14/09/2019
Un silencio atronador
Por Héctor Rodríguez
Fotos Gustavo Suárez - Candelaria Pantaleón
El sábado 7 de septiembre se realizó la señalización como Sitio de Memoria la quinta "El Silencio", en una isla del Delta de San Fernando, donde fueron trasladadxs y escondidxs los detenidxs de la ESMA durante la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979.
Héctor Rodríguez presenta en Haroldo una crónica de esta jornada histórica y evoca, en los testimonios de lxs sobrevivientes, la memoria de aquellxs compañerxs que no volvieron.
Estación fluvial de Tigre. Son algo más de las nueve de la mañana. Cerca de ochenta integrantes de organismos de derechos humanos estamos reunidos en círculo, a punto de embarcarnos en dos lanchas colectivas. El objetivo es acompañar a sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y a sus familiares, a descubrir un cartel que señala a la Quinta “El Silencio”, ubicada en la tercera Sección del delta de San Fernando, como lo que fue: un centro clandestino de detención durante la última dictadura.
Quien toma la palabra, para explicar lo que haremos este sábado 7 de setiembre, es Ariel Gomplewicz, director nacional de Sitios de Memoria. Presenta a los responsables de este logro, trabajadores del Archivo Nacional de la Memoria. En particular, nombra a Gabriela Juvenal, clave en la Red Federal de Sitios; a Raquel Witis, de la Comisión Memoria, Verdad y Justicia Zona Norte; a Verónica Caamaño, directora de Derechos Humanos del municipio de Tigre, y a Cristina Maderna, del área de Derechos Humanos de San Fernando. Mujeres con un empuje, prepotencia de trabajo y compromiso, que contagian. Observo las caras, alrededor. Cualquiera de los que caminan ahora por la estación apostaría a que estamos a punto de salir a jugar una final. Pero no. Acá no hay ninguna competencia, ni un Mundial ni nada parecido. Lo que expresan los rostros de lxs compañerxs es ansiedad, tensión, y una generosa dosis de emoción por lo que se concretará en un puñado de horas.
Fue en 2005 que Horacio Verbitsky publicó un libro con los detalles de la historia de El Silencio, su venta irregular y el turbio maridaje entre la Iglesia Católica y la Armada. Gracias a la persistencia de los testimoniantes, se consiguió hace seis años que se hiciera una primera inspección judicial en la isla. Se repetiría en 2015. Aquella vez el grupo de ex detenidos quedó impactado. El lugar estaba intacto. Para ellos fue “como volver a estar en la ESMA”.
Son siete los sobrevivientes que viajarán en ambas lanchas. Víctor Fatala, Leonardo “Bichi” Martínez, Carlos “Kike” Muñoz, Alfredo Ayala, a quien todos conocen como “Mantecol”; Osvaldo Barros, su esposa Susana Leiracha y Ángel Strazzeri, más los hijos de Mario Bigatti, Lucila y José.
La ida
A las 9:39 se enciende el motor de la lancha. La conduce Miguel, un joven nacido en San Fernando. Va concentrado; es la primera vez que hace este recorrido. Comienzan las rondas de mates y bizcochos. Serán no menos de dos horas surcando este río color té con leche. Es momento de charlas.
Para Mantecol no es un día cualquiera. Fue secuestrado por primera vez a mediados de setiembre de 1977 y llevado a la ESMA. Permaneció allí hasta fines de 1979, eso incluyó su traslado a la isla. Se escapó y volvió a ser atrapado un mes después. En enero de 1980 lo llevaron nuevamente a El Silencio. De la isla también consiguió huir en una lancha almacén. “La primera vez nos subieron a una lancha de Prefectura, en San Fernando. Fueron como tres horas de viaje. Vinimos con Fermín, que era carpintero, con Bichi y con el ‘Tío Vasallo’ —recuerda—, que era el más grande, y maestro mayor de obras. Tuvimos que hacer varios arreglos, desde reparar el techo y reforzar los pilotes, hasta cambiar un baño, arreglar el muelle y pintar todo. En la casa chica también hubo que trabajar. Hasta ahí, no sabíamos para qué iban a utilizarla”.
