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Revista Haroldo

Diálogo con el pasado y el presente

28/08/2019

Breve genealogía de la ficción histórica

En Quemar el cielo, Mariana Dimópulos narra el intento de reconstrucción de la vida de una joven militante del PRT-ERP. La novela, que se presentará el próximo sábado 31 de agosto en la Librería del Conti, fue construida a partir de diversos materiales, testimonios orales, archivo de diarios y revistas, libros de historia y material audiovisual. La autora presenta en Haroldo una reflexión sobre ese camino que va del recuerdo personal de un individuo, quizá negado o silenciado, hasta la narración en la ficción literaria.

Obra de Graciela Sacco de la serie Cuerpo a cuerpo, 1996-2014

Recuerdo. ¿Lo digo? Me callo.

En verdad, la memoria y la historia se alimentan siempre de la negación. Es sabido que el recuerdo está en lugar de algo ausente; es sabido que la historia es el trabajo contra el olvido que trae el tiempo. Si algo estuviera presente no habría que recordarlo y si algo fuera contemporáneo no habría que dedicarle la verdad, ordenada y meditada, de una narración histórica.

Pero hay otro tipo de negaciones obrando. Está la negación sistemática de un Estado, la de las familias a través del ocultamiento y los secretos, y las propias, de las personas, a través del autoengaño.

Es esa fuerza de lo negativo que viene, se instala y amenaza lo que muchas veces hace surgir o mantiene vigente la memoria personal y la historia como trabajo de lo colectivo. Aquí y allá, en las épocas de Heródoto, reputado como el primer historiador, o en las latitudes de los pueblos de Oriente, que recordaron el pasado a su modo. Hace mucho que hacemos eso: fijar contra la negación.

Una mujer vieja, por ejemplo, sentada en un gran salón de una casa de campo, en España, eso hace: recuerda y escribe. Un hombre enfermo, en una habitación azul llena de fotos, en Australia, también: repasa el pasado y lo cuenta.

Memoria e historia tienen una relación particular. Se supone que la memoria es el primer paso, con su color personal pero su búsqueda de lo objetivo, hacia la historia. Poco importa legar una mera opinión; para que valga lo que digo tiene que valer también para los demás. Y ese valor para los otros, en el recuerdo, es su veracidad. Que esa memoria sea personal dice las dos cosas: que puede ser subjetiva pero que viene de un testigo de los hechos y por tanto es irrefutable. Se trata de un original, y vale mucho más que las reproducciones. La memoria personal se teje con otras y se hace memoria colectiva. Ante el silencio impuesto por la negación, uno se atreve a hablar y otros se le unen; las historias se repiten, se ajustan y se reconocen.

La mujer española, a quien conocí, había vivido la guerra civil. En un auto, andando por las rutas de Galicia, decía: en estos bosques se mataba y se enterraba a la gente durante la guerra. Debe haber escrito sobre eso y sobre su vida de maestra, sobre los hijos que tuvo y la familia que dejó de tener. Quedaron unos manuscritos en el gran salón de la casa de campo, de una letra que un día habrá que descifrar. En algún lugar de esas páginas dice: Yo vi.

El hombre de Australia se llama Howard y quizá aún esté vivo. Perteneció a una generación a la que los australianos más tarde pusieron el nombre de “generación robada”. Como Howard, otros considerados aptos por su aspecto o por su procedencia genética fueron separados de sus familias por el Estado y llevados a campos donde se criaron lejos de lo que, supuestamente, eran las malas costumbres de los pueblos indígenas. Estaban destinados a incorporarse a la sociedad blanca, en el lugar que fuera. Esa política se implementó en Australia hasta los años setenta. Algo similar le pasó a Lavinia, que vivía con su madre y sus hermanos hasta que fue llevada, sin explicación alguna, a una casa de crianza colectiva, donde le prohibieron hablar su lengua. Más tarde fue criada en familias adoptivas; regresaba a ver a su madre de vez en cuando, una mujer que por la pérdida de sus hijos terminó arruinada. A la pregunta por cuál es el primer efecto de empezar a contar su historia, Lavinia dijo una tarde frente al mar azul de Port Lincoln que ese primer efecto fue saber que no estaba sola. Con sesenta años, había empezado a hablar con sus propios hijos del tema, con sus hermanos que habían pasado por lo mismo que ella. La fuerza de la negación había llegado profundo, era parte de lo que se daba y se recibía en la mesa. En algún lugar de esa entrevista Lavinia dice: Yo estuve.

