28/02/2020
Prosas profanas #3 – Joseph Brodsky
Por Daniela Camozzi
Fotos Valeria Bellusci
Prosas profanas no es un homenaje, es un ritual de invocación, un brazo estirado que clava sus uñas en el aire y atisba lo sagrado. El tiempo se pliega y las voces del pasado reverberan en nuestra imaginación como un camino, como un coro que nos permite hacerle frente al caos. Revista Haroldo publica una selección de poemas de Joseph Brodsky elegidos por Daniela Camozzi
Un canto es una forma de desobediencia lingüística, su sonido cuestiona no solo un sistema político en particular, sino todo el orden existencial.
Joseph Brodsky
Joseph Brodsky, Iosif Aleksándrovich Brodsky, JB, nace en 1940 en Leningrado, hoy San Petersburgo, Rusia. A los 15, deja el colegio, con la sensación “difusa pero feliz de quien se escapa por una calle al sol, interminable”. En 1964, el gobierno lo acusa de ser un “parásito social” y lo condena a cinco años de trabajos forzados. Pero solo cumple un año y medio de esa pena: es liberado ante la presión de escritores tanto rusos como del exterior. En 1972, luego de años de persecución, es finalmente expulsado y debe partir al exilio. Va a Estados Unidos, donde lo recibe W. H. Auden. En 1976, tiene el primer ataque al corazón: desde entonces, será operado varias veces, y su salud se verá cada vez más comprometida. Le prohíben fumar, pero JB desobedece: “si no puedo fumar, no puedo escribir”.
El epígrafe de Menos que uno, uno de sus grandes volúmenes de ensayos, publicado en 1986, es un verso de Czeslaw Milosz que advierte: “Y el corazón no muere cuando uno cree que debería”. Gana el Premio Nobel en 1992, por “la claridad de su pensamiento, la intensidad poética de su obra, la riqueza y la vitalidad de su escritura”, explica la Academia Sueca. Muere en 1996 en Nueva York, en su departamento de Brooklyn, a mitad de la noche, sentado en su escritorio, mientras escribe, seguramente cigarrillo en mano.
Collected Poems in English, editado en 2000, contiene todos los poemas que Brodsky publicó en vida en lengua inglesa, más algunos otros que apreciaba pero que no llegó a incluir en ningún libro. En su mayoría son traducciones del ruso que hizo él mismo, solo o con la ayuda de distintos poetas amigos y traductores; también, están los poemas que escribió directamente en inglés y los que se tradujeron sin su intervención. Acerca de los poemas que JB tradujo, la introducción de los Collected Poems afirma que su posición de autor-traductor lo habilitó a recurrir a soluciones de amplia rescritura, por lo que son textos que llevan su marca auténtica. Pero estas transformaciones son inherentes a todo proceso traslativo, las haga el autor del poema original o no: no hay trasvase sin reconversión. Brodsky, así, es un gran traductor-autor, genuino precisamente por eso, en su sentido más etimológico: el de linaje, de lectura-escritura legítima.
Y si se hace esta reserva cuando la traducción es del ruso al inglés, la amada otra lengua de Brodsky, qué escándalo que se lo traduzca, desde esa segunda lengua, a una tercera, al castellano rioplatense: ¡son versiones de versiones! Todo un scándalon: una piedra en el camino, trampa para hacer caer. En realidad, es justamente en esta composición de lecturas y versiones, en la combinatoria de nombres, ciudades y textos, en el cruce ruso-inglés-castellano, donde aparece y reaparece el poema, cada vez con matices nuevos.
Vista así, la imagen ya no es la del obstáculo, y la traducción (sea del propio Brodsky o no) es la que habilita: las autopistas se lanzan hacia llanuras desoladas, a ciudades de hielo de vodka, a “cielos completamente nuevos sobre una tierra extraña”. Lo que era extrañeza inevitable, se vuelve experiencia total del mundo: basureros, islas, continentes, el murmullo del mar, las páginas arrugadas y eternas de una revista de modas.
