03/08/2015
Tiempos preñados de memoria
Por Eduardo Jozami
La aparición de una revista no es nunca un hecho irrelevante, por lo menos para quienes la producen. En ciertos casos la salida de una publicación puso en crisis alguna prestigiosa entidad, en otros, un simple boletín sin pretensiones editoriales terminó siendo más recordado que la institución que le dio origen. En el impulso de sacar una revista anida siempre un sueño, la esperanza de aportar algo original, de dejar unas líneas en la historia de la época. No es fácil lograrlo, pero, como nada puede impedir esa aspiración, siguen surgiendo proyectos de revista nutridos de ese afán de perdurar.
Haroldo está también marcado por ese deseo que anima todos los proyectos culturales, pero, además, nace como resultado de una historia, la del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, que se inició hace más de siete años. En ese lapso, algo hemos aprendido sobre los trabajos de memoria en todo el mundo y los debates que se producen en torno a ellos, sobre los modos que eligen, sin aceptar restricciones normativas, la literatura y el arte para referirse a los tiempos del horror, sobre las diferencias que presenta nuestro proceso con el memorialismo desarrollado en Europa y los Estados Unidos en las últimas décadas del siglo anterior, tan alejado, paradojalmente, de la historia y la política.
En la relación que entablamos con el pasado reciente intentamos aunar el compromiso militante con la afirmación de la más amplia libertad intelectual y artística. Reivindicando el trabajo realizado, la aparición de Haroldo se hace necesaria, para profundizar nuestros debates, establecer con más fuerza algunas orientaciones, y avanzar más en el diálogo con los escritores y artistas, los militantes de los Derechos Humanos y el amplio sector de la comunidad que nos viene acompañando.
En la relación que entablamos con el pasado reciente intentamos aunar el compromiso militante con la afirmación de la más amplia libertad intelectual y artística.
Vivimos, sin duda tiempos preñados de memoria. El pasado nos interpela en toda circunstancia. El debate político argentino es hoy, en buena medida, una confrontación entre los setenta y los noventa y el 2001 sigue siendo la clave necesaria en todo intento de comprender la experiencia política del nuevo siglo. El nuestro ha sido tradicionalmente un país de memorias fuertes, en donde lo pasado seguía obstinadamente reclamando vigencia. Lo muestran las polémicas históricas que perduraron durante más de un siglo, ensalzando y condenando figuras históricas, como Rosas y Sarmiento, con una pasión que en otros lares suele reservarse para los actores del presente.
No siempre, sin embargo, esa presencia de la historia marcó tanto el debate intelectual y político. El peronismo de los años cuarenta, la sociedad feliz que incorporaba a los trabajadores y ufana de sus logros se permitía ignorar el odio que incubaban los viejos dueños del poder, no necesitó identificarse claramente con ninguna tradición histórica. Aunque algunos de sus intelectuales importantes –como Jauretche, Cooke o Scalabrini simpatizaban con el revisionismo histórico, cuando la nacionalización ferroviaria, Perón –siempre prevenido hasta el exceso contra cualquier ideologismo prefirió dar a las líneas que cruzaban el país los nombres de los próceres consagrados por la historia oficial. Después del ´55, cuando comprendió que sólo una larga resistencia podría lograr el retorno al poder, creyó imprescindible abrazar la versión popular del revisionismo para anclar esa lucha difícil y azarosa en lo más profundo del pasado argentino.
En los años ’60 y ´70, tiempos de lucha y agitación, la identificación histórica se fortaleció y no es difícil explicar que entre tantas cosas con las que, más tarde, arrasó la dictadura, también se haya debilitado esa filiación de las luchas populares. Esto se debió menos a la decisión de cualquier dirigente que a la falta de perspectivas claras para el futuro, a la carencia de planteos más ambiciosos: en una sociedad aún aturdida por la magnitud de la herida, no era fácil volver a instalar la idea del conflicto como modo necesario de tramitar la transformación social. Partiendo de las tantas veces citada expresión de Walter Benjamin que asocia la recurrencia del pasado con los instantes de peligro, podríamos entender que esa memoria de las luchas se sienta menos convocada cuando se declinan las propuestas más audaces y se termina por aceptar la imposibilidad de modificar lo existente.
La deshistorización de la política que signó el período alfonsinista se expresó en la “teoría de los dos demonios”, limitó las mejores intenciones del gobierno electo en el ´83 y se profundizó con el menemismo hasta la proclamación del fin de la historia en los ´90, en el contexto de un mundo que celebraba la caída de los socialismos reales y desterraba como anacrónico cualquier cuestionamiento al orden social. La negación de la justicia y la afirmación de los efectos benéficos del olvido fueron consecuencia natural de esta visión política.
