privado anclado en los lazos de familia.
Así, dentro del movimiento de derechos humanos, las mujeres estaban más presentes y lideraban las organizaciones de “afectados directos” –Madres, Abuelas, Familiares—mientras que los líderes y responsables de las organizaciones de corte religioso, jurídico o político (APDH, MEDH, SERPAJ, CELS) eran mayoritariamente hombres. Esto se reflejó también en la manera de organizar el tratamiento del pasado en la transición: la CONADEP sólo tuvo una mujer entre sus miembros y sólo una mujer entre sus seis secretarías (la que estaba a cargo de recibir a víctimas y familiares para las denuncias, mientras que todas las tareas de documentación, administración y archivo estaban en manos de secretarios hombres). Ni que hablar del juicio a los ex comandantes de las Juntas, donde jueces, fiscales, acusados y abogados eran todos hombres.
Lo hegemónico en la época era, sin duda, una concepción patriarcal: afectos y racionalidad separados y divididos por género; familia y mundo público como dos ámbitos distintos; mujeres y varones con roles diferenciados.
En ese mismo tiempo, hace ya cerca de cuarenta años, los movimientos de mujeres y las corrientes feministas dentro de ellos llevaban adelante una agenda de demandas de las mujeres. Estas movilizaciones eran menos visibles, de pocas. Aunque también tan “locas” como las Madres. Fue un feminismo con una presencia poco perceptible en la esfera pública, que estaba perfilando los ejes que se irían a convertir en las décadas siguientes en los puntos centrales de su agenda de demandas: la igualdad de derechos y la necesaria transformación del sistema de relaciones sociales y políticas de género. Estas demandas podían ser incorporadas sin mayores dificultades en el paradigma de los derechos humanos.
En la época, sin embargo, se trataba de desarrollos paralelos, con algunos puntos de encuentro y de convergencia, aunque pocas veces de integración. Quizás fue en Chile, donde no primó tanto el familismo, que se logró una integración mayor, y las mujeres llevaban simultáneamente ambas banderas con la consigna “Democracia en el país y en la casa”, a la que se agregó poco después el “en la cama”. La idea era que la opresión sistemática y la violencia hacia las mujeres eran también violaciones a los derechos humanos que debían ser combatidas. Y que no puede haber vigencia de los derechos humanos sin una transformación de las relaciones de poder entre las categorías de género. A lo largo de estas décadas, se fueron desarrollando también las demandas de los grupos LGTBQ.
Hubo muchos desarrollos importantes desde esos años ochenta. En el plano del derecho internacional, a partir de la Conferencia Internacional de Derechos Humanos en Viena en 1993, las violaciones de mujeres como tácticas de guerra y de represión cobraron visibilidad internacional y un creciente reconocimiento como crímenes de lesa humanidad. La incorporación de una perspectiva de género en comisiones y juicios -en la Comisión de Verdad y Reconciliación de Perú, en la Comisión Valech en Chile, y en la reapertura de los juicios en Argentina en la primera década del siglo XXI- provocó una atención pública antes desconocida (aunque no se desconocían los crímenes).
Esto ocurre en un contexto en el que simultáneamente hay una movilización social enorme alrededor de las demandas de género en distintos ámbitos: en el mundo del trabajo y en el mundo de la política, en las distintas formas de violencia y acoso sexual, en el control sobre el propio cuerpo y la sexualidad.
¿Cuánto hay de continuidades y rupturas con ese pasado? ¿Cómo se dan las convergencias y los desencuentros? ¿Hasta qué punto pueden la memoria y la justicia en relación al pasado servir para ampliar el horizonte de experiencias y expectativas? ¿O está restringido a los eventos específicos a ser recordados? Sin negar la singularidad de la experiencia de represión dictatorial, el desafío es transformar su recuerdo en demandas más generalizadas, que aludan a evitar violencias y violaciones de diverso tipo en el futuro. También en demandas más específicas. En este sentido, incorporar una dimensión de género en las memorias del pasado dictatorial implica revisar los relatos y sentidos, romper los silencios y hacer visible lo invisible, en este caso las formas generizadas de represión. Algo que comienza a suceder ya entrado el siglo XXI, con las memorias LGTB o con el reconocimiento de los aspectos específicos de la violencia y violaciones a mujeres en los campos clandestinos, expresados en el estrado judicial, en la producción cultural y en las políticas de memoria. Quizás la película El silencio es un cuerpo que cae, de Agustina Comedi, es un indicador de las nuevas maneras de integrar el pasado y la familia en un nuevo lenguaje de visibilidad.[1]
En suma, el siglo XXI se presenta fértil en la diversidad de procesos históricos ligados a las memorias del pasado con una perspectiva de género, en un contexto lleno de iniciativas y presencia pública de las demandas de los feminismos. El aborto legal, seguro y gratuito, la educación sexual integral, la demanda de políticas públicas de cuidado, la intención de romper con una estructura política y de poder patriarcal y machirula, están presentes en la esfera pública y en la vida cotidiana, íntima y privada. Hay nuevas y reiteradas preocupaciones, interrogantes que desequilibran certezas, pesados silencios que se rompen y dejan fluir interpretaciones y sentidos ocultados o aun olvidados, preguntas que se formulan en otros espacios, en otras instituciones, en otros lugares.
Activas en los movimientos sociales, en los reclamos por las violaciones dictatoriales, por las diversas formas de violencia hacia ellas que persisten a lo largo de la historia, con propuestas específicas y también con un feminismo que propone revolucionar el sistema de relaciones sociales imperante, las mujeres están en la calle, en las movilizaciones, en la expresión. El desafío central es que esas demandas y propuestas penetren y transformen los sistemas institucionales, que mantienen una lógica masculina y patriarcal.
* Todas las imágenes que aparecen en la nota forman parte del Archivo de Memoria Abierta.
Notas
-
[1] El silencio es un cuerpo que cae es una película de Agustina Comedi (2019).
Agustina encontró las cintas de video que su padre Jaime grabó antes del accidente que le quitó la vida. Los secretos familiares de su historia y la de Jaime la empujarán a involucrarse en una búsqueda que revelará una historia marcada por la sexualidad y el activismo político.
Dice la directora:
“Durante muchos años, hacer esta película fue para mí, un dilema ¿Cómo contar la propia historia cuando también es la historia de otrxs? ¿Para qué contar secretos, cuando se puso tanto empeño en conservarlos y no precisamente con miseria o maldad? ¿Por qué intentar que otrxs hablen de eso que les cuesta tanto decir? Hace varios años, cuando en Argentina se sancionó la ley de Matrimonio Igualitario, una activista dijo que ese enorme triunfo no era solo nuestro, porque nosotrxs caminamos sobre huellas. Todas las personas que forman parte de mi película y de mi historia, dejaron una huella. Juntxs construimos un gran tejido de militancia afectiva que espero, después de ver El Silencio es un Cuerpo que Cae, siga imprimiendo más huellas por las cuales seguir caminando”.
Entrevista a Agustina Comedi en Haroldo
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