La poesía de Brodsky, más que viaje por, es la creación de, espacios infinitesimales, arquitectónicos, geográfico-interiores, el viaje-exilio de un imperio a otro. Su otro gran tema es el paso del tiempo: el día que agoniza, lo perecedero fundiéndose en lo perecedero. De nuevo, más que tematizar el tiempo, sus poemas hacen (algo con) el tiempo; no lo detienen, en la consabida función poética que captura el instante: lo adelantan. Mientras estamos en el ahora del poema, también estamos en su futuro, advertidos de las partículas que ocuparán el espacio que dejaremos al irnos.
Pero, como dice en “Epílogo”, a pesar de la suma de los días, de las fisuras en la piedra, queda la voz. Continúa su ritmo, el poema, en todas las lenguas: un canto desobediente, ese corazón que nunca muere cuando debe.
Los poemas que siguen son del libro Canción de cuna y otros poemas, en su edición ampliada que publicó Huesos de Jibia en 2012, y que tradujimos junto a Walter Cassara. Como señala Walter en el Posfacio de ese libro, no seguimos “un criterio antológico” en la selección. Sin embargo, al elegir ahora algunos textos para publicar aquí, aparece un dibujo claro, la conjunción espaciotemporal de JB: en ellos, se puede tocar el tiempo, y el espacio fluye, bajo la luz de un “halo intenso y extraño”.
* Daniela Camozzi es poeta, docente y traductora.
Otoño en Norenskaia
Volvemos del campo. El viento
resuena en los baldes caídos,
destrenza el fleco de los sauces
y silba entre pilas de guijarros.
Los caballos, barriles deformes
de huesos atrapados entre varas,
se quiebran bajo el arado herrumbroso,
con su silueta crujiente.
Una ráfaga cepilla las acelgas escarchadas,
infla pañuelos y chales, hurga
en las polleras de viejas brujas, doblándolas
hasta dejarlas apretadas como repollos.
Con los ojos bajos, destilando flema,
las mujeres zurcen el camino a casa
como si fuera un ruedo monótono,
y se tambalean hacia sus camastros.
Entre pliegues brillan los muslos de una tijera,
y también los ojos húmedos, nublados por la visión
de diablitos irascibles que bailotean
en las pupilas de las campesinas, mientras
un aguacero bate la expresión de sus rostros
contra un cristal desnudo. Se esfuman las arrugas
en trenzas, bajo el arado. El viento dispersa
una columna de cuervos, en grupos estrepitosos.
Estas visiones son el último signo
de una vida interior aferrada
a un espectro que siento familiar,
hasta que el espectro se estremece de golpe
con un badajo que chirría en la campana de la iglesia,
con el sonajero metálico del mundo
que yace al revés en un surco de agua,
y el estornino que levanta vuelo hacia las nubes.
El cielo se ennegrece. Con el rastrillo al hombro,
ves los techos mojados que despuntan
contra el pico de una oscura montaña
que no parece estar demasiado lejos.
Quedan aún tres verstas por recorrer. La lluvia
gobierna esta llanura desolada,
y a la suela de las botas se adhieren grises
y obstinados pedazos de la tierra natal.
24 de mayo de 1980
A falta de bestias salvajes, desafié jaulas de acero,
tallé los días de mi condena y mi apodo en camastros y vigas;
viví junto al mar, mostré mis cartas en un oasis,
y cené trufas con pobres diablos vestidos de frac.
Desde lo alto de un glaciar, contemplé medio mundo, todo el ancho
de la tierra. Dos veces me ahogué; tres dejé
que escarbaran mi médula
con cuchillos. Abandoné el país que me dio a luz y me crió.
Aquellos que me olvidaron poblarían una ciudad entera.
Atravesé las estepas que los hunos cabalgaron entre alaridos,
vestí los trajes que hoy, en todas partes, están otra vez de moda.