Estamos sobre el Río Capitán. Ahora habla el Bichi Martínez: “Yo estuve casi un año en total, en El Silencio. El grupo nuestro vino a trabajar a la isla a principios del 79. Estaban Vasallo, un tipo grande y solidario, era como nuestro papá, y el Gordo Bigatti, un arquitecto. Al último grupo, “los Capucha”, los traen de noche. Entonces, a nosotros nos devuelven a la ESMA. Nos ponen a desarmar el Casino, a raíz de la visita de la Comisión Interamericana”. Rememora a Fermín Luna, El Gallego, con quien terminó trabajando en Munro, aún como detenidos-desaparecidos, en uno de los negocios ilícitos que regenteaban los marinos. Le pregunto por el vehículo hallado. “El chasis del buggy que habían traído para vigilarnos lo encontré yo cuando vinimos con los jueces y fiscales”. Dice sobre la “casa chica”: “La casa del fondo era más pequeña. Me daba cuenta para qué la estaban acondicionando. Lloraba solo. Cada clavo que ponía era como si se lo pusiera a un compañero”.
Mientras el rugido ronco del motor obliga a conversar en voz alta, Bichi cuenta el extraño episodio del baile. “Un sábado estábamos en el bar-almacén al que me llevaban los verdes cada tanto (NdA: sus custodios, cadetes de la Escuela que no superaban los dieciocho años). El dueño comentó que a la noche harían una fiesta en un club alejado. Los verdes se entusiasmaron. Me prestaron ropa y me llevaron. Los muchachos bailaron y pagaron los tragos. Un fotógrafo creyó que éramos isleños, y como los verdes ya estaban chupados, me abrazaron y nos sacaron la foto. Aún la conservo. Ellos, ahí, eran mis represores”, dice, notando mi perplejidad.
Al Bichi lo acompañan tres de sus nietas adolescentes. Valentina, Diana y Sathya están orgullosas de la historia militante de su abuelo, y de cómo la transitó con dignidad y compromiso.
Una visita incómoda
En setiembre de 1979 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos arribó a nuestro país para constatar las miles de denuncias que le llegaban. Entre otros campos de concentración, visitó el Casino de Oficiales de la ESMA, que a esa altura ya había realizado modificaciones edilicias para intentar —en vano— engañar a los comisionados. Los marinos trasladaron a sus prisioneros hasta la isla El Silencio, para esconderlos. Un grupo de tareas le había comprado la propiedad a Emilio Graselli, sacerdote de la vicaría castrense.
A la isla arribaron, en diferentes momentos, tres grupos de detenidos. El primero, “La Perrada”, realizó trabajo esclavo haciendo refacciones en las dos casas. El segundo (donde viajó Strazzeri y otros compañeros) también debió ocuparse de trabajos forzados en el monte, cortando madera de álamo y trasladando troncos pesados. El tercer grupo, “Los Capucha” (donde estaban Barros y su mujer; también Víctor Basterra) desembarcó tras un viaje movido en los primeros días de setiembre, con grilletes y encapuchados, acostados en el barco y cubiertos con una lona.
Ángel Strazzeri afirma que llegó a la Quinta durante una mañana nublada, como hoy. “Me acuerdo una vez que hicimos dulce casero, con el Viejo Tito. El dulce de naranja nos lo robaron los verdes.” De quien no puede olvidarse es del exprefecto Héctor Febres, uno de los represores a cargo. “Cómo no acordarme si fue quien me dio “máquina” en la ESMA”. Ángel mira el río y sus muelles vacíos, sin despegarse de su hija y su nieto, que lo acompañan.
La isla y sus casas
Llegamos a la isla, en el cruce de los arroyos Tuyú Paré y Paraná Miní. Bajan los sobrevivientes. Luego el resto. El cartel original de “El Silencio” ya no está. Dicen que está guardado en un club cercano. Recorremos el predio y las casas, por afuera; son construcciones de típico estilo isleño. La grande cuenta con varias habitaciones. La “casa chica” está ubicada a unos cien metros de la mayor, sobre la costa. Observo el único hueco donde puede verse el lugar inmundo en el que 15 compañeros y compañeras estuvieron tirados un mes, sobre el piso de tierra solo cubierto por un nylon, esposados, encapuchados y engrillados las 24 horas. El techo no supera el metro sesenta. Lo cuentan Osvaldo Barros y su mujer, Susana Leiracha, secuestrados en agosto de 1979. Sufrieron el encierro, el frío, los cuerpos olorosos y enfermos, por tomar agua contaminada de río. Ni los guardias querían ingresar. Los detalles de lo sufrido son espeluznantes, tanto, que los ahorraré. Ni un genio como el de Kafka pudo haber imaginado y descripto semejante universo del horror.
