29/10/2019
Prosas profanas #2 – Salvatore Quasimodo
Prosas profanas no es un homenaje, es un ritual de invocación, un brazo estirado que clava sus uñas en el aire y atisba lo sagrado. El tiempo se pliega y las voces del pasado reverberan en nuestra imaginación como un camino, como un coro que nos permite hacerle frente al caos. Revista Haroldo publica una selección de poemas de Salvatore Quasimodo elegidos por el editor Juan Alberto Crasci.
Conviven en Salvatore Quasimodo una serie de dualidades a primera vista irreductibles. La del poeta hermético, encerrado en sí mismo y en sus tristezas insalvables, y el poeta clásico, el traductor de los griegos, el comprometido, el poeta resuelto a ser la memoria de los pueblos. La del poeta isleño, apegado a Sicilia, a su naturaleza, a su mar, y la del poeta exiliado en el norte de Italia ―por siempre otro país para un sureño―, con sus ciudades arrasadas por la guerra. La del poeta lacónico, preciosista, filológico, elíptico, que transitaba su camino a la vera de Eugenio Montale, Paul Valéry y Stéphane Mallarmé, y el poeta que se vio transformado por experiencias vitales horrorosas ―la segunda guerra mundial― y se decidió a renovar(se), a modificar su poesía, a interpretar la realidad de una forma más franca, más clara. Porque en Quasimodo se juega una ética muy distinta a la del Theodor Adorno que sentenció que no se podía escribir poesía después de Auschwitz. Él mismo explicita en su texto “Mi poesía” (1959) los fundamentos de su (nueva) poética: «Constantemente estamos determinando los territorios de las poéticas; y la más viva de estas se ha alejado de los desnudos valores formales, para buscar, a través del hombre, la interpretación del mundo. Los sentimientos del hombre, el deseo de libertad y el de salirse de la soledad: he aquí los nuevos contenidos.». Extrapolando malamente una conclusión a la que llega Mark Fisher a través de Spinoza y Deleuze ―la tristeza, la soledad, la depresión, son enfermedades creadas por el capitalismo y no afecciones puramente individuales―, se puede decir que el Quasimodo hermético, del primer período de su obra, intentaba transmitir, a través de su experiencia de escritura, un sentimiento colectivo de aislamiento y no solo el dolor de un hombre arrojado al mundo. Otra de las dualidades que acompañarán al siciliano a lo largo de toda su obra es la de la completa desesperanza, la ausencia de remedio para una vida llena de dolor ―los desengaños amorosos, el exilio, la muerte―, y la fe religiosa ―católica―, el camino de la salvación por medio de un reencuentro con la divinidad. Hugo Mujica escribió: «hay una fe que es absoluta: una fe sin esperanza», y funciona muy bien para comprender la poética ―la ética― de Quasimodo: un humanista desesperanzado, pero lleno de fe.
¿Cómo leer hoy a un poeta muerto en 1968? ¿Por qué leer a un premio Nobel, con la desconfianza que trae aparejada para muchos intelectuales, y también para el público en general, cualquier tipo de premiación? La respuesta es simple: en esta época de inmediatez, ocurrencia ―no elocuencia― y cinismo, en la que el gag y la tanda publicitaria se alzan como los tótems del lenguaje poético argentino ―es notorio cómo atraviesa las generaciones―, es necesario refundar el lenguaje poético, mudar su desnudez, del sarcasmo, el cinismo y la comodidad de los pequeños problemas de la clase media, a una nueva forma de preocupación por lo humano. Y para ello, no está de más recorrer los versos de uno de los poetas imprescindibles del siglo XX, a mi entender, poco leído, a pesar de su prestigio.
Las versiones de los poemas citados pertenecen al libro Todos los poemas, publicado por Ediciones Librerías Fausto (1976), traducidas por Leopoldo Di Leo.
“Prosas profanas #2 – Salvatore Quasimodo” - Revista Haroldo | 1
Oboe sumergido
Avara pena, tarda tu don
en esta mi hora
de suspirados abandonos.
Un oboe gélido deletrea de nuevo
alegría de hojas perennes,
no mías, y olvida;
en mí anochece:
el agua tramonta
en mis manos herbosas.
Alas oscilan en ronco cielo,
lábiles: el corazón transmigra
y yo estoy yermo,
y los días son escombros.
De Y enseguida atardece (1920-1942)
Carta
Este silencio estancado en las calles,
este viento que ahora se desliza
bajo e indolente entre las hojas muertas
o sube a los colores de banderas
extranjeras… el ansia de decirte,
tal vez, una palabra antes que el cielo
vuelva a cerrarse sobre otro día,
tal vez la inercia, nuestro mal más vil…
La vida no está en este tremendo
latir sombrío del corazón, no es
piedad, es solo un juego de la sangre
donde la muerte florece. Oh mi dulce
gacela, te recuerdo aquel geranio
que vimos encendido sobre un muro
acribillado por metralla.
¿O tampoco la muerte ya consuela
a los vivos, la muerte por amor?
De Día tras día (1947)
Día tras día
Día tras día: palabras malditas y la sangre
y el oro. Os reconozco, mis semejantes, monstruos
de la tierra. Vuestro mordisco derrumbó la piedad,
y la cruz gentil nos ha dejado.
Y ya no puedo volver a mi elíseo.
Levantaremos tumbas a orillas del mar, en campos desgarrados,
mas ninguno de los sarcófagos que señalan a los héroes.