Sembré centeno, pinté con alquitrán los techos de chiqueros y establos.
Tragué de todo menos agua seca.
Permití que en mis sueños infectos y húmedos entrase el tercer ojo
de los centinelas. Mastiqué el pan del exilio: es rancio y verrugoso.
Di a mis pulmones todas las asonancias, salvo el aullido;
preferí el susurro. Ahora tengo cuarenta años.
¿Qué puedo decir de mi vida? Que es larga y abomina la transparencia.
Sufro si se cascan los huevos, pero ante una tortilla vomito.
No obstante, incluso cuando mi garganta esté llena de tierra,
la gratitud seguirá brotando de ella.
Una fotografía
Vivíamos en una ciudad color vodka congelado.
La electricidad llegaba de lejos, de los pantanos,
y por las noches la casa parecía
manchada de turba y picada por mosquitos.
La ropa era incómoda y traicionaba
la cercanía del Ártico. Al final del largo pasillo
sonaba el teléfono: volvía en sí de mala gana
una vez terminada la guerra.
El billete de tres rublos exhibía mineros y aviadores.
¿Cómo podía yo saber que algún día
todo eso dejaría de existir? En la cocina,
las ollas esmaltadas infundían confianza en el mañana,
transformándose tercamente, en mis sueños,
en cascos o ejércitos marcianos. También los coches
marchaban hacia el futuro: casi todos eran negros
o grises y a veces -los taxis- marrones.
Es extraño y poco agradable pensar
que ni el metal conoce su destino, que la vida
se entregó a una apoteosis de la empresa Kodak,
con su fe en las copias y el descarte de negativos.
Cantan las aves del paraíso, aunque no tengan
ninguna rama donde posarse.
En una conferencia
Como los errores son inevitables, alguien podría creer
que soy un hombre parado en esta aula
frente a todos ustedes. Pero en una hora, digamos,
eso se habrá corregido, por mi gracia y por la suya,
y el lugar quedará de nuevo en poder de las partículas elementales,
libres de la rigidez de una forma humana concreta o de cierto tipo
de asamblea. Algunas partículas todavía son libres. No todo es polvo.
Así las cosas, mi falta de predisposición para reconocer
que soy yo quien está ahora aquí ante ustedes, o exactamente
lo contrario, tiene menos que ver con mi modestia o solipsismo
que con mi respeto por el futuro inmediato de la habitación,
por esas partículas que flotan libres como antes mencionara,
posándose sobre la superficie lustrosa de mi cerebro.
Inaccesibles para el trapo húmedo ansioso por eliminarlas.
Lo más interesante del vacío
es que se encuentra precedido por lo lleno.
Los primeros que así lo entendieron fueron, creo,
los dioses griegos, cuyo fuerte era justamente su ausencia.
Piensen, entonces, que ensayan para el bis divino
y que mi actuación se ofrece, claro está, para la galería.
Todos nuestros actos son por vanidad. Pero estoy apurado.
Una vez conocido el futuro, es posible adelantarlo.
Así lo hacen las esculturas y los muebles de mi casa.
La humildad no es una virtud sino una necesidad
que se reconoce sobre todo cuando cae la noche.
Si bien es cierto que, desde el punto de vista numérico,
es más fácil no ser yo que no ser ustedes. Como le confesó
el cisne al lago: no me gusto. Pero sos bienvenido a mi reflejo.
Robinsoniana
Un cielo completamente nuevo sobre una tierra extraña.
Bebés que berrean clamando por la atención de la cigüeña.
Viejos que esconden la cabeza bajo un ala y, como avestruces,
meten el pico ahí, no entre plumas sino en los sobacos grises.
Uno podría quedarse ciego ante tanta abundancia de azul,
virgen de navegaciones. Las rápidas canoas parecen
pescados carcomidos hasta los huesos.