Reunidos frente a la casa grande, tras las fotos, Barros (que denunció la existencia de El Silencio desde el Juicio a las Juntas) recuerda con los ojos húmedos y la voz quebrada a los compañeros que compartieron el suplicio en este lugar, y continúan desaparecidos. Entre ellos, Nora Wolfson, Enrique Ardetti, la Gallega Martínez, Josefina Villaflor, Pepe Hasán, la Tía Irene y Fernando Brodsky. Hay en el aire, lo percibo, una mezcla de estupor y sobrecogimiento a la vez. Es como estar en la ESMA. Es que esto, en verdad, fue el patio trasero de aquel gigantesco centro clandestino.
Llega el momento de descubrir el cartel montado sobre una estructura metálica, de cara al río. Dice que en la “Quinta El Silencio se cometieron delitos de lesa humanidad durante el terrorismo de estado”. “Treinta mil compañeros detenidos desaparecidos”, “Presentes”, respondemos todos, gritando bien fuerte, en medio de un estruendo de aplausos cuyos ecos se expanden hasta la otra orilla. Sin ensayo previo, una compañera entona a capela “Honrar la vida”. Ella es Mabel Gómez. Junto a su compañero llegó hace años a la isla para terminar comprando, sin saberlo previamente, una casa emblemática: la que fue la última vivienda de Rodolfo Walsh en el Tigre.
El acto en Tigre
Ya en el regreso, en una suerte de caravana orgullosa por el paso dado en la construcción de la Memoria, Verónica Caamaño resalta la importancia de la señalización: “Era una deuda que teníamos. Fue un largo camino y hoy nos provoca emoción poder concretarlo”. Y agrega: “Es una responsabilidad marcar estos sitios donde nuestros compañeros pasaron los momentos más atroces”. Graciela Villalba integra la Comisión Memoria, Verdad y Justicia Zona Norte. Nombra a quienes generaron la propuesta: Cecilia Cavallo e Ignacio Álvarez, concejal de San Fernando. “Ellos hicieron el proyecto y lo acercaron a nuestra comisión. Nosotros lo tomamos de inmediato, nos pusimos en campaña y lo impulsamos. Fuimos a Sitios de Memoria a pedir la señalización.”
En la estación fluvial de Tigre aguardan una enorme cantidad de compañeros, integrantes del Espacio Memoria y del Museo Sitio de Memoria ESMA, con su directora Alejandra Naftal; vecinos y militantes. Es el acto central. Se va a descubrir el cartel que dejará constancia qué representó El Silencio. Gabriela Juvenal hace un repaso del proceso que permitió arribar a este resultado. “Que todos los lugareños y turistas sepan qué significó esa isla”, dice tomando el micrófono. Cuenta que es el Sitio N° 214; aún restan señalizar otros 500. Raquel Witis agradece “a quienes hoy acompañan y sienten, junto a nuestra Comisión, la satisfacción de haber llegado a un objetivo largamente buscado.” Contextualiza aquel tiempo oscuro. “Estamos aquí para hacer memoria porque es parte de nuestro legado. (…) Conociendo nuestra historia estamos construyendo un futuro donde no haya excluidos, donde nadie padezca hambre ni sed de justicia, donde todas y todos alcancemos una vida digna de ser vivida”.
Carlos Muñoz no olvida a sus compañeros, “los que no volvieron, los que fueron asesinados, trasladados.” Con voz pausada, Strazzeri destaca los dos mandatos de los que son portadores los testimoniantes: “Seguir trabajando por memoria, verdad y justicia, y continuar con la lucha de nuestros compañeros desaparecidos”.
Es un día estremecedor, de emociones tan intensas como sensibles. El mensaje final resulta claro y preciso. Nunca más el silencio. Nunca más.
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