Desplazada de los discursos y acciones oficiales, la memoria se hizo fuerte en la resistencia desde la segunda mitad de los ´90. Allí surgieron organizaciones y experiencias que anticiparon el período político iniciado en 2003: los movimientos sociales que enfrentaron el desempleo y la pobreza, los testimonios que reivindicaban el pasado militante, la ofensiva contra la impunidad que se expresó en los procesos iniciados en el exterior y en los llamados juicios de la Verdad. Cuando en el 2001, estalla la ficción de la convertibilidad y se produce el masivo repudio a la política que tiene más de una lectura, era posible suponer que estábamos en vísperas de un gran cambio, aunque el camino que finalmente se siguió el de la expansión de derechos y el fin de la impunidad no era el único que podían alumbrar las jornadas de diciembre.
Pero la afirmación de la memoria requería un acto de fuerte voluntad política que sólo podía producirse desde lo alto del poder. A partir del discurso presidencial que recuperó las convicciones de una generación, se inició un diálogo con la sociedad, muchos de cuyos integrantes quizás se sorprendieron en un principio pero luego abrazaron con fuerza a la nueva orientación. Lo hicieron, seguramente, no sólo por adhesión a un pasado setentista que aun espera mayor discusión y crítica sino porque sabían que esa reivindicación implicaba un compromiso inequívoco con un presente de transformación.
Esa recuperación necesaria de la historia, no supone explicar los cambios del presente por las experiencias o legados del pasado. Nada más lejos de ese historicismo simplificador que la decisión de Néstor Kirchner, consciente de la originalidad y los riesgos del nuevo rumbo que iniciaba y de las diferencias entre este mundo del siglo XXI y el que le tocó vivir a la generación militante de los ´60 y ´70. Sólo en un sentido, por lo tanto, es lícito considerar al kirchnerismo como setentista, porque, más allá de tantas circunstancias y propuestas distintas, quiere mirarse en el espejo del compromiso militante de aquella generación.
El debate político argentino es hoy, en buena medida, una confrontación entre los setenta y los noventa y el 2001 sigue siendo la clave necesaria en todo intento de comprender la experiencia política del nuevo siglo.
El avance de los juicios contra los responsables del Terrorismo de Estado y la creación de numerosos Espacios de Memoria en todo el país marcan una política que reclama continuidad. Ese es también el anhelo de los miles de personas que se suman hoy a las actividades en lo que fuera el predio de la ESMA. Sitio que simboliza los más negro del pasado argentino, gradualmente va convirtiéndose en algo distinto, sin que nunca pueda dejar de recordarnos lo que fue: por eso es un lugar de memoria y ese es el límite necesario de toda resignificación.
El arte y las diversas actividades culturales que impulsa el Haroldo Conti no tienen solamente un efecto sanador, nos ayudan a mirar el pasado por senderos menos trillados, a establecer un diálogo fecundo entre la literatura y la historia, entre el arte y la política. Establecido que en este espacio de libertad no caben restricciones respecto de estilos, escuelas, poéticas o modos de abordaje literario o artístico, es mucho aún lo que puede discutirse sobre la orientación de nuestros trabajos y este debate encontrará seguramente en Haroldo su ámbito natural. En el Conti, no hacemos sólo memoria de los agravios que nos dejó la dictadura sino también de las luchas populares de los ´60 y ´70. Por otra parte, no creemos necesario enfatizar el horror. En este espacio físico donde la historia del dolor estará siempre presente, podemos eximirnos de literalidades, referencias directas o apelaciones sentimentales que pudieran rondar el golpe bajo. No se trata de asustar al visitante sino de ayudarlo a pensar.
Este criterio no es universalmente compartido según advertí al visitar en Europa, hace algunos años, un museo construido de tal modo que las paredes del sendero recorrido por los visitantes se iban estrechando hasta generar una intensa sensación de angustia. “Ese es el objetivo”, explicó, más tarde, la máxima autoridad de la institución. Guardo de esa visita un recuerdo imborrable, pero no creo que quiera volver allí. (Lo anterior no implica dudar del aporte de la arquitectura al discurso de la memoria: el visitante del Museo Judío de Berlín seguramente recordará más el diseño arquitectónico que las muestras que allí se alojan, pero esa obra que alude inequívocamente a la ausencia de los judíos exterminados parece transmitir sentidos más complejos que la mera angustia).
La creación del área de Diversidad del Centro Cultural, las muchas iniciativas relacionadas con los pueblos originarios y los afrodescendientes, con las cárceles y las vejaciones a los internos, el rechazo a todas las formas de violencia institucional, los estudios y jornadas sobre la vivienda social, entre otros, han enriquecido nuestra mirada en estos años. En esa línea de una concepción integral de los Derechos Humanos seguiremos trabajando y por lo tanto, para nuestra revista ninguno de estos temas podrá considerarse ajeno. Nuestra primera entrega incluye también varios testimonios de los hijos de la generación del setenta. Será un tema recurrente en la revista: no sólo para matizar las miradas habituales, sino porque esa presencia y el debate que supone son imprescindibles para nuestros trabajos de memoria y para avanzar en un diálogo que, por momentos, la política y la cultura argentina parecen reclamar.
Director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.
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