De una persona a los allegados, de ese grupo al colectivo, la memoria se vuelve parte de una comunidad. Ha llegado el momento del trabajo de archivo, en lo que nuestra cultura es experta. Una vez que la memoria es visible y reconocida se convierte en documento: se graba, se copia, se escribe, se registra. La memoria entra en el orden del tiempo compartido y si se quiere, institucionalizado. 

En su cuarto azul de la lejana localidad de Port Lincoln, Howard nos habla de su libro y nos muestra el panel con las fotos de su familia, la buscada y encontrada. Tiene en la voz una vejez que no se le nota en el cuerpo. Su libro es más bien una carpeta con hojas mecanografiadas puestas en folios, incluidas algunas imágenes impresas en color. Pensado para el recuerdo de quienes lo conocen, con fechas y nombres que alguna vez, cuando entren en su camino a la historia, terminarán seleccionados, archivados y citados. En algún lugar de esas páginas él dice: Yo hice.

Aunque la memoria personal, cuando está atravesada de sucesos históricos que una comunidad reconoce como especialmente traumáticos o fundacionales, tiene el destino del registro, conserva la necesidad de seguir repitiéndose. Así le pasaba a la abuela con la que fui al campo de concentración de Buchenwald hace varios años. A pesar de que la memoria de su generación había sido cientos de veces registrada, ella seguía hablando. Sentada en un café de una ciudad vecina, mientras ponderaba la bondad de un dulce, mostraba su documento de liberada de Auschwitz a quien quisiera verlo. Cada rato repetía: Eso pasó.

Los ejemplos son muchos; el siglo XX fue un siglo de la memoria. Hay quienes denuncian este siglo lleno de historia y lleno de registro, y cantan loas al olvido. Hay quienes dicen que el exceso de testimonio lo ha desvirtuado; que la información multiplicada se parece demasiado a la ignorancia. Y sin embargo. Las negaciones siguen su labor, aquí la ilusión de lo nuevo, allá la recomendación del secreto; en las familias, en los Estados, en las cabezas sobre una almohada.

Al final de este camino, la Historia en mayúscula cuenta las historias personales y colectivas pero orientadas sobre una pregunta: ¿por qué?. Todos los vi y los estuve, todos los escuché y los ocurrió quedan imbricados en causas y consecuencias, en fechas y lugares trazados sobre el mapa.

Este trabajo de la historia, de recolección, de análisis y de explicación, se hace desde el presente. Y aunque usa en muchos casos las mismas herramientas que la ficción (tiene personajes, verbos conjugados en pasado, hechos reconocibles, una concatenación), su tarea del por qué está netamente dedicada al pasado del mundo que nos es común, los hechos de los hombres en nuestro mundo.

Esta no es más que una breve genealogía de los caminos de un suceso, que ante la fuerza de la negación se recuerda, se conserva en la memoria, se transmite a los allegados, se hace parte de la memoria colectiva y termina en la historia narrada por los expertos en pasado -los historiadores-. Los relatos de ficción -la literatura- llegan por lo general tarde a la cita de lo pasado. Pero llegan, y si pueden, recrean a su modo todos estos niveles en que algo que le sucedió a alguien es dicho, es recordado, es hecho una vez más. Entonces de vuelta alguien entra a un bosque, alguien sale de una casa de crianza a una vida, alguien recibe en un campo su liberación.


Quemar el cielo se presentará el próximo sábado 31 de agosto a las 17 hs en la Librería del Conti (Av. Del Libertador 8151, Ex ESMA). Participan, junto a la autora, Julio Schvartzman (Dr. en Letras) y Alberto Elizalde Leal (escritor, periodista)

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Mariana Dimópulos nació en Buenos Aires en 1973 y vivió en Alemania entre 1999 y 2005. Es docente, escritora y traductora. Ha editado a Walter Benjamin y a Theodor W. Adorno, y cuenta entre sus traducciones a autores como Robert Musil, Martin Heidegger y J.M. Coetzee, entre otros. Es autora del libro de ensayo Carrusel Benjamin (2017). Ha dictado seminarios de grado y de posgrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Como narradora publicó las novelas Anís (2008), Cada despedida (2010) y Pendiente (2013), además de diversos cuentos. Colabora con medios gráficos argentinos y revistas especializadas.

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