Sobresalen los remos, confesando
el misterio del movimiento. Víctima de un naufragio,
veinte años me ha llevado domesticar esta isla
(que tal vez sea un continente),
y los labios se mueven solos, como si leyeran, murmurando:
“vegetación tropical, vegetación tropical.”
Quizá sea a causa de la brisa, máxime durante
la segunda mitad del día. Es decir, cuando el ojo
—ya vidrioso— no logra captar si la huella en la arena
es de Viernes o de mi suela gastada. Este es el comienzo real
de la écriture. O su mismísimo final. Especialmente,
desde el punto de vista del mar y su murmullo al atardecer.
En el basurero de la ciudad de Nantucket
Lo perecedero se consume en lo perecedero, a plena luz
de un día que, a su vez, agoniza en un noviembre casi terminal:
removiendo la basura, las gaviotas intentan superar
en número a la nieve, o al menos demorarla un poco.
El bárbaro alfabeto primordial, saqueando con ferocidad,
por todas partes, la barrera de oxígeno, es un prefacio
a la anarquía de los desperdicios:
en el principio, fue el graznido.
En sus tartamudas doble ves, se puede leer
no tanto el hambre como las garras de la lujuria,
afiladas comas que señalan lo imperecedero,
o quizás el vuelo de la página arrancada de un grueso volumen,
mientras un anemómetro rabioso hace girar sus tazas
estúpidamente, como en una desquiciada ceremonia del té,
y el Atlántico soporta con pena, en su atlético oleaje,
los pronósticos de oscuridad.
Epílogo
I
Van pasando los años. En la fachada de piedra del palacio aparece
una fisura. El hilo de la costurera sin ojos al fin se enhebra
en el ojo minúsculo de la aguja. Y la Sagrada Familia, con aspecto
demacrado y serio, está medio milímetro más cerca de Egipto.
Gran parte del mundo visible se compone de entes vivos.
Las calles están alumbradas por un halo intenso
y extraño. Y por la noche, un astrónomo, con la vista
afilada, calcula el total de sus aristas luminosas.
II
Ya no soy capaz de recordar cuándo ni dónde ocurrió
el acontecimiento. Da lo mismo ahora. ¿Ayer?
¿Hace unos años? ¿Fue en el banco de un jardín?
¿En el aire? ¿En el agua? ¿Fui yo la causa?
El acontecimiento en sí, una explosión o, digamos,
una inundación, las luces de una torre eléctrica en Kuzbass,
algún complot, imposible recordar nada, sepulté todo rastro
de mí mismo, y de aquellos que se salvaron o escaparon.
III
Quizás esto quiere decir que ahora estamos aliados
con la vida. Que también yo me he convertido
en una partícula de esta materia sibilante, cuya tela
desteñida infecta la piel con pigmentos neutrales.
De perfil, también yo ahora apenas puedo disociarme
de cualquier arruga, dominó, mosaico u hoja de parra,
de la parte o el todo, de las causas o los efectos;
de aquello ignorado, codiciado o sostenido en el miedo.
IV
Tocame y tocarás unos tallos de lampazo seco,
la humedad intrínseca del anochecer de un tardío marziembre,
la dura cantera de las ciudades, la amplitud de las estepas,
tocarás a aquellos que ya no viven, pero que yo recuerdo.
Tocame y alterarás un poco aquello que existe
a pesar de mí, obviamente en el proceso de no creer
en mí, ni en mi sobretodo, ni en mi cara, todas esas cosas
en cuyo libro estamos siempre perdidos.
V
Te estoy hablando, y no es mi culpa si no me escuchas.
La suma de los días, que se pega a los globos oculares
y los ulcera, también aflige las cuerdas vocales.
Mi voz puede sonar apagada, pero no gruñe.
Lo mejor es que oigas el canto del gallito, el tic-tac
en el corazón de un disco, su golpeteo en la púa;
lo mejor es que no adviertas cuando deje de hablar,
como Caperucita se entregó, sin chistar, a su gris compañero.
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