Con nosotros la muerte ha jugado muchas veces:
se oía por el aire un golpear monótono de hojas,
como en el matorral si al viento de siroco
la cerceta palustre sube encima de la nube.
De Día tras día (1947)
Milán, agosto de 1943
En vano buscas entre el polvo,
pobre mano, la ciudad ha muerto.
Ha muerto: se oyó el último estampido
sobre el corazón de Naviglio. Y el ruiseñor
cayó de la antena, alta sobre el convento
donde cantaba antes del ocaso.
No cavéis pozos en los patios:
los vivos ya no tienen sed.
No toquéis a los muertos, tan rojos, tan hinchados:
dejadlos en la tierra de sus casas:
la ciudad ha muerto, ha muerto.
De Día tras día (1947)
Hombre de mi tiempo
Eres aun aquel de la piedra y de la honda,
hombre de mi tiempo. Estabas en la carlinga,
con las alas malignas, los cuadrantes de muerte,
―te vi― dentro del carro de fuego, en las horcas,
en las ruedas de tortura. Te vi: eras tú,
con la ciencia exacta persuadida al exterminio,
sin amor, sin Cristo. Aun mataste,
como siempre, como mataron tus padres, como mataron
los animales que te vieron por primera vez.
Y esta sangre huele como el día
en que el hermano dijo al otro hermano:
“Vamos al campo”. Y aquel eco frío, tenaz,
llegó hasta ti, dentro de tu jornada.
Olvidad, oh hijos, las nubes de sangre
surgidas de la tierra, olvidad a los padres:
sus tumbas se hunden en la ceniza;
los pájaros negros, el viento, cubren sus corazones.
De Día tras día (1947)
Color de lluvia y de hierro
Decías: muerte silencio soledad;
como amor, vida. Palabras
de nuestras provisorias imágenes.
Y el viento se ha alzado leve cada mañana
y el tiempo color de lluvia y de hierro
ha pasado sobre las piedras,
sobre nuestro cerrado zumbido de malditos.
La verdad todavía está lejos.
Y dime, hombre quebrantado en la cruz,
y tú, el de las manos hinchadas de sangre,
¿qué le contestaré a los que preguntan?
Ahora, ahora: antes de que más silencio
entre en los ojos, antes de que más viento
se alce y más herrumbre florezca.
De La vida no es sueño (1946-1948)
Mi país es Italia
Más los días se alejan dispersos
y más retornan al corazón de los poetas.
Allá los campos de Polonia, la llanura de Kutno
con sus colinas de cadáveres que arden
en nubes de nafta, allá los alambrados
para la cuarentena de Israel,
la sangre entre los desperdicios, el exantema tórrido,
las cadenas de pobres muertos hace mucho tiempo
y fulminados sobre las fosas excavadas con sus manos,
allá Buchenwald, la dulce selva de hayas,
sus hornos malditos; Stalingrado
y Minsk sobre marismas y nieve podrida.
Los poetas no olvidan. ¡Oh, la muchedumbre de los viles,
de los vencidos, de los perdonados por la misericordia!
Todo se trastorna, mas los muertos no se venden.
Mi país es Italia, oh enemigo más extranjero,
y yo canto a su pueblo, y también el llanto
cubierto por el ruido de su mar,
el límpido luto de las madres, canto su vida.
De La vida no es sueño (1946-1948)
Aún desde el infierno
No nos diréis una noche gritando
por los megáfonos, una noche
de azahares, de nacimientos, de amores
apenas iniciados, que el hidrógeno
en nombre del derecho quema
la tierra. Los animales, los bosques
se funden en el Arca de la destrucción,
el fuego es muérdago sobre los cráneos
de los caballos, en los ojos humanos.
Luego a nosotros, ya muertos, vosotros
también muertos diréis nuevas tablas
de la ley. En el antiguo lenguaje
otros signos, perfiles de puñales.
Alguien balbucirá sobre las escorias,
lo inventará de nuevo todo
o nada en la suerte uniforme,
el murmullo de las corrientes, el crepitar
de la luz. Vosotros, muertos,
no diréis a nuestra muerte la esperanza
en los embudos del fangal hirviente,
aquí en el infierno.
De La tierra incomparable (1955-1958)
Maratón
El lamento de las madres en Maratón,
el grito de las vísceras del pueblo
no fue oído por nadie. Grecia
estaba libre. Está libre Grecia.
Maratón es un lugar de soldados,
no de sortilegios, aquí no crece templo
ni ara. Su túmulo está intacto, de lo alto
se divisa Eubea. Gusano de la historia
todas las cosas concuerdan sobre el terreno,
aquí el obelisco y por el suelo yelmos y espadas;
aunque Maratón más Maratón,
el hombre de la llanura de Argos vive
entre muros como garitas de centinela.
De La tierra incomparable (1955-1958)
***
JUAN ALBERTO CRASCI nació el 12 de noviembre de 1982. Cofundó Editorial CILC en 2006, y desde el año 2012 dirige añosluz editora, junto a Sebastián Realini y Joel Vargas. Organizó los ciclos multidisciplinarios Festival Rocanpoetry!, Mundial de poesía, Ciclo Despierta, Libro Completo, y gestionó el Espacio Cultural Casa (sic) entre el 2010 y el 2014. Es integrante de la Cooperativa de editoriales independientes La Coop. Publicó tres plaquetas de poesía justamente olvidadas, salvo en esta bio.
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